El caballero, la muerte y el diablo
Jean Cau
Editorial: Nuevo Arte Thor
Año: 1986 |
Páginas: 96
ISBN: 84-7327-127-0
Algunos de los que pertenecemos a la generación de la primera mitad de los años 80 todavía mantenemos ciertos vínculos y afinidades espirituales con la idea romántica del héroe, la percepción de haber vivido, aunque de forma algo soterrada, ciertos ecos de antiguos cultos heroicos en los anhelos de nuestra mágica infancia. Es por ello que cuando leemos este breve ensayo que hoy presentamos, El caballero, la muerte y el diablo de Jean Cau (1925-1993), nos sentimos, en cierta manera, sobrecogidos por los planteamientos del heterodoxo y siempre polémico autor francés. Esta obra rebosa de una originalidad que la hace única, a medio camino entre varios estilos, entre el ensayo, la novela y las experiencias biográficas del propio autor, recogidas bajo un estilo de diario personal, logra una continuidad armoniosa pese a esta peculiar fusión que, a priori, podría dar unos resultados erráticos y confusos.
Sin duda nos encontramos ante una obra compacta, bien armada y coherentemente hilvanada en un discurso que toma como base fundamental la conocida obra del cuadro del pintor alemán Alberto Durero (1471-1528) que da título a la propia obra. En el recorrido que nos traza Jean Cau destacan de forma permanente la interacción de tres arquetipos, que son los tres protagonistas, el caballero, la muerte y el diablo. Cada uno de ellos juega un papel claramente diferenciado: el Caballero representa el eje de la obra, el protagonista principal, quien camina indiferente hacia su destino, acompañado por la soledad y el silencio se interna en el bosque sin compañía humana, seguido fielmente por un perro amarillo, y por los otros dos protagonistas; por un lado la Muerte, que trata de impedir el avance del caballero hacia su destino, avisándole de los peligros que le acechan si persiste en su actitud, llevando un simbólico reloj de arena que marca la finitud de sus actos, que se consumen en un tiempo que avanza implacable, y por otro lado tenemos al Diablo, que representa otra fuerza limitativa en la función del caballero, y trata de engañarle mediante su astucia e inteligencia. Ambos caminan junto al caballero que mantiene su indiferencia por ambos, y ahí reside perfectamente el triunfo de su misión.
El protagonista principal, el caballero, representa, como es obvio, el arquetipo tradicional del héroe, cuyo culto y admiración por parte de las multitudes ha estado presente en el devenir de los siglos y en la doble vertiente que señala la pequeña y gran guerra santa, en lo material y contingente, contra el enemigo exterior, pero también con aquel interior, en una especie de trayecto iniciático que debe culminar con la mors triumphalis. Hay varios ejemplos a lo largo del ensayo donde uno de las claves para el caballero es haber vencido los límites biológicos de la existencia y la conquista de la inmortalidad proyectada en las gestas perennes que recordarán las generaciones venideras. El contraste con el hombre de ciudad, con el burgués, con el liberal, y su cobarde pacifismo es evidente, así como una diferente cosmovisión, una weltanschauung irreconciliable con ese moderno que no entiende la vida sino como pura horizontalidad.
Este caballero inmortalizado en el cuadro de Durero es permanentemente interpelado por el autor al tiempo que describe su misión. Profundas reflexiones sobre Europa y Occidente, sobre la misma condición del hombre, se entrelazan con la experiencias de infancia de Jean Cau, en una exaltación de los valores campesinos, todavía incorruptos y presentados como la antítesis de las urbes, donde habitan las multitudes, el prototipo del hombre-masa, el reino de la cantidad donde todo es susceptible de cálculo y medición, un medio vedado para los que todavía creen en la posibilidad de resucitar el espíritu que hizo grande a Europa y cimentó su excelsitud sobre los valores heroicos del caballero que marcha permanentemente sobre un Destino prefijado que no puede ni debe eludir. El caballero que se interna en el bosque, es aquel que trata de encontrar sus orígenes a lo largo de un trayecto de carácter iniciático que busca refundarse o reintegrarse con unos orígenes que se pierden en la noche de los tiempos, y que forjaron al prototipo de hombre europeo heroico y audaz, que busca el peligro de forma instintiva, y que con su entrega y muerte se consagra a una idea de Europa que ahora, en los tiempos presentes solamente podemos apreciar petrificada y muerta, como un objeto de museo, en un mundo moderno que ya no es capaz de producir héroes ni gestas, incapaz del más mínimo sacrificio, consagrada a las banalidades de la vida cotidiana, al ajetreo caótico e inorgánico de la ciudad y sus multitudes anónimas, sin rostro ni alma. En este sentido percibimos desde las primeras páginas un diálogo e interpelación permanente del pasado tradicional, cimentado en esa imagen del caballero-héroe cristiano en el contenido pero bárbaro en las formas, fruto de una síntesis particular en la forja de un ciclo heroico ya marchito con el paso de los siglos.
Este peculiar caballero inmortalizado por Durero representa un pesimismo voluntarista de raíz schopenhaueriano, marcado por la resignación y la asunción del dolor y la muerte en un avance continuo, salpicado por las trazas de un nihilismo positivo y una concepción de la tragedia muy nietzscheana que también nos recuerda al vitalismo fáustico de Spengler, la misma que impulsa al caballero al desafío permanente de la muerte de la que siempre espera salir victorioso. Quizás en la soledad de ese caballero también se reflejan ciertos aspectos biográficos del propio autor, Jean Cau, que experimentó un importante viraje ideológico que le llevó a abandonar las filas de la izquierda militante francesa tras ser secretario personal de Jean Paul Sartre (1947-1953), y que en cierto modo, vio una liberación de los clichés ideológicos de una izquierda que calificaba de aburrida y aburguesada, bajo las directrices de un socialismo que llega a calificar de «asqueroso» y por el que muestra un enorme desprecio. El caballero que se adentra en el bosque, es también el Jean Cau polémico y heterodoxo que rompe con sus propias rémoras ideológicas para adoptar una actitud combativa contra las trincheras de sus antiguos correligionarios.
Pero este caballero no está orientado hacia un sacrificio sin fe, no es el fruto de un acto nihilista sin mayores consecuencias que su propia destrucción, sino que la misma soledad que experimenta en su acción de adentrarse en el bosque es la representación simbólica de una grandeza pasada, de un paraíso perdido frente al cual se alza un presente que se encuentra al borde del abismo, y si ya tenía esa percepción nuestro autor en el momento de la publicación de la obra, no queremos ni imaginarnos que comentarios suscitarían en su lúcida y aguda mente la decadente y degenerada Europa del presente.
De hecho el bosque como figura simbólica es importantísimo a lo largo del relato, y como ya dijimos representa la fuente de la pureza original, la vuelta al verdadero ethos del hombre europeo. Es por ello que representa la voluntad y la fuerza, además de la espontaneidad, que deviene de su carácter simple, de esa pureza originaria, que es irreductible a cualquier intento de racionalización. Aquí vemos otro elemento de contraste respecto al mundo moderno, un hombre de acción, radicado más allá de cualquier subjetividad, frente a cualquier emotividad y elemento debilitante. De esa simplicidad deriva también su carácter reservado, que nos recuerda que lo sagrado transita en el silencio. Este caballero no sueña en prolongar la vida con antibióticos, ni viajar a la luna, nos dice Jean Cau, en unas palabras que son de total actualidad, y delatan la atrofia y degeneración del europeo de nuestros días. El caballero-héroe es el sostén del mundo y de la historia en su sentido trascendente pese a que, paradójicamente, muere frente a una humanidad que, aunque viva, permanece en un estado larvado, en descomposición.
La Europa que nutre los sueños del caballero de Durero es aquella del Medievo, que aparece en su horizonte ideal bajo el prototipo del caballero cristiano, y de una versión combativa vivificada por el espíritu nórdico-pagano medieval, el impulso de las Cruzadas y el ecumene medieval. Es el ideal que pervive frente a una modernidad cosmopolita que no ofrece alternativa entre la degeneración de las democracias liberales del occidente europeo apoyadas en el imperialismo estadounidense ni en el socialismo soviético, ambos engendrados en la misma matriz del igualitarismo. Frente a falsa dicotomía que ocupa la segunda mitad del pasado siglo sólo queda regresar al Bosque:
«Madre, vuelvo a ti, regreso a mis raíces en un sombrío viaje de renacimiento, y oigo, siempre atrás pero siempre presente, redoblar el tambor de los orígenes con el que concuerda otro redoble, que es el de mi sangre».