En estos tiempos de total descreimiento, en los que las cuestiones de orden trascendente despiertan tanta incomprensión como rechazo, llegando incluso a ser objeto de burlas por parte de una generación que es totalmente ajena al hecho espiritual en cualquiera de sus manifestaciones, hablar de la idea de Dios puede llegar a resultar políticamente incorrecto. En muchas ocasiones hemos sido testigos, directa o indirectamente, de aquella afirmación tan manida que los autodefinidos ateos utilizan con cierta recurrencia cuando hablan con los creyentes, y que viene a ser aquella apelación a los argumentos racionales y lógicos para demostrar la existencia de Dios. El ateo siempre exige pruebas incontrovertidas sobre la existencia de la entidad divina y las convicciones religiosas. Este tipo de razones no son demandadas únicamente por los ateos, sino por los agnósticos y escépticos de todo pelaje.
Es cierto que el razonamiento lógico es una categoría que podemos encontrar en todas las mentes de todos los hombres, de cualquier generación y condición y que a priori no debería ser evitado ante ningún tipo de discusión. En este sentido también se ha extendido cierto prejuicio entre la masa incrédula respecto al creyente, y es aquel que tiende a considerar que éste no atiende a argumentos lógicos para explicar su fe o transmitir la fortaleza de los principios que articulan sus creencias. Dentro de este terreno podríamos señalar, a modo de idea introductoria, que la creencia religiosa no precisa de ningún tipo de demostración de carácter racional o científico, porque no se encuentra dentro de ese dominio o no se corresponde a un mismo plano. Al fin y al cabo las creencias y el contacto con la fe religiosa, en lo que se refiere a las grandes religiones monoteístas, es una cuestión individual y subjetiva, de carácter íntimo, especialmente en su vertiente exotérica, cuyo cuestionamiento no deja de ser algo absurdo.
Pruebas ontológicas
No obstante, en el caso de los pensadores cristianos, por la propia naturaleza de la civilización europea occidental, han elaborado una serie de reflexiones teóricas y razonamientos lógicos que pretendían demostrar la existencia de Dios en los límites marcados por la conciencia y la razón humanas. Esto a pesar de que, de entrada, lo inconmensurable y lo ilimitado que representa lo divino no es reductible a las categorías del pensamiento humano, y la dialéctica entre criatura y creador siempre va a contar con estas limitaciones. Este tipo de reflexiones han dado lugar a una varios tipos de pruebas lógicas, entre las cuales podríamos citar el «argumento ontológico» formulado durante el Medievo por San Anselmo de Aosta. El planteamiento, que es muy sencillo, parte de lo siguiente: de la propia noción de Dios se deduce su existencia. Sería una evidente contradicción sostener la existencia de algo que no existe. A algunos les podrá sorprender que Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes doctores de la Iglesia, rechazase el valor de la prueba ontológica, mientras que grandes filósofos y científicos del siglo XX como Bertrand Russell o Kurt Godel hayan apreciado el ingenio de su argumento lógico. En cualquier caso, San Anselmo emplea el argumento ontológico como parte de una exhortación en la búsqueda de Dios como refugio existencial a través de la fuerza de nuestra mente y la reflexión interior. El monje benedictino apelaba a una dedicación exclusiva a Dios, eliminando cualquier traba mental, cualquier otro pensamiento en el plano material y asumiendo tanto la contemplación mística como la participación de la razón. Mística y Lógica muestran una confluencia poco comprensible en la mente del hombre moderno.
La prueba ontológica implica una experiencia mística, que si bien implica la participación de mecanismos de razonamiento lógico, depende más directamente de una iluminación interior que va más allá de los instrumentos ordinarios de la conciencia humana. En este proceso más que el juicio lógico o proposiciones racionales lo que intervienen son ideas e intuiciones que la persona experimenta durante el éxtasis místico. Estamos definiendo un estado contemplativo, que se vive como una experiencia interior y que va mucho más allá de cualquier noción moderna de racionalidad, especialmente en la medida que busca una respuesta objetiva al sentido de las cosas y del propio orden cósmico, frente al cual el racionalismo moderno se muestra impotente. Es en este estado en el que el hombre es capaz de encontrar la respuesta a las grandes y elementales verdades de la vida, y del que depende un principio de armonía interior cuya ruptura es la causa directa de la vacuidad y el nihilismo que reina por doquier en nuestros tiempos.
Por otro lado, entre los ateos y agnósticos, aunque sea para negar su existencia, también surge siempre la inquietud sobre la existencia de Dios, y es por eso que esta inquietud y el misterio que representa para la conciencia humana, que no solamente se ha circunscrito a la religión, sino que también ha llegado al ámbito de la filosofía. No obstante, en el caso de ésta última prevalece el fundamento racional por encima de toda veleidad místico-religiosa, aunque se convierte en el objeto de las reflexiones filosóficas más recurrentes. De hecho, se trata del problema de la existencia por excelencia, el motivo en función del cual la existencia humana extrae su propia razón de ser.
Igualmente, la filosofía aparece como disciplina especulativa y auxiliar de la ciencia, en la medida que utiliza sus conocimientos empíricos y los resultados alcanzados por ésta como parte de los instrumentos aplicables a la demostración lógica, y con la intención de extraer conclusiones racionales y universales. En cualquier caso, la terminología y métodos conceptuales a partir de los cuales se desarrolla la filosofía como disciplina moderna nada tienen que ver con aquello que propone San Anselmo de Aosta a a través de su formulación lógica sobre la existencia de Dios. En Santo Tomás de Aquino ya encontramos la distinción entre «pruebas a priori», que proceden de los conceptos puros, y «pruebas a posteriori», que dependen de los datos empíricos que equivalen a las demostraciones que proceden de la esencia o de las causas (demonstratio propter quid) y las demostraciones que proceden de los efectos de las causas (demonstratio quia). En el caso de la prueba ontológica vemos como la naturaleza de Dios y el concepto de Dios representan una realidad correlativa o simultánea al referirse a la misma sustancia, aquella que se refiere al ente divino como ser perfectísimo. Obviamente este procedimiento no tiene nada que ver con el carácter lógico-demostrativo que preside el racionalismo moderno. En este sentido todos los intentos de demostración lógica de la existencia de Dios acaba generando aquello que Aristóteles concebía como un «silogismo apodíctico» o un razonamiento demostrativo en el cual la verdad de la conclusión es necesariamente deducida de las premisas ya reconocidas como seguramente verdaderas. No obstante, y al hilo de lo ya comentado, los argumentos que podríamos calificar como «pruebas lógicas» son únicamente aquellos que proceden de «verdades lógicas» o de puros conceptos a priori, prescindiendo completamente de nociones extraídas a posteriori de la experiencia sensible. De este modo solamente los argumentos a priori serían válidos, mientras que todo principio demostrativo permanecería en el interior de una estructura lógico-racional. Simplificando, podríamos decir que prescindimos de juicios, conceptos y demostraciones materiales, tal y como se deriva del pensamiento lógico y racionalista moderno, para centrarnos exclusivamente en el análisis de una idea que no deriva de datos empíricos, de una realidad material sobrevenida, sino que está presente por cualquier otro motivo en nuestra mente.
El ontologismo, que es el principio que define el carácter de esta prueba, parte directamente de Dios, de la iluminación del espíritu con su propia sustancia, de tal modo que es posible ver directamente en Él todas las ideas sobre las cosas conocidas por la mente y la conciencia humana. Solo Dios contiene en sí todas las cosas del mundo inteligible.
Pruebas cosmológicas
Otra de las pruebas lógicas sobre la existencia de Dios las tenemos en las «pruebas cosmológicas» que parten del mundo físico, y que tiene que ver con un sentimiento antiguo y espontáneo que nace del alma humana, y es la percepción de la increíble armonía que reina en el cosmos. Nace de la idea de que un orden tan perfecto no nace de la nada ni es fruto del azar, sino que obedece a una Inteligencia ordenadora. Esta percepción ya la vemos reflejada en las obras de Platón o de Séneca, que nos hablan del funcionamiento de un diseño perfecto, sin fisuras, que obedece necesariamente a una sabia disposición. Es la idea teleológica del Universo, y por añadidura de la propia existencia, hacia un fin determinado. La prueba cosmológica define, por tanto, la existencia de un «Arquitecto Cósmico Supremo», una primera Causa de la que nace el Universo.
La complejidad inabarcable del Universo, su inconmensurable grandeza compuesta de galaxias, estrellas, sistemas solares, planetas y seres vivos tiene que ser obra de un Principio Activo, de una Inteligencia creadora, porque un sistema tan perfecto no podría surgir de la Nada. Lo cierto es que estas ideas encajan a la perfección con las leyes deterministas y mecanicistas propias de la ciencia moderna que empiezan a desarrollarse durante el siglo XVII, el siglo de la revolución científica, y empezó a hablarse de la idea de «reloj cósmico» en relación a la creación del Universo como un inmenso reloj que funciona sólo, equiparando el Universo a una especie de artefacto o máquina cuyo funcionamiento se encuentra sometido a las leyes de la razón.
Dentro del conjunto de pruebas cosmológicas tenemos otra vertiente, y es aquella que hace referencia a la relación de causa-efecto, considerados los efectos como continuo devenir de las cosas, como una cadena infinita de las causas naturales y la contingencia de todos los entes materiales. Todos estos argumentos fueron sintetizados por Santo Tomás de Aquino en las tres primeras de sus cinco «Vías» a Dios:
La primera vía es la llamada ex parte motus, la cual deduce el hecho de que todo aquello que se mueve en el cosmos no lo hace de manera autónoma (motu proprio), sino que recibe el movimiento de algo externo a sí mismo. Es la flecha del arco que la impulsa. El movimiento no puede perpetuarse hasta el infinito en la serie de motores que a su vez son movidos por esa causa externa, con lo cual se deduce la existencia de un primer motor inmóvil (es decir, que se mueve sin ser movido por otro), al que llamamos Dios.
La segunda vía es la conocida como ex ratione causae efficientis toma en consideración el principio mismo de la causalidad, en función de la cual todo aquello que observamos tiene una causa y aquello que es causa todavía primera ha sido efecto de aquello que la ha causado, hasta producir una serie continua de causas y efectos. Ninguna de las cosas materiales puede ser el resultado o causa de sí misma, en ese caso debería de existir incluso antes de existir, lo que está claro que es imposible. Santo Tomás observa que un proceso hasta el infinito en las causas eficientes es absurdo, y si en el orden de las causas eficientes no existiese una primera causa eficiente no existiría ni una causa intermedia ni última porque una serie concatenada de acontecimientos solamente tiene sentido con un inicio determinado, desde una causa desencadenante.
La tercera vía se conoce como ex possibili et necessario y engloba al mismo tiempo las dos anteriores porque parte de la naturaleza contingente del mundo, y parte del hecho de que todo aquello que existe y cae bajo nuestro conocimiento empírico depende en su ser de otra cosa, que tiene necesidad de una causa externa para existir. El movimiento y la cadena de causas y efectos son, precisamente, signos tangibles de la contingencia. En el lenguaje metafísico se define como «posible» o «contingente» aquello que puede existir como lo que no puede existir, y que por tanto no posee la existencia como una propiedad absoluta y eterna, o que no existe desde siempre y para siempre. Simplemente puede ocurrir y ha ocurrido susodicha existencia. Por el contrario, se dice «necesario» un ente cuya existencia no resulta sujeta ni a un principio ni a un fin, al cual el Ser pertenece en modo total o perenne. Con lo cual lo necesario incluye implícitamente en la propia esencia la existencia, el ser le pertenece por naturaleza sin que le haya sido legado por otro.
Podríamos resumir fácilmente las conclusiones de las tres vías formuladas por Santo Tomás de Aquino en una sencilla sentencia: todo aquello que puede existir existe siempre generado por otra cosa diferente a sí mismo, y esta es la naturaleza propia de los entes y los seres conocidos, y por extensión de todo el Cosmos. En la conclusión, haciendo referencia a la tercera vía, que sería una especie de síntesis de las dos primeras, podríamos decir que la existencia de un ser necesario y que no extrae de otros sus necesidades y que es causa necesaria de los demás es a lo que podemos llamar Dios.
Estas serían, a grandes rasgos, las tres pruebas cosmológicas clásicas, y que estarían directamente relacionadas con los planteamientos de la filosofía aristotélica. Está claro que la ciencia moderna y sus postulados científicos que pretenden apoyarse en las más novedosas teorías de la física cuántica ponen en cuestión el llamado «problema del primer movimiento» y que guardan relación con los descubrimientos de los dos últimos siglos. Se trata de las llamadas «pruebas neocosmológicas», que parten de una «realidad» generada por las ciencias a nivel de conclusiones en el plano de la teorías astronomía, ciencias físicas y biológicas universalmente aceptadas por la comunidad científica mundial. Respecto a la inteligibilidad del Universo las teorías de los astrofísicos, como es el caso del científico chino Trinh Xuan Thuan, consideran que pese a que no poseemos las suficientes explicaciones científicas, es poco probable el emerger espontáneo del Universo a partir del caos del Big Bang, que sería la explosión primordial que le daría origen.
Pruebas antropológicas
Como el propio nombre indica, las «pruebas antropológicas» están estrechamente relacionadas con la naturaleza y la condición humana y sus múltiples recorridos en la vertiente de lo Trascendente. San Agustín de Hipona ha visto en la aspiración al infinito y en la autotrascendencia que entre los seres vivos sólo pertenece al ser humano un signo de la presencia evidente de un Creador de naturaleza infinita. En este contexto podemos destacar dos pruebas esenciales dentro del apartado de aquellas antropológicas: la prueba moral o ética y el argumento de la condición existencial.
La prueba que viene constituida por la ética afirma que la exigencia por parte del orden moral de postular la existencia de Dios como fundamento del actuar humano o como garante de una justicia eterna. La presencia de un Ente Supremo es un dato imprescindible de la vida moral, sin la cual incluso perderían sentido las ideas del bien y del mal. La prueba ética más célebre es aquella planteada por Inmanuel Kant en Crítica de la razón práctica, donde hace de Dios un postulado de la moral con el fin de conseguir la realización del sumo bien, o aquella unión entre virtud y felicidad que no resulta garantizada en modo alguno en el contexto de las leyes naturales. Si no se postulase la existencia de Dios, ningún hombre podría nutrir la expectativa de que su comportamiento virtuoso y conforme al puro deber ético corresponda también con una existencia feliz. Solamente existe una facultad de hacerse garante únicamente de una voluntad santa y omnipotente capaz de conducir al sumo bien, a partir de éste debe postularse necesariamente la existencia. Esta voluntad santa y omnipotente solamente puede ser identificada con Dios, con lo cual debe ser postulado necesariamente como una Entidad existente.
Otros autores en el ámbito de la filosofía que han participado de estas corrientes han sido Blaise Pascal y Sören Kierkegaard, éste último iniciando la corriente característica de la filosofía existencialista interpretando la toma de conciencia del hecho de la condición existencial del hombre, que se interpreta como un positum (un dato de hecho) a partir del cual proceder para demostrar la existencia de Dios. La referencia fundamental es la falta de sentido que impregna la vida humana incluso si se analiza con objetividad, sin pretensiones, y sin evadir el problema ni ocultarse tras una falsa indiferencia. En sus Pensamientos, Pascal destaca la finitud y limitaciones de la vida humana frente a la inmensidad que representa la eternidad y la incapacidad para conocerlo todo y los efectos sobre la conciencia humana, que se ve empequeñecida y superada. Ante esa inmensidad Kierkegaard expresa la sentimiento de la existencia y el existir como una experiencia angustiante y el miedo y la inquietud respecto a Dios. Las prolongaciones de estos posicionamientos las encontramos con consecuencias nihilistas extremas en pensadores sucesivos como Martin Heidegger, que concibe la existencia humana y la experiencia de «ser-en-el-mundo», como parte de su condición constitutiva, como un «ser-para-la-muerte».
De todas las pruebas planteadas podemos extraer al menos cinco principios que aparecen como fundamentos de los diferentes paradigmas interpretativos y los presupuestos fundantes:
Principio de causalidad. Cada ser contingente depende de una causa externa para existir, siempre desciende de otro diferente a sí mismo. Todo lo que deviene tiene necesidad de una causa y aquello que no existe por sí mismo tiene necesidad de otro ente para existir. Sería contradictorio pensar en un efecto sin su causa.
Principio de finalidad. Viene a afirmar, sustancialmente, que cada ser viene ordenado en vistas a un objetivo predeterminado, que cada acto tiene una finalidad precisa. Toda causa actúa en relación a un fin o finalidad.
Principio de imposibilidad del regreso al infinito. En base al principio de causalidad todo aquello que existe en modo contingente debe tener una causa que, sin embargo, no se puede pensar que tiende hacia el infinito en la serie de las causas, no es racionalmente admisible el regressus in infinitum, la regresión sin fin de un ente causado por otro ente causado, sino que es necesario postular una causa primera incausada e incausable, o que por su naturaleza no pueda ser el resultado de otra cosa. De otro modo no se explicaría el origen del Universo.
Principio de razón suficiente. Se trata de una prolongación del principio de causalidad anterior y cuya formulación corresponde a Gottfried Leibniz. Se basa en la pregunta crucial: «¿Por qué existe algo antes que nada?». Según Leibniz nada existe sin una razón suficiente, y como algo existe evidentemente, este ente debe tener una razón tanto para su existir como por el hecho de que es así más que de otro modo, se debe al ejemplo ordenado e inteligible en lugar de algo caótico e ininteligible.
Principio de exclusión de la nada. Afirma que sobre aquello que no existe no se puede fundar cualquier cosa, que el concepto de «nada» y de «no-ser» es inutilizable como instrumento de explicación de lo real. De algún modo se corresponde con el principio lógico de no contradicción: quien se contradice no afirma nada, no comunica ninguna información sobre el mundo.
Conclusiones
Hay varios problemas respecto al problema planteado, y una limitación importante desde el punto de vista del conocimiento metafísico y no es otro que la expresión mediante el lenguaje, que necesita de unas longitudes ilimitadas porque en el caso del espíritu humano tiene capacidad para conocer todo cuanto existe, de tal modo que hay una coincidencia entre lo cognoscible y lo real absoluta. Pero no se trata, como en el caso de la especulación filosófica, de la facultad racional sino del Intelecto, cuya presencia constituye la razón de ser de la condición humana. Es precisamente este Intelecto el que ocupa el centro de la prueba ontológica.
Al margen de los problemas del mal o la predestinación, hay otros problemas que se plantean como insolubles, como sería la propia teología, que fundamenta buena parte de los planteamientos expuestos, y que están taimados por el antropomorfismo, que personaliza en exceso el Principio Supremo y se muestra limitado al no mostrar una separación clara entre razonamiento e intelección.
Lo absoluto implica por definición lo Infinito, del que parte una gradación jerárquica hasta llegar al Ser en su unidad más simple. Al mismo tiempo la Posibilidad Universal ofrece dos posibilidades: una horizontal (descendente y cuantitativa) y otra vertical (ascendente y cualitativa), y obviamente la primera se encuentra supeditada a la segunda. En este contexto se plantea la dicotomía entre una Divinidad Impersonal, de carácter objetivo, frente a aquel Dios personal que encontramos en los planteamientos religiosos característicos de las grandes doctrinas monoteístas. El Dios personal que viene a plantearse cae en una tendencia forzosamente particular y formalista al identificarse con el individuo y la colectividad que lo integra, de tal forma que se ve privado de toda universalidad. Es en este contexto en el que deben valorarse todas las hipótesis filosóficas planteadas sobre la existencia de Dios. En cambio, el planteamiento o prueba ontológica, que partiría del principio de Divinidad Impersonal, sí es capaz de conferir la verdad universal y correspondiente a una santidad que parte del interior y que ilumina el Intelecto penetrando en el Corazón. Esto presupone que esta Verdad carece de errores o pasiones propias de las pulsiones instintivas o las limitaciones materiales, para terminar reintegrándose en la pureza primordial.