Suena el timbre. Los pasos de decenas de personas se apresuran subiendo por las escaleras. El repiqueteo de los tacones de aguja y los destellos del charol se entremezclan con el perfume que inunda el ambiente. Todos han elegido sus mejores galas para asistir al concierto que tendrá lugar esa noche.
Se trata de una joven artista que pese a su temprana edad –tiene poco más de 20 años– ya ha recorrido las salas de concierto más exclusivas de medio mundo. Ha estudiado en Londres, donde reside en la actualidad, y ha sobresalido entre el resto de sus compañeros por su maestría con el violín. Sin embargo, una carrera tan brillante como la suya no parece impresionar al público que, ya con menos decoro del que mostraban en el vestíbulo, procede a tomar asiento.
Comienza la primera parte, basada en dos piezas… que no dejarán a nadie indiferente. La primera de ellas, Sequenza VIII para violín (1975) del compositor italiano Luciano Berio, uno de los pioneros de la música electrónica.
Según avanza la interpretación de la Sequenza, entre el público se extiende un sentimiento que oscila entre la incredulidad, la estupefacción y el deseo irrefrenable de estallar en carcajadas. Todos los oyentes, bien sea por respeto a la violinista o por evitar ser etiquetados de ignorantes, fuerzan una expresión rígida como el acero intentando así mantener la compostura. Son quince minutos que parecen mil.
Cuando el aplauso programado avisa a los espectadores de que la pieza ha concluido, un suspiro de alivio se deja sentir en el auditorio. Un suspiro que también deja entrever la esperanza de que la siguiente pieza sea más digerible para oídos profanos… ¡Qué ilusos!
El compositor húngaro Béla Bartók es el elegido para la segunda pieza de la noche: Sonata para violín y piano nº 1, Sz. 75 (1921) [Parte I: Allegro Apassionato, Parte II: Adagio, Parte III: Allegro]. Una pieza de los años 20 del siglo pasado, la cual, muy acorde a modas como el cubismo picassiano y otras aberraciones pseudo-artísticas, consigue sacar de quicio, agobiar y faltar el respeto al respetable. Y no se trata de una opinión subjetiva de quien estas líneas escribe: los comentarios que el público intercambiaba durante el descanso, tras más de tres cuartos de hora de tortura auditiva confirman lo dicho.
Habrá quien acuse a este público de ignorante, de insensible o de desaprensivo. Es cierto: no han sabido comprender las obras… Pero es que esas obras no son para ese tipo de público. Aquí no se pone en duda la pericia o la maestría de las intérpretes. De hecho, todo el mundo estaba convencido de la dificultad técnica que supone reproducirlas.
Obras de ese estilo, ya sean musicales, pictóricas, escultóricas, cinematográficas o teatrales son bastante comunes entre los artistas que la crítica moderna tiende a calificar como «Genios». Obras desafiantes, dispuestas a romper los paradigmas tradicionales del arte… Obras que están centradas en el disfrute del artista y no en el disfrute del receptor, porque esa es la exigencia del arte moderno frente al tradicional. ¡¡O tú, simple mortal, te pones en la piel del genio para entender su arte o prepárate a recibir un escupitajo por ignorante!!
Por suerte para todos, tras el descanso, el concierto terminó con una sonata para violín y piano de Beethoven: un simple idiota que componía música más comercial apta para paletos…