En tiempos pre-modernos, antes del advenimiento de la sociedad de masas y todos sus recursos mediáticos y publicitarios, en lo que es un hecho relativamente reciente, el concepto de famoso o celebridad tenía un significado y una valoración completamente diferente a la que actualmente se le otorga. Tal es así que, a día de hoy este concepto ha adquirido un significado popular, que puede atribuirse a casi cualquiera por una gran variedad de motivos, todos ellos vulgares y profanos hasta límites insospechados.
El reconocimiento que a alguien como celebridad se le debe, por haber conseguido logros o hazañas dignas de mención, aquellas que nos cuentan los mitos griegos o cualquier otro tipo de historias con esos mismos atributos míticos, formaban parte del propio corazón, núcleo y esencia de muchas sociedades pre-modernas, especialmente en aquellas de la antigüedad, en las que el mito formaba parte del imaginario colectivo, vertebrando un importante conjunto de enseñanzas y hechos que fortalecían el sentido orgánico y comunitario del pueblo y aquellos que lo integraban, al tiempo que también tenía una función pedagógica esencial, infundiendo valores y una determinada cosmovisión del mundo.
Ese sentido del mito, como aglutinador de experiencias, enseñanzas y ejemplos que, casi a modo de ritual, había que emular, ha quedado como parte de un pasado remoto. En el mundo moderno el sujeto se ha desvinculado de todas las estructuras tradicionales que le servían como paraguas o protección y que al mismo tiempo le aportaban un marco de desarrollo vital. Estas estructuras se han visto erosionadas y finalmente destruidas por la irrupción de una serie de procesos disolutivos a nivel individual: desde la emancipación del Yo, en su vertiente más materialista y hedonista, nace el hombre con conciencia individual, como sujeto histórico que adquiere conciencia particular del tiempo y el espacio.
Las metas colectivas ya no aparecen como parte de los objetivos de este hombre moderno, este hombre prometeico, que en lugar de creer en principios orgánicos, en un marco comunitario donde ciertas ideas comunes y perpetuadas por los ancestros deben prevalecer por encima de todo, tan solo aspira a sus propios fines, de forma exclusiva y desde una postura egoísta. Lo más importante es cumplir la meta personal, obtener el reconocimiento y la atención de los demás, independientemente de que se haga por logros y méritos dignos de ser loables.
No se trata, ni muchísimo menos, de acontecimientos que obedezcan al azar o sean fruto de transformaciones repentinas, sino que obedecen a procesos muy concretos y que recorren varios siglos. Así vemos cómo la noción de lo sagrado y su expresión en el mundo ha sido víctima de este proceso de destrucción que hemos apuntado. El fenómeno de lo sagrado, de la hierofanía, de ese encantamiento del mundo, de esa magia envuelta en el misterio de lo trascendental, de aquello que se manifiesta mediante un simbolismo y un aura única, bajo la que se revisten todos los actos humanos hace que éstos participen en una dimensión superior, que se integren en un orden cósmico formando parte de sus engranajes, de su sentido orgánico fundamental.
Ese sentido de totalidad y continuidad en la que vivía el hombre tradicional hacía que nada, ningún detalle se dejase al azar, y que cuestiones tan trascendentales como aquellos que eran dignos de ser admirados o emulados por sus logros fuesen realmente dignos de tal reverencia. La pérdida de ese sentido sagrado de los actos cotidianos, del actuar en el mundo, es al que debemos que muchas ideas, conceptos y visiones se hayan visto degradadas hasta el punto de convertir al anti-ejemplo en el ejemplo.
Por ir a lo concreto, e ilustrar con ejemplos reconocibles estos hechos, podríamos hablar de todos los ídolos prefabricados por la sociedad de consumo capitalista, como cantantes y grupos diseñados por las multinacionales del sector, para vender no solo por un más que dudoso «arte» sus productos «musicales», sino como ejemplos de vida, como objetos de deseo o simplemente como parte de una idolatría tan deleznable como ridícula que satisfacer con la adquisición de un amplio e intrascendente merchandising. También podríamos citar otras tipologías de «ídolos» o personajes dignos de ser imitados, y que no son precisamente un dechado de virtudes, y que merced al uso de un lenguaje soez, o a una vida desordenada e histriónica, se convierten en referentes fundamentales para la gente joven, o que se encuentra inmersa en la búsqueda de una identidad propia. Los ejemplos son siempre personajes con vidas disgregadas, alejadas de todo principio de equilibrio o centralidad, siempre desordenados y sin un centro vital que permita presentar principios firmes, fuertes o íntegros. El heroísmo, la virilidad o el sacrificio tampoco forman parte de los atributos de estos «ídolos modernos», que son un fiel reflejo de las pobres y mediocres aspiraciones de una sociedad construida bajo las ilusiones y los modelos de vida del marketing capitalista.
De todos estos ídolos de barro a los que nos hemos estado refiriendo quizás los más fácilmente detectables a ojos de profanos es toda la piara televisiva y los productos diseñados para personas de escasos recursos mentales: boys-bands, famosos de prensa rosa, tele-caspa, freaks… Pero precisamente por su evidente vulgaridad y bajeza, paradójicamente estos personajes puede que sean los más inofensivos.
Mucho mayor peligro presentan, a nuestros ojos, aquellos que son revestidos por un áurea de veneración y respeto por los medios de comunicación «serios», es decir, los que nos venden como «personalidades de culto»: Divulgadores científicos, Intelectuales, Cineastas, Músicos, Gente de paz… Y la última moda: los emprendedores.
Las grandes corporaciones, multinacionales y otras instancias globalistas tratan a la masa moderna como objetos de un permanente experimento de ingeniería social, en la que no solamente fabrican productores y consumidores de todos sus productos inútiles y fugaces, sino que se permiten el lujo de traficar con sus sueños y miserias, distorsionando todo sentido elevado de la existencia mediante arquetipos, prototipos y ejemplos de mediocridad y manifiesta inferioridad, como justo lo contrario, como ejemplos de éxito, triunfo y perennidad.
El principal síntoma de decadencia y destrucción en una sociedad deviene cuando se han dejado de admirar y tomar como ejemplo las gestas de los héroes para abrazar aquellas de los mediocres y miserables. Lo realmente triste del mundo moderno es que ya no quedan ni héroes ni ejemplos de virilidad, potencia y conducta aristocrática a los que tomar como ejemplo y vía de regeneración.