Estados Unidos ha sido calificada por pensadores de la Tradición como Julius Evola como un pueblo sin raíces, sin una Tradición regular que podamos identificar como propia. Se trata de un país construido a partir de una base heterogénea, de distintos pueblos, etnias y razas procedentes de muy diversos puntos del planeta, si bien es cierto que aquellos que colonizaron y constituyeron como nación moderna ese gran espacio geográfico de la América del Norte fueron de origen anglosajón primero y, posteriormente, de diversas procedencias dentro del continente europeo, tampoco los podemos considerar como los auténticos detentadores legítimos de ese territorio en cuestiones de orden tradicional o espiritual. Tampoco podemos olvidar la existencia de un importante contingente de población de raza negra procedente de África y que llegaron al continente americano para ser empleados en las plantaciones de algodón, fundamentalmente en los actuales estados del sur de Estados Unidos, para el trabajo en régimen de esclavitud, o bien la irrupción de inmigrantes centro y sudamericanos por la frontera del sur, lo que ha configurado a lo largo de los últimos decenios una particular fisonomía de la sociedad norteamericana, donde gentes y pueblos de distintos orígenes y procedencias confluyen en una sociedad que, en términos tradicionales podríamos considerar poco o nada cohesionada al tratarse de un crisol de pueblos.
Está bien claro, y así lo apunta Julius Evola, que si tuviésemos que hablar de una forma de tradición realmente originaria, que expresase el alma de una civilización como la norteamericana ésta sería la de los pieles rojas, pese a que su participación en la formación del espíritu de la civilización norteamericana actual ha sido del todo intrascendente. Como bien sabemos, y atendiendo a una jerarquía de valores, que no racismo de corte biológico, para Evola la raza negra habría sido decisiva en el carácter y la psique del americano, asociada a las razas telúricas y nocturnas y a una determinada morfología de corte luciferino, habrían ejercido una influencia negativa y regresiva en la sociedad estadounidense actual. Esta es la teoría que Julius Evola aduce a tal respecto.
En este contexto, y dejando al margen las consideraciones del pensador romano, nos interesa incidir en la figura de un autor tradicionalista que conoció y vivió en primera persona a los pueblos nativos americanos: se trata del pensador tradicional Frithjof Schuon, de origen suizo y viajero incansable por amplias zonas del norte de África, el próximo y lejano Oriente, fundamentalmente la India, y especialmente Norteamérica, los territorios habitados por las antiguas y prácticamente extintas poblaciones originarias. Schuon nos habla de un parentesco muy estrecho y profundo entre lo que él concibe como las corrientes del «chamanismo hiperbóreo», comprendiendo una extensa área que iría desde Siberia, países mongoles adyacentes y la América del Norte. En concreto se nos cita a una serie de pueblos muy concretos como son el japonés, el mongol y el piel roja, con una serie de analogías profundas en la raíz de muchos mitos, formas de cultura o indumentaria. Hablamos de formas de espiritualidad en un estado de pureza prácticamente originario, donde prevalece un culto a la naturaleza, y con ésta una concepción sagrada y trascendente de toda dimensión de la existencia y el Ser. Todos los elementos de la naturaleza ejercen un papel dentro del gran flujo cósmico. Se nos habla del Gran Espíritu y las Viejas Costumbres en el caso de los pieles rojas, y de las leyes que de éste emanan. El Gran Espíritu encarna la idea de centralidad, el sentido de «tener un centro» del que el gran pensador suizo nos hablaba en su conocida obra, del dharma oriental que impele a los individuos a la realización que el Destino Cósmico les tiene reservado. Las posibilidades espirituales están vinculadas por entero a ese Gran Espíritu, y la progresión ascendente o descendente de cada uno de nosotros depende de éste, del grado de adhesión que tengamos hacia él. Y no solamente estos preceptos nos indican el nivel de rectitud o disciplina interior que estos pueblos profesan, sino que junto a éstos tenemos un denodado desprecio por el lujo y la parquedad de las palabras, un laconismo que limita la comunicación verbal a lo puramente necesario. Otro de los elementos que apunta Frithjof Schuon es la ausencia total de complejidad escatológica y en los contenidos doctrinarios y espirituales que nos remiten al más allá, y esta es una idea compartida entre el shintoismo japonés, las creencias animistas de los pueblos mongoles y aquellas que nos remiten a los pieles rojas.
Hasta el momento hemos hablado de un conjunto de creencias comunes entre los nativos americanos, no solamente de los pieles rojas, de una serie de patrones espirituales que podemos ver en el conjunto, pero sin embargo todavía no hemos mencionado un elemento que goza de especial presencia entre estos pueblos: el chamanismo. El chamanismo viene definido por Frithjof Schuon como un conjunto de tradiciones prehistóricas propias de los pueblos mongoloides y que, por un evidente vínculo étnico y temporal, también se encuentra presente entre los nativos americanos. De modo que vemos el chamanismo como el sustrato o base de muchos pueblos del Asia actual en sus tradiciones y formas de espiritualidad, tal es el caso del Shintô (神道) en Japón o la tradición anterior al budismo en China. Sin embargo, los rastros de esta antiquísima forma de espiritualidad los podemos hallar también en Mongolia, el Tibet o en el caso de la Siberia actual, donde encontramos una relación más directa entre el fenómeno chamánico y la raza amarilla. En muchas ocasiones Julius Evola ha dicho aquello de que no se deben confundir a los pueblos en un estado primitivo y con tradiciones groseras con una especie de eslabón viviente y representante de la tradición primigenia, sino que deberíamos hablar de formas degeneradas y desviadas de esas formas originarias, sin embargo, en este caso podríamos hablar de un sistema de creencias, y de un tipo de espiritualidad que, en su sencillez aparente, detenta formas de pureza originaria y analogías con otras expresiones metafísicas como el propio hinduismo o el budismo, aunque dada la idea de un origen común, de la unidad trascendente de todas las religiones, parafraseando a Schuon, no nos debiera extrañar en absoluto.
El tradicionalista suizo apunta un detalle interesante respecto a la espiritualidad de los pieles rojas, y cita a un chamán, de nombre Vermilion, que dice que «todos los indios de este pueblo conocían a Dios mucho antes de la llegada de los blancos; pero no le preguntamos cosas particulares como hacen los cristianos» y pese a poseer una escatología y una concepción de la vida de ultratumba un tanto simple, ésta subsiste y entiende la existencia tras la extinción en el plano físico. Como se apuntaba con anterioridad el Gran Espíritu, equiparable a una gran matriz universal, un Principio del todo, una noción de lo Absoluto, como podría serlo el Dios cristiano o de cualquier otra fe monoteísta, podría también ser considerado también como el elemento que, junto al culto de los elementos de la naturaleza, podría dar lugar a una forma de panteísmo, del que deriva la idea de la existencia de una sustancia que genera una realidad continua, una sustancia que en la conciencia de los pieles rojas prevalece sobre la esencia, y que prevalece en los hombres hasta coagularse y personificarse en las cosas y seres que pueblan la tierra, y que cristaliza en función de un sujeto humano en cuanto a tótem o ángel guardián. Sin embargo, y pese a las aseveraciones del chamán nativo que citábamos, Schuon no considera que podamos establecer una analogía clara con ninguna de las formas de religiosidad que nos son conocidas, ni con los antiguos cultos precristianos ni las grandes religiones monoteístas, y nuestro autor define más bien un parentesco con las concepciones védicas o extremo-orientales, y la exacerbación de elementos relacionados con la «vida» y la « potencia», principios que nos remiten a la tradición guerrera, khsatriya, entre estos pueblos nómadas.
Los pieles rojas nos resultan demasiado familiares por las películas del género western, en las que a menudo vienen a ser representados por diversos estereotipos, normalmente la mayoría de ellos peyorativos, en uno de los ejercicios típicos y clásicos de la elaboración de una mitología e imaginario propio en la construcción de Estados Unidos como estado y modelo de civilización moderna, estandarte del capitalismo mundial e incluso bajo una condición salvífica, de extensión de unas pretendidas libertades y derechos que, en el caso de los pieles rojas y otros pueblos nativos americanos, les condujo al borde de la destrucción total o los recluyó para siempre en reservas. No obstante, nos centraremos no en la historia y los devenires históricos de este pueblo, sino en el conjunto de sus sistema de creencias y las peculiares formas espirituales que engendraron. Ya hemos mencionado la idea del Gran Espíritu, como expresión de la idea de lo Divino o de centro espiritual que marca la ortodoxia y rectitud de los preceptos morales y espirituales. Otro elemento característico que hallamos en este pueblo es la armonía de lo físico y espiritual, la existencia de un principio de integración de ambos principios, armónicamente ligados, como expresión de la Madre Tierra y el Gran Espíritu, y el hecho de estar sujetos a la tierra para nuestra subsistencia y pervivencia nos convierte automáticamente en sagrados. La conciencia de ser parte de ese ente sagrado de la Tierra también implica aceptar el ser parte de los ciclos naturales de la muerte y el nacimiento, y con el fin de una vida se produce la integración de ésta en el flujo de la conciencia-energía que representa el curso de un río, y con esa muerte no llega el fin, sino que se produce una transformación de la vida, en ese elemento tan recurrente en los pueblos tradicionales, donde la frontera entre la vida y la muerte no se halla tan radicalmente trazada. Vida y muerte conviven bajo ese sentido de transformación continua, donde el flujo de la existencia atraviesa las distintas manifestaciones del Ser y la existencia, que no conoce un único plano, unidimensional, sino que comprende un espectro más amplio y rico. Asimismo tampoco encontramos esa concepción lineal del tiempo tan característica de las sociedades modernas y desacralizadas, donde prevalecen las falsas concepciones positivistas y evolucionistas, sino que el tiempo es esférico o elíptico, con la singularidad de cada tiempo, con su propio ritmo y sentido, inserto en el gran flujo cósmico y sin atender a la lógica del racionalismo y la relación causa-efecto. De modo que el progreso, avance o mejora no es más que una quimera, una ilusión de los modernos. Lo que prevalece al fin y al cabo es la armonía y el equilibrio espiritual, la fidelidad a los principios sagrados del Gran Espíritu y las Viejas Costumbres, que establecen los dictados y preceptos morales de la Comunidad.
Uno de los aspectos más característicos de los pueblos nativos norteamericanos lo vemos reflejado en el canto, como una forma de expresión humana superior a la palabra, especialmente en su sentido discursivo, y que es capaz de generar un ambiente o atmósfera de consciencia colectiva unificada. El canto es una expresión de lo sagrado y es objeto de una ceremonia de especial importancia entre estos pueblos. La ceremonia de los cantos es la forma a través de la cual se aprende, se adquieren conocimientos y se crece individualmente y como grupo, cohesionando a la tribu, fortaleciendo su conciencia y generando un vínculo creativo a través de un lenguaje, de unos mitos y una cultura determinada. La importancia del mito y un determinado tipo de mentalidad o conciencia mágica que en los modernos y occidentales se ha perdido por completo, y todas las estructuras innatas en ese sentido, las que todavía posee el niño incontaminado y en la pureza de los orígenes.