El hombre y el contexto
El pensamiento tradicionalista español cuenta con una amplia trayectoria en la que concurren personajes, situaciones e ideas gestadas en el transcurso de dos siglos, en los que debemos distinguir el conflicto dinástico y el papel del legitimismo de la propia doctrina, que es algo que se construirá en el tiempo, con la contribución de figuras como el protagonista de este escrito, Don Juan Vázquez de Mella, así como por la confluencia de fuerzas de diferente signo que tiene lugar a lo largo del siglo XIX y la consolidación del Estado liberal, que lo hará siempre en lucha abierta contra las peculiaridades y el carácter genuino del pueblo español. Vázquez de Mella, nuestro autor, quizás represente la consolidación y madurez doctrinal del movimiento tradicionalista español, uno de sus primeros y más brillantes sistematizadores. No se destacó por una obra extensa ni especialmente difundida más allá de sus discursos, de sus artículos en periódicos y sus escritos dispersos, los cuales fue capaz de dotar de una especial significación y dignidad fruto de su enorme carisma y especial clarividencia para dar una forma definida y meridianamente clara a las ideas y doctrinas que nutrieron el tradicionalismo español madurado al calor de las armas, de las tres guerras que el carlismo libró contra el liberalismo español.
Nuestro autor, de origen asturiano, y nacido en Cangas de Onís un 8 de junio de 1861, ha mantenido vivo su prestigio y el valor de sus aportaciones teórico-doctrinales, ampliamente reconocidos por sus sucesores, por Rafael Gambra Ciudad (1920-2004) y Francisco Elías de Tejada y Espinola (1918-1978), así como de otros autores como Álvaro D’Ors (1915-2004) y otros muchos, que han reivindicado su figura en el tiempo y se han nutrido de sus fecundas enseñanzas. Se ha destacado la rectitud de su pensamiento, su inquebrantable voluntad y su impagable contribución en la creación de un marco teórico y conceptual para dar un sentido y una forma a las ideas del tradicionalismo español. Hijo de un militar de origen gallego, muerto prematuramente, quedó huérfano de padre durante su niñez, por lo cual pasó al cuidado de unos parientes de origen modesto. Estudió en la Universidad de Santiago de Compostela, donde mostró tempranamente su temperamento y habilidades oratorias, que explotó convenientemente a través de diarios como La Restauración o El pensamiento galaico, donde también mostró sus filiaciones militantes con el catolicismo tradicional. Sus habilidades y la brillantez de sus escritos pronto llegaron a Madrid, a las más altas instancias del Carlismo, lo que le permitió dar continuidad a sus actividades desde un medio más amplio, a través de El correo español.
En su militancia política llegó a las más altas cotas de su trayectoria con la elección en 1893 como representante de las Cortes por el distrito de Estella, Navarra, que ya con sus primeros discursos obtuvo un notable éxito, incluso entre los propios liberales, hasta 1900, fecha en la que se vio obligado a marcharse a Portugal, acusado de participar en una conspiración para derrocar el régimen de la Restauración. No regresó a España hasta 1905, manteniendo su estatus como diputado hasta 1919. De todos modos, no queremos dar más protagonismo a la biografía en detrimento de la doctrina, que es lo que nos interesa en este artículo, de ahí que obviemos otros datos biográficos trascendentes, polémicas con otras facciones del carlismo o sus posturas respecto a la dictadura del general Miguel Primo de Rivera, que nos harían desviar la atención del propósito principal que acabamos de enunciar.
La gran paradoja del Carlismo fue que a pesar de su derrota en la Tercera Guerra Carlista (1872-1876), y pese a la posterior escisión integrista en 1888, el partido carlista continuó manteniendo una fuerza y preponderancia significativa en la sociedad española del régimen de la Restauración durante el último cuarto de siglo. El Carlismo se vio inmerso en un buen número de paradojas, de situaciones encontradas, especialmente en relación al Desastre del 98 y la pérdida de los últimos territorios ultramarinos. Mientras que la gran esperanza del tradicionalismo español estaba depositada en el desmoronamiento y caída final de la restauración alfonsina, por otro lado este mismo régimen trataba de defender, al menos en teoría, los últimos restos del imperio español y, de algún modo, a la España católica frente a una nación protestante, como era la anglosajona estadounidense. Al mismo tiempo, durante esta época el tradicionalismo español se enfrentó a los grandes retos que presentaba una sociedad en cambio, con transformaciones políticas y sociales de gran calado como la emergencia del sufragio universal o el nacimiento de los separatismos periféricos (propiciados por la burguesía liberal), las cuales requerían de nuevas estrategias y reestructuraciones internas capaces de enfrentar la envergadura de todos estos cambios. Fue en este contexto donde se significó la figura de Juan Vázquez de Mella, quien merced a la obra de sistematización a la que ya hemos hecho alusión, y de sus concurridas conferencias, dio lugar a la denominada Acta Loredán, redactada por el tradicionalista asturiano y publicado en El correo español. Este escrito tenía como ejes fundamentales la defensa de la nación política española fundamentada en la monarquía, el catolicismo y el régimen foral. Al mismo tiempo, también recogía la reivindicación de un programa corporativista y gremial al abrigo de la doctrina social de la Iglesia defendido en la encíclica Rerum Novarum (1891), y es lo que se conoce como el «sociedalismo», cuyos antecedentes encontramos ya en autores como Donoso Cortés o Antonio Aparisi Guijarro. Son precisamente los atributos de esta doctrina, que contribuyó a la revitalización del pensamiento carlista, los que nos disponemos a desarrollar a continuación.
La figura del tradicionalista asturiano, de Don Juan Vázquez de Mella, aparece como necesaria ante una serie sucesiva de destrucciones que el régimen liberal ha producido sobre los fundamentos tradicionales de España, pero su papel no fue, como ya venimos apuntando, el de un gran intelectual erudito, y de hecho, como apunta Rafael Gambra, las mayores debilidades de su pensamiento se encuentran en los principios filosóficos, y destacando, en cambio, su papel de «revulsivo espiritual» podemos ubicarlo mejor en el ámbito de lo político y lo espiritual. Para ello debió tomar en cuenta las fuentes de sus predecesores, entre los cuales podemos ubicar perfectamente al ya mencionado Donoso Cortés y Jaime Balmes, así como también a otro contemporáneo suyo, Menéndez Pelayo. De los dos primeros tomó su capacidad de síntesis y la sencillez expositiva, mientras que de Menéndez Pelayo tomó, al menos en parte, el sentido de la crítica histórica en aras de la restauración de una Tradición nacional. Pero más allá de los sistemas de pensamiento y elementos retóricos, vemos a Vázquez de Mella profundamente interesado por la vida política de los pueblos medievales de Las Españas, lo cual fue, en definitiva, el marco de referencia para una síntesis política de conjunto más allá de los posicionamientos teóricos, como algo que puede ser llevado a la práctica en sus aspectos concretos y que es perfectamente viable. Todo un sistema edificado sobre el pensamiento tomista y una una profunda religiosidad, En este contexto, y más allá de las ideas formuladas por realistas y carlistas en la primera mitad del siglo XIX, Mella teoriza junto a la concepción del espíritu medieval, la idea de la coexistencia de dos soberanías, una política y otra social, una teoría de la soberanía tradicional inspirada por un principio dinámico y que se cimenta en las propias experiencias humanas en el devenir de la historia.
En el mar de la nada
Metafísica y nihilismo a prueba en la posmodernidad
Curzio Nitoglia
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2023 |
Páginas: 126
ISBN: 9798394809026
El concepto de lo social
Lo social para Mella no tiene absolutamente nada que ver con las denominadas «políticas sociales», tan comunes en el lenguaje político de las democracias liberales, en las que se contempla lo social como un elemento externo a la propia estructura política, donde prevalece el individualismo a todos los niveles, y la sociedad aparece como un mero agregado de individuos. Muy al contrario, lo social, en el tradicionalismo de nuestro autor, implica la afirmación de un principio intrínseco tanto al modelo social como al tipo humano, así como a la naturaleza de las cosas en las que la persona desarrolla su existencia en común con los demás. Nos referimos a las instituciones, a los elementos jurídicos y otros órganos gestados en el tiempo por la experiencia histórica, que regulan la vida común.
En el ámbito de la sociedad cristiana medieval, en plena Reconquista, cuando todavía no existía un Estado unitario como tal, cada municipio tenía sus propias leyes y sus normas, adaptadas a su modelo de vida y costumbres, Las comunidades se concebían como agrupaciones de familias con un sistema de propiedad comunal y privado en las que el patrimonio y el estatus de cada uno de sus miembros venía garantizado por el ejercicio activo de una serie de derechos en defensa de las libertades concretas, cuya fuente última era el derecho natural. Los señores feudales y los reyes se limitaban a reclamar tributos para la guerra, pero sin interferir en la defensa de estas libertades concretas ni vulnerar el sistema que las sustentaba.
Eran gobiernos autárquicos, muy estables e inspirados por un principio democrático, el cual nada tenía que ver con las democracias liberales plutocráticas de la actualidad, cuya idea del derecho y la justicia está pervertida por el formalismo jurídico vacío e inane de sus constituciones, abstractas y plenamente funcionales a las oligarquías, al servicio de intereses espurios. En este caso, el hombre alcanzaba una plena dignidad y desarrollo en el contexto de una comunidad donde prevalecía el vínculo comunitario, al amparo de un modelo tradicional, de normas consuetudinarias y concretas que permitían la defensa efectiva del propio derecho. Ni siquiera con el advenimiento de los Estados modernos, y la centralización de algunos elementos de poder, como la Hacienda o el Ejército, se vieron alterados significativamente estos elementos, que representaban a los denominados «cuerpos intermedios» de la sociedad, y que adquirieron su propia expresión particular bajo el nombre de «Fueros», los que los propios reyes juraron respetar a lo largo de toda la Edad Moderna y hasta el advenimiento del régimen borbónico.
La antropología tradicional vincula al hombre a un medio social, a una familia, a una estirpe o a un pueblo, que reproducen esa misma estructura familiar, aunque a mayor escala. En nuestro caso particular lo vemos a través de la convivencia de pequeños grupos humanos, de ahí la importancia de los municipios o de los concejos en un marco de vida comunitaria fuertemente institucionalizada. Al mismo tiempo este modelo y estructura también se replicaba en otros ámbitos, como en la vida económica y profesional, impregnando todas las esferas de la vida del hombre. Instituciones naturales, amparadas en el derecho natural, y orientadas a la protección y garantía de prosperidad de los hombres, y esto por encima de cualquier interés particular y mercantil de negocio. Para Mella, la ruptura con este mundo, y en general con las experiencias del pasado, es la que nos lleva, merced a la acción del liberalismo, a los tiempos actuales, y lo hace recorriendo un itinerario que todos conocemos, y que tienen su punto de partida en la Ilustración y la posterior Revolución Francesa, la irrupción del elemento racional y abstracto y la destrucción de la religión, considerada como fruto de la superstición. La destrucción del orden feudal, que todavía pervivía como marco de convivencia en el mundo rural, como una suerte de prolongación de ese espíritu medieval, hizo desaparecer de un plumazo ese entorno de relaciones concretas y personales para sustituirlas por lo «público» entendido como la centralización estatal uniforme, ignorando las realidades particulares subyacentes en el cuerpo social, los denominados «cuerpos intermedios», que fueron despojados de su autonomía, corporaciones y patrimonios. De modo que la destrucción de estas «sociedades intermedias» que mediaban entre el Estado y la sociedad desenraizó y destruyó la propia sociedad, al mismo tiempo que los fundamentos cristianos del derecho natural sobre la cual se hallaba asentada, para hacer prevalecer esos principios racionales y abstractos traídos por la revolución.
Al mismo tiempo, y anejo a este desarraigo, del individuo se encuentra sometido a poderes arbitrarios del propio Estado liberal, sin un conglomerado institucional propio que lo proteja de estos atropellos, sumido en el individualismo ajeno a toda institución y destino colectivo, se limita al voto cada cuatro años de los partidos al servicio de oligarquías e intereses espurios, contrarios al Bien común. En este sentido, y advirtiendo las posibles acusaciones de «absolutismo» que en ocasiones se han lanzado contra el tradicionalismo, hay que señalar que Mella las rechaza por completo, dado que viola la idea de contrapoderes frente a la autoridad del rey que éste formula, ya que el absolutismo creía en la existencia de un poder ilimitado y tiránico del rey, transmitido por Dios y ajeno a la participación de la sociedad y sus estamentos. Como bien señaló Julius Evola, el absolutismo es un fenómeno antitradicional, vinculado a la descomposición y desacralización de las estructuras tradicionales. De hecho, el absolutismo, como los regímenes liberales de hoy, dejan al individuo totalmente desprotegido, sin un asidero sobre el que apoyarse en la defensa de sus libertades concretas. El propio Mella, como bien saben todos los que se adentren en su obra, fue partidario de contrarrestar el creciente poder del aparato estatal, tal y como hemos visto y seguiremos viendo en lo sucesivo, a lo largo del presente artículo.
Metapolítica, Tradición y Modernidad
Antología de artículos evolianos
Julius Evola
Editorial: Hipérbola Janus
Año: 2020 |
Páginas: 370
ISBN: 979-8572407778
En nuestro caso particular, la desaparición de la organización gremial y corporativa tuvo unas consecuencias especialmente nefastas, y en especial después de las dos desamortizaciones liberales (Mendizabal y Madoz) al despojar a los grupos sociales populares de su natural organización sociohistórica. Asimismo, desvincularon la propiedad en las relaciones comunitarias y su uso patrimonial para vincularla al uso privado y anónimo, para fines puramente especulativos, los que caracterizan al liberal-capitalismo. De ahí nace la figura del asalariado, del contratado como mera mercancía, en un proceso de alienación del trabajo característico en el desarrollo del capitalismo burgués. De aquí parte lo que algunos tradicionalistas, como Gambra, denominan el «problema social», frente al cual, y al margen de las recetas ideológicas de la modernidad, Mella reivindica la restauración de los antiguos vínculos corporativos y orgánicos de inspiración medieval.
La idea de soberanía social
Todos los procesos disolutivos que conducen a la Modernidad liberal tienen su punto de inicio con el Renacimiento, con la afirmación del individualismo y la ruptura definitiva del ecumene cristiano medieval, algo que aparece indefectiblemente unido a la Reforma luterana, así como la «valorización» del mundo clásico, con la reemergencia de teorías de tipo hedonista, como las de Epicuro, por ejemplo, generando una disolución de los vínculos con el medio concreto. Esto supone la aparición de un nuevo tipo, que es el hombre abstracto que escapa cada vez más al entorno inmediato y vital, esto al tiempo que el poder del Estado se robustece y se vuelve omnipotente. Es por ese motivo que en lo sucesivo se ha impuesto en nuestras sociedades la falta de concreción, tanto en lo teórico como en lo político, lo cual ha propiciado el triunfo del contrato social roussoniano y la justificación del orden social en virtud de componendas voluntarias y totalmente artificiales. Estas construcciones político-ideológicas son las que contribuyen a la construcción de la sociedad liberal, asentada sobre patrones puramente racionales, individualistas y mercantilistas.
De hecho, la mayor preocupación de Mella es la destrucción de las instituciones locales y ese vínculo afectivo del hombre con su realidad inmediata, algo que impregnaba su relación con el trabajo, con su obra, con su impronta vocacional y devota, imprimiéndole, como en el caso del artesano, un sello propio y particular a su trabajo.
Y en este sentido, Mella afirma que la sociedad moderna ha perdido su sentido institucional como base estable de la sociabilidad. A través del elemento jurídico y la participación en las instituciones es el medio a partir del cual la comunidad se cohesiona y construye sus vínculos y su particular autonomía, que le hace tener una vida propia e interna, y con la institución nos podemos referir desde una asociación profesional, a la universidad o una cofradía etc. El individualismo ha representado el factor disolutivo y corrosivo que ha destruido este vínculo social fundado en múltiples solidaridades que han enfrentado y polarizado al cuerpo social, con el enfrentamiento entre «clases sociales» y la negación de las jerarquías naturales.
Ante todo lo relatado, y como consecuencia de las destrucciones provocadas por la revolución, Mella plantea su teoría de la soberanía social. Esta teoría consiste básicamente en encuadrar de nuevo a la sociedad en sus raíces naturales, concebida en todos sus órdenes como portadora de un dinamismo propio en una suerte de organización geométrica en la que conviven objetivos y finalidades variadas y concretas con su propia legitimidad y autonomía. Estas finalidades, amparadas en el derecho natural, son junto al poder del propio Estado las únicas formas de limitación del poder. La particularidad de esta idea de soberanía social está en el hecho de que la formación de la jerarquía social tiene una dirección ascendente, que tiene como punto de partida a las personas colectivas y concretas, pasando por una serie de instituciones, hasta llegar al Estado central, de forma escalonada y plenamente conscientes de sus funciones. Así lo expresa Mella en su propio lenguaje: «la jerarquía de personas colectivas, de poderes organizados, de clases, que suben desde la familia hasta la soberanía que llamo política concretada en el Estado, que deben auxiliar, pero también contener». Es lo que Mella concibe como el sociedalismo, que supone la reintegración de la sociedad en la vida concreta de los hombres, con el desarrollo de una vida política común y estable en el marco de instituciones naturales que potencien las relaciones humanas y sociales, estimulando la sociabilidad. Y hablamos, desde la perspectiva de la integración de distintas sociedades, fuertemente institucionalizadas con funciones y finalidades concretas, más allá del sentido democrático y pactista que pueda entenderse en términos modernos o de cualquier asociación u organización relacionada con el «problema social».
¿Qué es la Tradición?
De este modo quedan formuladas las dos soberanías, la política y la social, que coexisten en un mismo espacio limitándose y apoyándose recíprocamente en lo que es uno de los fundamentos del sociedalismo de Mella. No obstante, esta doble soberanía no explica todavía la concreción política de cada pueblo y el vínculo superior que lo lleva a federarse con las diferentes sociedades y a mantenerse unido en una historia y espíritu comunes. Los vínculos que las mantienen unidas en el tiempo tienen que ver con un orden histórico concreto, con un vínculo espiritual que las entrelaza interiormente de una generación a otra, y en última instancia de ese orden tradicional que lo engloba todo, y que al mismo tiempo se asienta en la monarquía y la religión católica. La lealtad a Dios y a un solo rey en torno a los cuales se aglutina la fe, viene a coronar todas estas estructuras y lazos forjados en el fermento de la historia.
No se trata de la Tradición en términos de un «ultraconservadurismo», que ya sabemos que el prefijo «ultra» (lo que sea) es muy recurrente en nuestros días, con la idea de un medio social y político petrificado e invariable, sino que es el producto de un proceso de maduración y evolución histórica, de carácter dinámico y nutrido de experiencias humanas. Nada que ver con las monstruosas ideologías progresistas y modernas, nacidas de lo abstracto e impulsadas por un desbocado «ir hacia delante», desarraigado y que tiende siempre hacia la deshumanización y la destrucción de toda creación humana natural forjada en el devenir de los siglos. Este mismo dinamismo, planteado por Mella, en torno al concepto e idea de Tradición tiene continuidad y adquiere fuerza en sus sucesores y depositarios. Y al fin y al cabo, Mella no hace más que partir de la propia etimología del término, que viene del latín tradere, entregar, de la generación que entrega los frutos de su experiencia a la siguiente, perfeccionándola, haciéndola más estable y segura.
Podríamos seguir extrayendo más conclusiones del pensamiento tradicional de Vázquez de Mella, pero probablemente excedería, y por mucho, el modesto propósito de este escrito, de modo que nos quedaremos aquí, no sin advertir a nuestros lectores de la posibilidad de que en un futuro volvamos a retomar nuevamente el tema.
Antes de acabar queremos llamar la atención sobre una polémica acontecida hace unos años en torno a una Plaza en Madrid que llevaba el nombre de nuestro autor y que se cambio para dedicársela a un sujeto cuyos méritos eran, por decirlo suavemente, más que discutibles, concretamente a Pedro Zerolo, miembro del PSOE y activista al servicio del lobby homosexualista. Durante aquella época, en 2019, muchos miembros de la izquierda globalista trataron de identificar a Vázquez de Mella como un «pensador franquista», cuando en realidad ni cronológica ni ideológicamente tuvo nunca nada que ver con el franquismo. Recordemos que murió en 1928, y la impronta de su pensamiento ha tenido como continuadores a sus propios correligionarios dentro del ámbito tradicional, aunque en su tiempo llegó a ser muy respetado también por sus adversarios, los liberales. Aunque la retirada del nombre de una calle pueda resultar algo banal, o carente de una importancia excesiva, también contribuye, a su modo, a una forma de damnatio memoriae que condena al olvido y al ostracismo a grandes autores de la Tradición, portadores de un Patriotismo sano y capaz de entender las peculiaridades y el Dasein profundo de España, que si bien no nació invertebrada, como pretendían los Orteguianos, su esencia y naturaleza es mucho más compleja que cualquiera de las grandes naciones de Europa.