No hay duda alguna de que en el mundo moderno la sexualidad ocupa un lugar preponderante, encontramos referencias al sexo desde los ámbitos y los medios más variados, somos bombardeados con estímulos sexuales de forma permanente, en ocasiones la sexualidad puede ser un reclamo para vender un producto, para promocionar una marca o un medio para promover un tipo determinado de ideas, actitudes y comportamientos. En otros contextos, como en el de la pornografía, el sexo se convierte en la artífice de todas las fantasías y deseos de una humanidad degenerada, donde más allá de la unión sexual, son planteadas formas extremas de sexualidad, dañinas tanto para quienes las practican, hasta el punto que pueden contraer un largo listado de enfermedades venéreas o provocar graves disfuncionalidades en sus aparatos reproductivos, como en aquellos que son meros espectadores, cuya psique queda marcada por formas de sexualidad salvaje y desviada, en la mayor parte de las ocasiones expresando formas más propias y comunes de los animales que de los humanos, que empujados por la idea de una cópula compulsiva convierten a hombres y mujeres en penes y vaginas andantes, candidatos ideales para convertirse en referentes de la juventud actual y participar en espectáculos circenses y televisivos que entretienen a la masa.
La visión del sexo y al amor en la modernidad son el fruto y la expresión de planteamientos totalmente profanos, en los cuales no concurren más que visiones erradas del fenómeno de lo sexual, y la importancia y trascendencia que éste tiene en el ser humano, yendo más allá de las consecuencias que puedan derivarse de la experiencia sexual en un plano puramente material. Si bien es cierto que, en términos formales, el fin mismo del amor es lógico que derive en la unión sexual de individuos de sexo opuesto, la perspectiva desde la que puede ser afrontada tal unión puede variar ostensiblemente si adoptamos una u otra visión. En el caso de la sexualidad moderna no existe más que un solo plano, y es el de la experiencia sexual más primaria, donde gobiernan las pulsiones animales y no hay ninguna prolongación más de esa búsqueda del placer en otros planos más inmateriales, solamente la búsqueda de una satisfacción inmediata, de un impulso inconsciente que es desatado de forma incontrolable y que es necesario saciar. Es evidente que se desconocen las consecuencias que el acto sexual puede llegar a desatar en un plano más allá de lo psicológico y lo fisiológico, y cómo, de esta manera, es capaz de crear las condiciones para superar, a nivel ontológico, la situación de dos individuos cualquiera que se encuentren unidos por la práctica sexual.
Aunque la práctica sexual ha tenido diversas conexiones con los fenómenos religiosos, especialmente en culturas originarias de la India Védica, en cultos de la América precolombina, o incluso en religiones más contemporáneas como el Cristianismo Católico y su énfasis en el celibato de los sacerdotes, o en el Islam y las mutilaciones genitales (ablaciones, circuncisión, etc), bien es cierto que la opinión pública sólo se fija en los aspectos más banales y superficiales sin detenerse a reflexionar sobre sus motivaciones a nivel espiritual. El eterno debate sobre aborto, el preservativo o el derecho de los sacerdotes a contraer matrimonio son puestos en tela de juicio bajo una visión meramente materialista. Otros ejemplos son el Kama-Sutra o el Yoga Tántrico, que de ser rígidas doctrinas de meditación y ascesis se han tomado deformadas y desnaturalizadas en la medida que se abordan en su aspecto puramente material, del disfrute, sin ver más allá de los profundos significados que de ésta práctica se derivan. El Tantrismo tuvo en sus orígenes un sentido totalmente revelador, como una reacción ortodoxa contra los estereotipos y formas vacías y ritualistas en las que habría caído la doctrina, en una especie de reacción similar a la del Budismo con los excesos y alejamiento del brahmanismo del cuerpo doctrinal de los orígenes. No en vano, se consideraba al tantrismo como parte de la doctrina védica, el «quinto veda». Estas consideraciones nos dan una idea de la importancia del sexo y su estrecha vinculación con las formas de ascesis e iniciación en las doctrinas tradicionales del extremo oriente.
Quizás no les falte razón —en cierto sentido— a aquellos defensores de las posturas psicoanalíticas al hablar de represiones sexuales como parte de los desórdenes psíquicos de la modernidad, pero no porque el fenómeno sexual, entendido bajo esos parámetros científicos y completamente anormales, sea la base natural de toda fuente de equilibrio y armonía a nivel individual y colectivo, sino porque la sociedad moderna entiende todos los procesos naturales desde concepciones prepersonales y desde un psiquismo invertido que, en el caso de la sexualidad, les hace verla y experimentarla desde un activismo y desenfreno desbocados, sin posibilidad de equilibrio ni control alguno. Este tipo de tendencias hacen que la «humanidad» moderna se mueva, paradójicamente, sobre un plano totalmente irracional, tendente a la desmesura y deformadora tanto del fenómeno sexual como de cualquier otro elemento natural y cosustancial al comportamiento humano.
Dentro de estas visiones el feminismo y otros movimientos englobados bajo la etiqueta de las «ideologías de género» también han influido directamente sobre los enfoques modernos relacionados con el amor y el sexo. La llamada «liberación femenina» con la consecuente generalización de los anticonceptivos también han conducido a un proceso muy típico de las etapas crepusculares y de fin de ciclo, en las que el papel de los roles femenino y masculino acaban desdibujándose hasta acabar confundidos en una suerte de androginismo en el que prima, por encima de todo, el culto a la promiscuidad, como expresión de la civilización del número y la cantidad por encima del Ser y la cualidad. Este androginismo lo vemos reflejado, en sus aspectos más exteriores, en algo tan simple y banal como pueda ser la indumentaria, que prácticamente es idéntico en hombres y mujeres, siendo permanentemente promovido por las modas y los mass media. Otro rasgo común lo vemos reflejado en la sumisión del hombre y su renuncia a los valores heroicos y viriles, que lo incapacitan para tomar la iniciativa respecto a cualquier tarea de una cierta envergadura, donde siempre se debe contar con el concurso de la mujer, quien a menudo tiene la última palabra. El hombre ha quedado reducido a ser un fantoche, un elemento pasivo y supeditado al poder ginecocrático, el propio y característico de las épocas descendentes de la historia.
La mujer moderna es la que tiene el cetro de la civilización moderna, expresión de los actuales tiempos de Kali-Yuga, que también emplea el sexo y el amor como elementos de superioridad y subyugación de las potencias masculinas y viriles, las cuales son prácticamente inexistentes dado el avance de ciertas formas de «sexualidad», como pudiera ser la homosexualidad, cuyo anormal incremento forma parte también de los tiempos de degeneración actuales. De todos modos, hombre y mujer, como complementos perfectos y síntesis armoniosa del amor y lo sexual, es algo que es muy complicado de encontrar, en la medida que ambos sexos han confundido sus roles y se han desnaturalizado en grado extremo. Fruto de esta degeneración y regresión máxima encontramos al denominado como «tercer sexo», un producto típico de estos tiempos de confusión.
Con estas consideraciones no pretendemos alinearnos con aquellos defensores del puritanismo o la moral burguesa, que a menudo son expresión de prejuicios sublimados contra el cuerpo, la naturaleza y la función de la sexualidad, que es un elemento totalmente aceptable en términos tradicionales, pero que consideramos que es valorado muy por debajo de sus más elevadas potencialidades, dado que el sexo —al suponer unas condiciones especiales, de conciencia reducida y una particular experiencia a la que el hombre y la mujer son ajenos en otras condiciones— puede operar cambios trascendentales en un sentido iniciático, ontológico y vital, estando este último término entendido al margen de toda consideración naturalista.