Según la tradición hindú, la existencia de los seres humanos en el mundo no obedece a casualidades, no es el azar el que permite que unos se desarrollen de una manera mientras los otros lo hacen de forma distinta. Todo nacimiento en la dimensión humana, material y del mundo manifestado se atiene a unas condiciones previas en su formación y posterior existencia.
En la sociedad tradicional de los Vedas el sistema de castas no definía tanto un sistema social sino más bien una forma de ser y actuar en el mundo. Esta situación implicaba que el nacimiento en una u otra casta no tenía una importancia menor: definía aptitudes y formas de estar y desarrollarse en el mundo, atribuía unas funciones concretas a cada persona y establecía unos límites o condicionantes en el curso de la vida. Las condiciones del devenir biológico y existencial de cada persona obedecen así a condiciones preexistentes, y al mismo tiempo éstas condicionan también su espíritu.
En este sentido el orden de castas es un sistema dado donde predomina el principio de objetividad, y ello supone que ningún factor humano decide cuál es el lugar que ocupan los seres en su estructuración sino que ésta se debe a condiciones objetivas y cósmicas donde no caben objeciones ni debates de ningún tipo. Algunas personas podrán pensar que la sociedad de castas era un orden opresivo, asfixiante y liberticida, especialmente si aplica la visión moderna y profana del término, pero nada más lejos de la realidad. La desigualdad natural de los seres es uno de los principios esenciales que rigen el universo y le dan sentido a través de sucesivas gradaciones.
Dentro del orden jerárquico-tradicional aquellos que se encontraban en la parte más baja de la pirámide social no se sentían agraviados por su situación, y no la percibían como desgraciada ni como objeto de explotación. Cada persona aceptaba su lugar dentro del cuerpo social, en el cual existía una seguridad absoluta que fijaba unas condiciones de vida acordes con la naturaleza o dharma de cada uno de ellos.
En la actualidad, con unas sociedades donde todo principio de homogeneidad y organicidad ha sido sacrificado a la libertad anárquica y atomizada de una multitud sin rostro –una masa de hombres y mujeres que viven el aquí y ahora sin ser conscientes de la complejidad y profundidad de la existencia humana considerada desde la ortodoxia tradicional–, ser libre consiste en ser un consumidor compulsivo, abandonar todo sentimiento, idea o vínculo de arraigo y actuar en función de intereses y apetencias puramente individuales. Al mismo tiempo la vana pretensión de igualarnos a todos va en contra de las dignidades particulares y las vocaciones espirituales que, siendo naturalmente desiguales, determinan nuestra estabilidad y correcto desarrollo dentro del conjunto.