El hombre moderno cree que puede escrutar la realidad con su ciencia, su tecnología y su, pretendidamente, rigurosa metodología experimental. No vamos a negar los avances materiales de los últimos siglos, ni a desmentir la mejora de las condiciones generales de la vida sobre un plano exclusivamente material. Quizás algunos piensen que la llamada «humanidad», concepto abstracto e impersonal, se encuentra ubicada en un plano ascendente y de continuo progreso que le llevará hacia cotas de existencia jamás imaginadas, de hecho existe una corriente conocida como transhumanismo que parte de estas mismas premisas.
Sin embargo, y dentro del ámbito de las creencias más profundas y arraigadas del ser humano, hallamos el sentido atávico de lo sagrado y lo espiritual como una línea que, aquejada por la misma discontinuidad del acontecer errático de la historia humana, llega prácticamente a nuestros días. Hablar de lo sagrado en los tiempos presentes quizás no tenga tanto sentido como hacerlo en la Hélade que nos narran los poemas homéricos, pero el sentido de lo sagrado y su experiencia en el contexto de las sociedades humanas es una realidad que difiere radicalmente de nuestras formas de existencia en el presente. La experiencia de lo sacro conoce muchas vías y caminos para aparecer ante nosotros, y algunas aparecen insospechadas ante la ausencia de afinidad o sensibilidad hacia una realidad que nos trasciende. El símbolo, como medio fundamental de expresión de lo sagrado, es el que nos permite ser partícipes de una realidad suprasensible que, lejos de ser una fábula o producto de la fantasía de las miles de mitologías presentes en los pueblos de la más remota antigüedad, son expresión viva y experiencia real de algo que nos transforma y nos hace partícipes de la realidad circundante, del propio orden Cósmico. Se trata del fenómeno conocido como hierofanía, o expresión de lo sagrado con toda su potencia transformadora.
La participación en esta dimensión de la existencia tiene implicaciones directas tanto a nivel particular como colectivo, tanto de la persona como de la Comunidad orgánica y Tradicional en la que el hombre de la Tradición se encontraba inserto. Su participación en lo sagrado, y la permanente renovación de su sentido revelador, de su potencia vivificante se encuentra presente en cada una de sus acciones, determina la eficacia de éstas y la propia perennidad de sus construcciones. No en vano, el poder de permanencia y perpetuación de muchas estructuras mentales, psicológicas, espirituales o incluso materiales de tiempos pretéritos, pre-modernos, nos han llegado a nuestros días. ¿Nos recordarán a nosotros las generaciones venideras cuando todos nuestros actos caen en la intrascendencia y la vanidad?¿Qué futuro aguarda a la civilización moderna que vive bajo la experiencia profana, bajo el mero acontecer desacralizado y las conductas más nihilistas y autodestructivas? Lo perenne, inmutable y eterno no conoce otro espacio que aquel que nos remite a lo sagrado.