A lo largo de toda la contemporaneidad, y como una especie de impronta específica del liberalismo, los conceptos «izquierda» y «derecha» se han convertido en los dominantes en toda dimensión de lo político considerado en el contexto de las democracias de libre mercado. Podríamos decir que conforman el eje político hegemónico de la modernidad, y desde la Revolución Francesa el pensamiento político occidental se ha estructurado en este sentido. Concretamente, el origen de tal terminología nos remite directamente a los debates de la Asamblea Nacional francesa en 1789. Aquellos que defendían el veto real, las posturas anejas a la monarquía y cierto respeto por el orden tradicional se sentaban a la derecha del presidente de la Asamblea; mientras que quienes impulsaban la soberanía popular, la ruptura revolucionaria con el Antiguo Régimen y una «igualdad política» lo hacían a la izquierda. Se trataba de una distinción contingente y puramente circunstancial, sin ninguna otra connotación asociada a un hipotético simbolismo espacial.
A partir de este momento la diferenciación entre ambas vertientes fue adquiriendo un contenido doctrinal e ideológico que es la que prevalece, al menos a nivel de esquema mental, entre el ciudadano demócrata estándar: la izquierda pasó a considerarse con una dinámica de ruptura con el orden establecido, como sinónimo de progreso e igualdad, de la emancipación y transformación consciente de un orden social. La derecha, por su parte, representaría el mantenimiento del orden heredado, la autoridad, la continuidad histórica y el escepticismo frente a las abstracciones igualitarias. En torno a estas premisas se ha generado una dialéctica entre una izquierda que representa movimiento y devenir frente a una derecha que frena esta tendencia.

En la imagen vemos una escena que representa el llamado «Juramento de Pelota», uno de los episodios fundacionales de la Revolución Francesa, un 20 de junio de 1789. Es un hecho que marca la configuración política del mundo moderno, que pasa a depender de una concepción voluntarista, contractual y abstracta, de aquí nace también el mundo de las ideologías.
Lejos de estas lecturas superficiales, meramente tácticas en muchas ocasiones, subyace una dimensión más profunda, y que, está claro, va más allá de los puntos medios, en la moderación o de la idea de una transversalidad. Como siempre hacemos en estas lides, lo importante es ir a la raíz ontológica y genealógica del fenómeno, o incluso podríamos decir, fusionando ambos términos en un ejercicio de equilibrio lingüístico, «ontogenealógica», que nos permita identificar el dispositivo ideológico que se encuentra en la base del pretendido antagonismo y la lógica interna de su doctrina y el credo político que dicen defender.
Una falsa oposición
La idea o tesis central que podríamos expresar como punto de partida es que tanto izquierda como derecha, como distinción clásica del pensamiento político moderno, carece de un contenido específico real y en los tiempos posmodernos actuales actúa como una forma de neutralización del pensamiento. En otras palabras, una ilusión, un instrumento ideológico al servicio del sistema dominante. Si se dio esa distinción, que no negamos que en su momento estuviera asociada a contenidos sustantivos, con su propia evolución histórica bajo los términos izquierda/derecha, lo cierto es que en nuestros días, y desde hace algunas décadas, funciona como un mecanismo de control del poder al servicio de su relato, de su narrativa. La derecha representa los postulados ideológicos y doctrinales del liberalismo económico, mientras que la izquierda ha interiorizado los dogmas del individualismo antropológico. Ambas facciones comparten una misma fe en el progreso, en el crecimiento económico y en los derechos humanos como religión secular y en la globalización como destino. Ambas son plenamente funcionales al mismo orden mundial de raíz liberal. La llamada derecha defiende el mercado como una suerte de fuerza omnisciente con sus propias leyes, frente a una idea de tradición y comunidad que si bien antaño podía reivindicar, está dispuesta a destruir y sacrificar en nombre del capital apátrida y transnacional. Por su parte, la izquierda dice defender la igualdad y los derechos, concretamente los que corresponden a lobbies institucionalizados relacionados con las ideologías de género y la «inmigración», frente a los pueblos autóctonos de trabajadores europeos, a los que si algún día defendió, es evidente que ya no lo hace en absoluto. Paralelamente destruyen toda forma y arraigo en nombre del individuo abstracto. Ambos, izquierda y derecha, son el producto y la expresión de la modernidad ilustrada, aunque con énfasis diferentes, de la misma lógica desnaturalizadora que ha vaciado el sentido de los grandes principios en los que algún día pudo articularse el discurso político.
Metapolítica, Tradición y Modernidad
Antología de artículos evolianos
Julius Evola
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2020 |
Páginas: 370
ISBN: 979-8572407778
Ya no se trata solamente de vertebrar una opción política que trascienda el esquema binario izquierda vs derecha, para pensar lo político desde otra perspectiva. Tampoco se trata de aplicar una visión reformista, sino que se hace necesario operar una verdadera inversión del campo conceptual, una reactivación del pensamiento político desde coordenadas olvidadas, excluidas o consideradas malditas por el pensamiento dominante. En este terreno hay un concepto clave, que podríamos identificar con la metapolítica. Solo la metapolítica podría articular un pensamiento capaz de actuar de manera prospectiva sobre los presupuestos antropológicos, ontológicos y culturales de la política, mucho más allá de cualquier forma de chantaje moral tan característica del pensamiento «derecho-humanista», de la domesticación mediática y de las falsas alternativas que representan las oligarquías de partidos de cualquier democracia liberal «occidental». Es una invitación a repensar la política desde los fundamentos, desde la idea del hombre, de la comunidad, de la libertad, de la autoridad, del tiempo, de la historia o del destino. Se trata de una traslación de lo inmanente a lo trascendente, de lo contingente a lo esencial, a la raíz primigenia de lo que sirve de base a la existencia de la comunidad, de su piedra angular.

La memoria del electorado es frágil, presa fácil de esquematismos, eslóganes y relatos ajenos a toda realidad.
Es una cuestión que va mucho más allá de una hibridación de izquierda y derecha, de cualquier formulación ecléctica, porque no puede haber convergencia entre dos opciones que representan errores simétricos y equivalentes, no se trata de una «administración de lo público», o de posicionamientos respecto a cuestiones contingentes, puramente circunstanciales. Lo importante es la visión del mundo, la concepción antropológica y de la propia vida. El votante medio, acostumbrado a ser requerido cada cuatro años para introducir un sobre en una urna, casi siempre guiado por un pensamiento esquemático y simplificador, se encuentra privado de esta dimensión. No es capaz de concebir la política más allá de los programas electorales, de la vacuidad y banalidad de los discursos parlamentarios o las disquisiciones generadas por los mass media, por los «creadores de opinión pública».
Por este motivo es necesario desarrollar una propuesta afirmativa de la reconstrucción del pensamiento político. Es necesaria una llamada a un nuevo tipo humano, al desarrollo de toda una gramática conceptual capaz de servir de sostén para un combate cultural y metapolítico frente al dominio del gran capital que reduce lo humano a mercancía, que priva al individuo de sus vínculos de sangre y tradición más arraigados, de la idea de progreso lineal, del Estado considerado como un ente instrumental al servicio de intereses privados (lobbies, élites plutocráticas, organizaciones pantalla del globalismo etc) o reducido a un ente administrativo, y sobre todo, al servicio del pensamiento débil y con éste en la caída en lo infrahumano.

El rey Felipe VI con el pin de la Agenda 2030 en la solapa, demostrando la consabida connivencia de las autoridades con el siniestro proyecto poshumanista y global propuesto desde Davos.
Pero en este combate metapolítico no bastan las buenas intenciones, ni las abstracciones intelectuales que el enemigo de los pueblos infunde como un veneno mortífero a través del liberalismo y su pensamiento único, sino que repensar el mundo de las raíces y no desde sus síntomas y la mera crítica, exige una voluntad real de crear comunidad orgánica, de articular una verdadera aristocracia del espíritu. Este pensamiento necesita asirse sobre anclajes seguros y firmes para edificarse desde un principio de verticalidad, para desarrollarse sobre un doble reverso metapolítico/metafísico.
Una función sistémica: control y neutralización
Como ya se puede deducir de todo lo apuntado hasta el momento, la oposición entre izquierda y derecha se convierte en un mecanismo funcional al sistema liberal. Lejos de representar la existencia de una auténtica pluralidad, esta polaridad permite canalizar las tensiones sociales dentro de un marco controlado. Las disputas entre izquierda y derecha, que podemos encontrar en redes sociales, mass media y a nivel particular, entre la gente corriente, se convierten en una válvula de escape que impide que el cuestionamiento alcance los fundamentos primarios sobre los que se edifica el sistema, su antropología, su lógica económica o su visión del mundo en definitiva.
Los debates estériles y banales entre partidos en sede parlamentaria, las campañas electorales u otras pretendidas disputas dentro del ámbito partitocrático, pueden aparentar la existencia de una intensidad aparente, pero sin que nada esencial cambie. Es lo que autores como Alain de Benoist denomina «sociedad del consenso por disenso», donde el desacuerdo está programado para no alterar el núcleo real del poder. Se trata de una oposición simulada que trata de ocultar la existencia de convergencias estructurales, en las premisas fundamentales del sistema moderno liberal: individualismo, progreso, crecimiento, racionalismo, secularización y desarraigo.
A lo largo de los siglos XIX y XX esta falsa dicotomía, izquierda vs derecha, ha ido perdiendo progresivamente su contenido sustantivo. Si en un momento pudo darse una identificación entre una derecha de orden y «tradición» frente a una izquierda de cambio y emancipación, esa lógica terminó de implosionar. La derecha ha tomado partido sin pudor alguno por el capitalismo, mientras que la izquierda se ha convertido funcional igualmente a este último convirtiéndose en el vector del aparato ideológico de ese capitalismo y sus políticas salvajes de mercado, del identitarismo individualista y de los «derechos» como nuevo fetiche.
La izquierda contra el Pueblo
Desmontando a la izquierda sistémica
Carlos X. Blanco
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2024 |
Páginas: 102
ISBN: 978-1-961928-08-4
Otro fenómeno, que ya vemos denunciar en autores como Carl Schmitt, es el de la política fagocitada por la economía, y tanto izquierda como derecha han terminado gestionando la misma estructura tecnocrática del mundo global. Los conservadores ya no conservan nada, aunque tampoco hay nada que conservar, mientras los progresistas no proponen ningún tipo de progreso más allá del abismo de las ingenierías sociales anejas al sistema. Lo que tenemos en realidad es una gran coalición que tras las ficciones de los pretendidos antagonismos se encuentran al servicio de una sociedad inorgánica de consumo sometida a la tiranía del mercado, bajo un nihilismo normativo y un cosmopolitismo que promueve el desarraigo y la liquidación de todo principio de comunidad orgánica.
No se trata de un diagnóstico teórico, sino que lo vemos a través del apoyo activo y consciente de la izquierda en relación a las «guerras humanitarias», la «inmigración» masiva y planificada, la ideología de género y, en definitiva, el pensamiento débil. La derecha defiende recortes sociales, el liberalismo del éxito, las falsas jerarquías del dinero y el individualismo meritocrático. Ambas pretenden liquidar todo sentido comunitario, el vínculo profundo con la tierra y la sangre, la dimensión trascendente de la existencia, así como proponen formas de nihilismo institucionalizadas.
Benoni
El poder del dinero
Knut Hamsun
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2024 |
Páginas: 256
ISBN: 978-1-961928-15-2
Izquierda y derecha también comprenden una dimensión muy importante en esta labor de control y neutralización, que consiste en estigmatizar, excluir y prohibir todo pensamiento que trate de sortear esta falsa dicotomía. Cualquier discurso que no se acomode a estas categorías será catalogado inmediatamente de «ultra», «extremista», «populista», «fascista», «reaccionario» o «antisistema». No se permite ninguna forma de discrepancia o disidencia real, que en lugar de rebatirse es directamente patologizada. Es una dicotomía que en realidad expresa un instrumento de poder, que es el que decide lo que es legítimo pensar y lo que no lo es. No es posible escapar a ese marco, no hay una «tercera vía» o simplemente una alternativa capaz de contener y expresar una visión de la política real. Porque al fin y al cabo, el encuadre de la política entre izquierdas y derechas solo refleja el carácter ilusorio y manipulador.

«1984» cada vez está más cerca, especialmente tras las pretensiones de digitalización financiera propuestas por la UE y su oligarquía globalista.
El liberalismo: cáncer de los pueblos
Lo fundamental es superar esta dicotomía, en el sentido de ejercer una libertad intelectual frente a todas las formas de condicionamiento simbólico que estas categorías nos imponen. Se exige una inversión radical del horizonte político moderno sustentada en una nueva antropología, en una nueva cultura política y asimismo de una superación del liberalismo, que es el verdadero cáncer de la modernidad. Y no hablamos de superar la «derecha conservadora» ni la «izquierda progresista», sino el liberalismo como paradigma antropológico, como orden moral y civilizatorio. Más allá de sus variantes, expresa una idea fundamental: el individuo autónomo, desarraigado, dotado de derechos ilimitados anteriores y superiores a cualquier forma de comunidad. Esta matriz antropológica que define al liberalismo, tomando como núcleo al individuo soberano, ha destruido los vínculos tradicionales que daban sentido a la existencia humana (la comunidad, la familia, el territorio, la cultura, la herencia o lo sagrado). Han «liberado» al individuo de todo lo que lo condiciona para entregarlo al mercado, al Estado o al anonimato global.
El individuo sin vínculos, el sujeto portador de derechos ilimitados, abstractos, pero sin deberes, caprichoso, mediatizado por la banalidad de ridículas identidades subjetivas que revierten categorías biológicas y conducen a un infantilismo crónico, el consumidor de bienes que no siente ninguna conexión con el pasado, presente o futuro, el ciudadano del mundo que es extraño a su propia tierra y el legado de sus ancestros.
Izquierda y derecha han reducido la vida social a categorías económicas, negando cualquier concepción elevada de la política para convertirla en una mera administración de recursos, en la gestión tecnocrática del capital y el deseo, que impersonaliza los propios mecanismos del poder, que pueden ser reducidos, con la era de la tecnología y la deshumanización, a los automatismos de un algoritmo. De tal forma que el sistema no propone ideales, formas de vida o la forja de destinos comunes. Ya no ofrece ni tan siquiera crecimiento o prosperidad económica, como hace algunas décadas, sino que ya nos hablan abiertamente de «decrecimiento», de desmantelar la industria, de destruir la práctica agraria y ganadera en nombre de una agenda climática, tras la cual se oculta el empobrecimiento general y la tiranía más abyecta. No obstante, la política se reduce a las oscilaciones del PIB, al crecimiento de la deuda pública o a las libertades formales a través del derecho positivo. El resultado de todo este agónico proceso lo vemos reflejado en una despolitización profunda de la vida humana, con la política reducida a economía, a un vaciamiento de lo simbólico y lo trágico, a una sumisión generalizada al consenso mercantil.
Frente al nihilismo que impone el economicismo debemos recuperar la política como visión integral del mundo, como expresión de la cultura, del ethos, de todas las formas de vida comunitarias, que solamente se puede lograr desde una fractura radical con el actual modelo antropológico, y adoptar una nueva y antigua, al mismo tiempo, antropología del arraigo, que nos permita comprender lo humano en toda su dimensión, y en lugar de pensar al hombre como un átomo flotante en un espacio vacío, ubicarlo en ese espacio simbólico, encarnarlo en una historia, una lengua, una tierra, una cultura y una estirpe. La libertad no se concreta sino en el derecho de pertenencia, en la herencia y en ese arraigo que ata al hombre a un espacio particular, donde no existen «ciudadanos del mundo».
La modernidad ha querido «liberar» al hombre de todo lo que lo define y lo dota de sentido bajo la percepción de que todo ello no eran sino cadenas, una forma de esclavitud. El resultado lo vemos en nuestros días en una Europa depauperada en sus vínculos orgánicos, sin futuro, de espaldas a todos los ciclos heroicos y trascendentes que construyeron su grandeza, e incluso sin capacidad para regenerarse, para proyectarse en un futuro inmediato. Es la expresión máxima de un nihilismo que nos aboca a la destrucción total, al renunciar a una comunidad de destino y a la transmisión de un legado. De modo que la identidad, la cultura, la frontera, la memoria o la autoridad deben erigirse como instrumentos capaces de articular y rehacer el mundo desde una ontología concreta del ser humano, que nos remite inevitablemente al mundo de la Tradición.

La ONU es la expresión del orden liberal globalizado, que internacionaliza y moraliza los «inmortales principios de 1789» a través de la ideología de los derechos humanos, planteada como una evolución de la concebida durante la Revolución Francesa. Inaugura un nuevo tipo de legitimidad política basada en abstracciones universales y define formas de legitimidad en función de una norma moral, de origen liberal, que deslegitima todo derecho natural, evolución histórica o particularismo.
En oposición tenemos el universalismo abstracto que pretende borrar las diferencias culturales, étnicas y espirituales en nombre de una humanidad homogénea. Se trata de un universalismo desfigurador, heredero de la nefasta Ilustración, que representa la negación de toda herencia en nombre de una igualdad vacía e impostada. Frente a este modelo es necesario proponer una política de la diferenciación, un orden mundial basado en la coexistencia de civilizaciones, de grandes bloques geopolíticos, si se quiere ver así, que partan del reconocimiento de un pluralismo ontológico de las culturas, que permita a cada pueblo vivir en función de su forma, según su ley interior, de sus propias tradiciones y la idiosincrasia de sus pueblos. Y en este sentido, el eurasianismo que propone, por ejemplo, Aleksandr Duguin resulta muy clarificador. La civilización moderna del Occidente americanizado y su democracia liberal no es la medida de todas las cosas, y mucho menos puede erigirse como norma universal. La multipolaridad es un complemento necesario para preservar la autonomía de los pueblos, y que éstos se vean subsumidos en el caos que propone el globalismo liberal. Y este liberalismo homogeneizador, que liquida toda diferencia y pluralismo interno es la matriz de la que nacen la izquierda y la derecha modernas.
Proyecto Eurasia
Teoría y Praxis
Aleksandr G. Duguin
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2016 |
Páginas: 220
ISBN: 978-1535073561
Se impone una crítica radical al globalismo como última expresión de la hidra liberal en el último estadio de la historia contemporánea. Combina la homogeneización cultural con la hegemonía económica y el control estratégico-militar bajo una retórica de derechos humanos, democracia y libre mercado. Una forma de tiranía encabezada por Estados Unidos y sostenido por redes financieras, tecnológicas y militares con multitud de tentáculos bien imbricados en en organizaciones transnacionales, grupos elitistas de poder o redes financieras, tecnológicas o militares. Bajo un falso relato, amplificado desde el control absoluto de los mass media, ha sido capaz de establecer una construcción ideológica al servicio del sistema, una forma de legitimar una civilización concreta (el Occidente anglosionista) como si fuera la forma natural del mundo.
El globalismo y la restauración del cosmos
Daniel Branco
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2023 |
Páginas: 188
ISBN: 978-1-961928-05-3
Las consecuencias de este orden han sido una mundialización forzada de un modelo cultural único, que arrasa con las particularidades, que destruye las soberanías nacionales y reducen al hombre al desarraigo y lo transforman en un objeto al servicio de organismos supranacionales sin rostro.
Después del virus
El renacimiento de un mundo multipolar
Boris Nad
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2022 |
Páginas: 380
ISBN: 979-8362187439
La metapolítica como combate cultural
Hay que entender que la verdadera lucha por el poder no se libra en las urnas, en los parlamentos ni en los gobiernos, que al fin y al cabo no deja de ser un simulacro, un rito vacío tras el cual se legitima el poder establecido. Lo fundamental se encuentra en el terreno de las ideas, del lenguaje y de la visión del mundo. lo que hace necesario liberar el actual pensamiento político de todos los marcos que lo asfixian y preparar las condiciones simbólicas para una transformación profunda que trascienda las concepciones de lo político en la actualidad.
Es en este terreno donde entra en juego la metapolítica, que no es precisamente un pensamiento «apolítico» ni un refugio estético para los intelectuales desencantados. Muy al contrario, la metapolítica es la forma más elevada y exigente de concebir la política, ya que nos remite a las condiciones que la hacen posible. Se trata de una labor que depende de una mayor escala temporal, y que no se aviene a las contingencias del momento, sino que es una estrategia de transformación de las mentalidades y percepciones, que se dirige directamente al marco cognitivo que permiten un modelo de orden u otro. Por ese motivo, más que disputar el poder lo importante es combatir por el sentido que entraña el mismo, lo cual significa entrar en la batalla cultural, algo que en Hipérbola Janus siempre hemos considerado fundamental, y nos referimos al combate con los significados, por los valores, por los símbolos y las palabras, y en definitiva, por la propia hegemonía. Con lo cual cuando hablamos de metapolítica debemos entender también una forma elevada de batalla cultural, en la que no se trata tanto de «convencer» como de transformar el campo de lo pensable.
Como decimos, el cambio cultural exige tiempo, profundidad y visión estratégica. Es una actitud que entra en contraste con la obsesión moderna por el éxito y el impacto inmediato, por la visibilidad constante bajo el formato publicitario que muchas veces envuelve las estrategias de las oligarquías políticas de las democracias liberales. Un buen ejemplo de ello en el decadente Régimen del 78 lo viene representando la aparición de las marcas blancas de los principales partidos, PSOE y PP, con la rápida emergencia de Podemos y VOX, cuya irrupción en política generó rápidamente una segmentación del electorado y la reorientación de millones de votos. Pretendidas «alternativas» que vienen a legitimar el estado de cosas vigentes con una retórica diferente pero con un fondo común a las políticas existentes. Con la lucha metapolítica se impone una labor de sedimentación cultural, un trabajo «gramatical» que modifique las estructuras profundas del discurso dominante. Hoy día nadie podría entender un discurso que nos remitiera a las raíces profundas, que propusiera articular un sistema político donde imperara el principio de subsidiariedad, o la proposición de una comunidad orgánica homogénea. Hasta hace 50 años este discurso sí era comprensible, e incluso formaba parte de un horizonte político deseable. La política no debe buscar ni el reconocimiento ni la popularidad, no debe alimentarse de imágenes, de simulacros, sino que debe crear condiciones, que cuando llegue el momento, tras una crisis o una oportunidad histórica, que puede venir con el fin de un ciclo, permitan aplicar un pensamiento preparado para el relevo.
En este contexto es especialmente importante la formación de núcleos metapolíticos y culturales autónomos. La existencia de editoriales, revistas, círculos de estudio, canales alternativos y en general todas aquellas acciones que desde diferentes terrenos y enfoques rompan con la hegemonía liberal y sean capaces de imponer poco a poco su imaginario, por pequeño que sea, hasta encarnar una forma de resistencia.

Quien pierde sus orígenes pierde su identidad.
El papel del intelectual adquiere una dimensión diferente, ya no se trata de quien asesora al poder ni del académico encerrado en su estudio, y muchísimo menos del tertuliano de la telebasura a sueldo del sistema. El tipo de intelectual que se impone es un guerrero simbólico, un artesano de ideas que combate y crea nuevas formas en un mundo devastado, desde la fidelidad a una cosmovisión y una visión del mundo. Su deber es incomodar y enfrentar al sistema marcando su distancia en relación a éste. La cultura y las ideas son una forma de combate destinada a transformar interiormente al individuo, a crear un nuevo tipo humano capaz de sustraerse al dominio tiránico del liberalismo y sus formas, en la construcción paciente de un pensamiento vivo y arraigado en la Tradición.
Por eso es tan importante combatir, como si se tratara de una pequeña guerra santa, la desidia y el sentido acomodaticio de la vida, y otorgar una importancia clave a organizarse, formar, transmitir, publicar y pensar, a crear, en definitiva, espacios de resistencia. Recuperar el sentido comunitario de la vida, unirte a quienes comparten un mismo anhelo, recuperar el lenguaje, reinventar las palabras, destruir el relato, tomar contacto con la vida en sus realidades concretas etc. Hay que reapropiarse de lo que nos ha sido robado: de la historia, de la memoria y de la belleza, que como decía Fiodor Dostoievski, «salvará al mundo», en lo que es una toma de posición moral y metafísica profunda, porque al fin y al cabo la belleza es inseparable del Bien y la Verdad. Porque ningún orden externo salvará al hombre si no se da una transformación interna de sí mismo.

El pensamiento metapolítico exige ir a contracorriente, ser radical y con una perspectiva transtemporal que sea capaz de ligar el pasado con el presente, proyectándose hacia el futuro, y a su vez con lo eterno.





