Andrei Tarkovsky (1932-1986) fue un director de cine ruso, un auténtico icono del cine de la era soviética, desde los años 60 con los primeros largometrajes de su filmografía, todavía mediatizados por la propaganda del régimen soviético, tal y como fue el caso de La infancia de Iván (1962), que fue la película que sirvió de epílogo a la etapa más propagandística, marcada por el culto a la «Gran Guerra Patria», que es así como fue calificada la II Guerra mundial, para dar paso a un cine mucho más creativo y que marcaría el carácter particular y con la impronta característica del cineasta ruso. Y es que adentrarse en el cine de nuestro protagonista supone una una experiencia que podríamos definir casi como catártica, capaz de transmitir mucho más de lo que el lenguaje cinematográfico en sí mismo, y con un propósito puramente lúdico, puede hacer.
Acostumbrados a las grandes producciones hollywoodienses, a sus guiones planos, escenas de acción o cualquier temática bajo la que, en la mayor parte de las ocasiones, subyace un propósito claramente propagandístico, visionar el cine de Tarkovsky implica adentrarse en un mundo completamente diferente. Huyendo de los clichés y estereotipos que el cine estadounidense nos ha enseñado, la filmografía de Tarkovsky no tiene ningún propósito de resultar atractiva o agradable desde la perspectiva del entretenimiento. En muchas ocasiones los planos interminables, en los que se percibe un chorro de agua que gotea incesantemente sobre una piedra enmohecida, que forma parte de un conjunto más amplio de ruinas, puede llevar a pensar a aquellos menos familiarizados con sus producciones, que puede haber un componente absurdo y aburrido, cuando en realidad todo forma parte de un todo, de un conjunto orgánico que tiene una lógica y coherencia que no se muestran directamente, sino que son susceptibles de análisis globales mucho más complejos y profundos.
En el caso de Solaris (1972) o Stalker (1979), las que consideramos como sus películas más icónicas, podemos ver una trama que adquiere las características y rasgos de auténticos dramas existenciales, de un análisis profundo de la condición humana, de las creencias espirituales y la incesante búsqueda interior del hombre. Aunque hablemos de dramas medievales —como es el caso de Andrei Rublev (1966)—, de películas desarrolladas en escenarios atemporales —como ocurre con Stalker— o de temática futurista, los motivos que se despliegan a lo largo del metraje son los ya mencionados, siempre omnipresentes, de una manera casi obsesiva.
Andrei Rublev supone el inicio de su filmografía de autor propiamente dicha, donde comenzamos a ver prefigurarse los elementos anteriormente mencionados. Una tragedia medieval con tintes épicos que se sirve de algunos hechos relacionados con la vida del conocido pintor e iconografista ruso para lanzar una somera visión de la historia de Rusia y los acontecimientos que el pintor tuvo que vivir. Al mismo tiempo vemos sugerida la temática religiosa-espiritual, y del mundo de las creencias, que dentro de la historia del pueblo ruso ha tenido una importancia fundamental, especialmente en la formación de una conciencia nacional, y la trascendencia de lo sagrado a través del arte. Andrei Rublev, del que se tienen muy pocas noticias acerca de su vida, es invitado a hacer un trabajo pictórico en la Catedral de la Asunción de Moscú, y hasta que se decide a llevar a cabo el trabajo se produce una especie de disputa interior que acaba derivando en una catarsis espiritual. Los motivos de estas disensiones internas están relacionados con las masacres y conflictos de su tiempo, y del impacto de éstos sobre el alma y la condición humana.
Sin embargo, Stalker y Solaris son, como decíamos anteriormente, las películas más representativas de la producción del director ruso. En el caso de Solaris, desarrollada en un contexto futurista, sirve para plantear un drama existencial al margen de todo efectismo y las habituales distopías que se suelen plasmar en este tipo de cine. Utilizando como trasfondo la novela de Stalislaw Lem, vemos representar un drama existencial en la que los distintos personajes que nutren sus escenas representan una función muy particular:
En primer lugar tenemos al propio planeta Solaris, que se puede considerar como un personaje en sí mismo. Este planeta ha sido destino de numerosas misiones espaciales enviadas desde la Tierra durante las cuales se lo estuvo sometiendo a intensas radiaciones que alteraron las condiciones normales del espacio-tiempo y de la física bajo su atmósfera. Como consecuencia, los ocupantes de la base científica ubicada en dicho planeta se ven sometidos a una serie de extraños acontecimientos que resultan inverosímiles para sus superiores, quienes dirigen las operaciones desde el planeta tierra. Entre estos acontecimientos se registran la materialización de sueños, recuerdos y vivencias de los ocupantes de la base.
En segundo lugar tenemos a Kelvin, el protagonista, un psicólogo enviado para investigar tales sucesos en base a los testimonios de aquellos que han regresado de Solaris. Kelvin se encuentra sometido a una gran tensión emocional, angustiado por sus recuerdos, especialmente el del trágico fallecimiento de su mujer algunos años antes. En Solaris será testigo de la materialización de todos esos recuerdos y vivencias y con ellos revivirá viejos dramas personales. Kelvin representa el triunfo de lo espiritual, de la condición humana en todo su esplendor, vinculado a la memoria y al recuerdo de fuertes lazos, algo que vemos en uno de sus soliloquios:
«Cuando mostramos piedad nos vaciamos (…) Puede ser que el sufrimiento dé a la vida un aire sombrío, lleno de sospechas, pero yo no lo aceptaré. No, no lo haré. ¿Recuerdas a Tolstoi? Sus sufrimientos venían de la imposibilidad de amar a toda la humanidad (…) El amor es un sentimiento que podemos experimentar, pero nunca explicarlo. Poder explicarlo como si fuera un concepto. Amas aquello que puedes perder: a ti mismo, a tu mujer, tu tierra natal. Hasta ahora la tierra y la humanidad eran inaccesibles al amor, ¿me entiendes Snaut? ¡Somos tan pocos! ¡Tan solo varios miles de millones, un puñado! Tal vez solo estemos aquí para sentir por primera vez al ser humano como motivo de amor. Gibarian no murió de miedo, murió de vergüenza. Vergüenza, el sentimiento que salvará a la humanidad.»
En otro de los diálogos con uno de los personajes que se encuentra en la estación de Solaris, Snaut —un anciano descreído con una visión absolutamente nihilista—, también se produce una interesante conversación en la que concurren distintos elementos:
Kelvin: «¿Snaut, por qué estamos siendo torturados de esta manera? En mi opinión hemos perdido nuestro sentido de lo cósmico. Los antepasados lo entendían a la perfección. Ellos nunca habrían preguntado “por qué” o “para qué”. Recuerda el mito de Sísifo. En el océano se han empezado a formar islas. ¿Habiendo pasado tanto tiempo en la estación percibes con claridad tu relación con la vida terrestre?»
Snaut: «Cuando el hombre es feliz el sentido de la vida y de otras preguntas eternas no le interesan. Esas cuestiones deben plantearse al final de la vida de cada uno.»
Kelvin: «Pero desconocemos cuando llega a su fin la vida y por ello lo apresuramos.»
Snaut: «Las personas más felices son las que no se interesaron por esas malditas cuestiones.»
Kelvin: «Preguntar es siempre deseo de conocer. La preservación de las sencillas verdades humanas requiere del misterio; los misterios de la felicidad, de la muerte y del amor. Pensar en ello es lo mismo que conocer el día de tu muerte.»
Este pequeño fragmento expresa la idea de lo Cósmico, de una Unidad Primordial perdida, de un sentido orgánico, de comunión y armonía con el entorno, con la naturaleza, con la existencia y el Cosmos en general. Es la sensación de pérdida de una unidad desgajada que ha dado lugar a individuos desarraigados, sin ese sentido de pertenencia o de formar parte de un todo, que supone estados de alienación, de anomia social o de ausencia de equilibrio interior. Es la sensación que cualquier individuo puede sentir en el mundo moderno, desde la falta de vínculos fuertes o duraderos entre aquellos que le rodean, como la inseguridad y ausencia de certezas que suscita esa situación. De ahí que el hombre moderno sea un hombre desvalido, incapaz de afrontar los grandes retos de la existencia humana, especialmente aquellos que nos remiten al fin, siendo presas, permanentemente, de esa incertidumbre que nuestros ancestros desconocían.
En este sentido la importancia del Espíritu, de la religiosidad y el vínculo del hombre con lo inmaterial aparecen en la película como parte esencial de la condición humana, místicamente encarnada y abocada a un principio de verticalidad que, como consecuencia de los procesos disolutivos de la modernidad, hemos ido perdiendo progresivamente. Por eso el pensamiento tradicionalista le da tanta importancia a los misterios, porque son la clave para preservar el propio sentido sagrado de la existencia. Preservar los misterios supone mantener viva la llama del Espíritu, y bajo sencillas verdades y mitos que reflejan los grandes arquetipos y representaciones de la vida humana, la existencia como tal puede mantenerse en su inocencia primordial al mismo tiempo que acepta la vida y la muerte como parte de ese gran proceso cósmico de nacimiento y renovación del universo.
Es frecuente que en las películas de Andrei Tarkovsky aparezcan personajes contrapuestos que representan polos de la existencia absolutamente antagónicos. Tal es el caso de Stalker, filme en el cual —como en Solaris— aparecen tres personajes principales sumidos en una crisis existencial. Buscan respuestas y certezas frente a un oscuro mundo industrializado, en el que las esperanzas se han visto disueltas por el imparable avance de la deshumanización, de la despersonalización y la cosificación del hombre. Lo vemos desde el comienzo, con el uso del blanco y negro, con los paisajes oscuros y tenebrosos poblados por plantas de producción a gran escala, fábricas con chimeneas humeantes, transmitiéndose una idea de decadencia y degeneración que domina la pantalla. La antítesis de este mundo de muerte y desolación la encontramos en la llamada «Zona», que es donde el color y la vida vuelve a reinar en medio de un paisaje poblado, paradójicamente, de ruinas y escombros, de un mundo que aparece como petrificado en un espacio atemporal.
Stalker oscila entre la idea de la oscuridad y degeneración moral y espiritual y la idea de esperanza y resurgimiento en un equilibrio tenso entre las fuerzas del Espíritu, la religión y la propia magia de la existencia frente aquellas vinculadas al materialismo, a la razón o el ateísmo descreído de algunos de sus personajes:
En primer lugar tenemos a la figura del Stalker que viene a ser una especie de guía espiritual que trata de orientar a los visitantes de la zona evitando toda suerte de trampas metafísicas. «La zona» es su ámbito de acción, el lugar en el cual es capaz de liberarse de las ataduras de la vida convencional y alcanzar un punto de libertad y autoconocimiento. Viene a ser una especie de iluminado, poseedor de una fuerza y voluntad espiritual fuera de lo común, que lejos de pretender acaparar todos los bienes que representa «la zona» desea compartirlos con todos aquellos que desean adentrarse en ellos. Creen en la pureza del espíritu, en los valores nobles y por ese mismo motivo sufre permanentemente al chocar contra la realidad, mucho menos amable y empática en ese sentido.
Luego tenemos a las figuras del escritor y del profesor, que representan polos opuestos al Stalker al tratarse de personajes absolutamente descreídos, incapaces de albergar creencias puras, de alimentar deseos enaltecedores y espiritualmente equilibrados. El profesor se muestra más distante, habla poco y parece alimentar la desconfianza desde su introversión. Siguiendo la línea de un racionalismo frío y calculador sirve a sus intereses particulares, ignorando el riesgo que implica internarse en «la zona» sin atender a sus peligros o al menoscabo de los elementos que la conforman. En su vanidad y pretensiones de acaparar todos los beneficios y fortuna que «la Zona» pueda legarle, lleva una pequeña bomba atómica escondida para usarla y que nadie pueda compartirlos.
En el caso del escritor es igualmente un individualista, que visita la zona desde la perspectiva de conseguir elementos que inspiren su obra. Mantiene un diálogo permanente con el Stalker, se enfrenta a éste, hace uso de una pistola y finalmente cae en la desesperación, en la parte final, en la habitación de los sueños.
Por último tenemos a la verdadera protagonista del largometraje: se trata de «la Zona», un espacio que —como ocurría en Solaris— tiene la capacidad de influir decisivamente sobre sus visitantes provocándoles catársis internas de carácter decisivo. Haciendo uso de una especie de pieza metálica sujeta a un cordón, el Stalker avanza por «la Zona» evitando las trampas metafísicas que le aguardan en cada paso. «La Zona» es la representación de la vida misma, y a la vez supone el trazado de un camino iniciático que conduce a la consecución de los más elevados objetivos. Avanzando entre un denso follaje, a través de campos inmensos, sembrados de tanques herrumbrosos entre las ruinas tomadas por el musgo y entre el incesante goteo del agua —una constante a lo largo de la película—, los personajes nos muestran sus dramas existenciales más profundos. Es un camino iniciático que emprenden las almas descarriadas de sus protagonistas en busca de sí mismos, en un proceso de purificación interior que llevará a situaciones de tensión, enfrentamiento y debates de alto calado espiritual.
Hay un momento en la película en el que el Stalker parece dirigirse a «la Zona» para apelar a la magia y la inocencia de lo Primordial en una especie de proceso de reencantamiento del mundo, de purificación en lo originario, que parece remitirnos al Así habló Zaratustra de Nietzsche en «de las siete transformaciones», donde el Profeta Zaratustra dice que antes de ser león se debe ser niño:
«Deja que todo lo que se ha planeado se vuelva realidad. Déjales creer… Déjales reírse de sus pasiones, porque lo que ellos llaman pasión no es un tipo de energía emocional sino la fricción entre sus almas y el mundo exterior. Y lo que es más importante, déjales creer en ellos mismos. Déjales que permanezcan desvalidos como niños, porque la debilidad es algo grande, mientras que la fuerza no es nada. (…) Cuando nacemos somos débiles y flexibles. Cuando morimos somos duros e insensibles. Cuando un árbol está creciendo es tierno y dócil, pero cuando crece se vuelve seco y duro, entonces muere. La dureza y la fuerza son compañeras de la muerte. El vigor de la existencia se manifiesta a través de lo dócil y lo flexible. Lo que se vuelve duro no puede triunfar».
Cabe destacar una de las escenas en las que el Stalker y sus dos acompañantes hacen un breve descanso durante el que parecen entrar en una fase de letargo. Mientras el profesor y el escritor se enzarzan en una discusión acerca de la utilidad de «la Zona», y preguntan al Stalker sobre la posibilidad de que éste último utilizase la habitación de los sueños —el destino final dentro de «la Zona» que ellos mismos buscan alcanzar—, las voces de los protagonistas acaban apagándose y dejan paso a una secuencia en la que una voz de mujer en off cita pasajes del Apocalipsis:
[12] Y seguí viendo. Cuando abrió el sexto sello, se produjo un violento terremoto; y el sol se puso negro como un paño de crin, y la luna toda como sangre, [13] y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera suelta sus higos verdes al ser sacudida por un viento fuerte; [14] y el cielo fue retirado como un libro que se enrolla, y todos los montes y las islas fueron removidas de sus asientos; [15] y los reyes de la tierra, los magnates, los tribunos, los ricos, los poderosos, y todos, esclavos o libres, se ocultaron en las cuevas y en las peñas de los montes. [16] Y dicen a los montes y las peñas: «caed sobre nosotros» y ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de lo cólera del Cordero. [17] Porque ha llegado el Gran día de su cólera y ¿quién podrá sostenerse?
Al tiempo que se recita este pasaje del Apocalipsis vemos cómo la cámara recorre las amplias áreas inundadas que rodean a los protagonistas, mostrando gran cantidad de objetos perdidos en el fondo del agua, desfigurados por el tiempo, en lo que es una especie de alegoría de la transformación final, de la gran prueba que les aguarda una vez se adentren en la «habitación de los sueños». También parece representar la futilidad y lo inútiles que resultan las ansias humanas, los anhelos materiales o de poder ante la fugacidad de la vida y los designios divinos.
Muchos de estos elementos, que hemos tratado de explicar de forma muy resumida dando pequeñas pinceladas, por la enorme complejidad del tema, los vemos ampliamente desarrollados en Esculpir en el tiempo, cuyo autor es el propio Tarkovsky y donde plasma toda su teoría metacinematógrafica.
A modo de epilogo cabría decir que el cine del director ruso es un caso único en lo que podríamos calificar como un cine antimoderno, tanto por las temáticas que aborda, como otras cuestiones más formales y que sitúan sus producciones más allá de cualquier convencionalismo. Stalker y Solaris son el perfecto ejemplo de cómo plantear las problemáticas espirituales y el tremendo vacío existencial que asola a la humanidad moderna, de la necesidad de revalorizar la condición humana en la primordialidad de sus raíces espirituales y en la necesidad de construir un modelo alternativo a la posmodernidad.