Nuestras generaciones han nacido en el seno de la sociedad moderna, y con la excepción de aquellos que vivieron el régimen franquista, con sus diferentes familias políticas y sus diferentes connotaciones ideológicas en función de la preeminencia de unas u otras a lo largo de su extensa existencia, todos hemos nacido, crecido y, en general, vivido bajo el actual régimen político demoliberal fundado en 1978. En consecuencia, las últimas generaciones se han caracterizado por un contacto con el ámbito de la política un tanto tangencial, limitado a los comicios electorales que se celebran cada cuatro años, muchos se consideran representados en sus intereses por el sistema de partidos y valoran su libertad en términos exclusivamente cuantitativos, de riqueza material o bien orientada hacia cuestiones de orden hedonista y banal. Esta generación es la que más frecuentemente ha utilizado aquello de «Yo soy un ciudadano del mundo» o ha desechado con una mezcla de indiferencia y repulsión cualquier idea de Patria o Comunidad. También estamos ante una generación cuyos anhelos y preocupaciones dentro del orden espiritual es prácticamente inexistente, salvo honrosas excepciones, que prefiere cualquier sucedáneo de ínfima calidad, como aquellas doctrinas del New Age en lugar de grandes tradiciones espirituales que gocen de un arraigo prolongado en el ámbito de civilización en el que nos encuadramos y que, guste más o menos, es la civilización cristiana en su vertiente católica. En este sentido ni el régimen franquista ni el posterior fundado en 1978, podrían ser considerados como dos vertientes de la Modernidad y su forma de entender la política, frente a otro modelo de sociedad muy diferente, como es aquella que nos propone José Miguel Gambra en Los enemigos de la sociedad tradicional.