Una de las cualidades de lo antimoderno reside en dar prioridad a los principios, las ideas y los valores frente a toda forma de pragmatismo, frente a la hipocresía y la falta de escrúpulos en general. Es precisamente la cualidad de lo Eterno y la inmutabilidad de esos principios lo que también define la línea que, desde Hipérbola Janus, pretendemos seguir ante nuestros lectores y público potencial. Por el contrario, el hombre moderno adolece de esa integridad, de ese equilibrio espiritual y de valores, y lejos de mantenerlo por encima de las contingencias del momento, se ve sometido y guiado por éstas, adaptando siempre su discurso a aquello que conviene en cada momento. Para el hombre moderno, aquel que vive bajo los antivalores de la sociedad capitalista, lo más importante reside en el éxito personal, en la búsqueda de aquello que pueda satisfacer sus necesidades inmediatas, en lo que sea capaz de generar dinero y colmar las ambiciones propias de todo espíritu pequeñoburgués — el dominante en nuestros días. Éste se deja fascinar por todo aquello que es voluble y que, por su naturaleza fugaz, es efímero y fruto del momento.
Lo volátil de los anhelos de este hombre moderno, que vive y piensa para el hoy, y siempre entendido de la forma más banal e intrascendente, se refleja también en sus opiniones y pareceres respecto al mundo que le rodea. Los mass-media son los que modelan sus visiones del mundo, quienes les dan forma a todo su universo mental, a su pequeño mundo de construcciones artificiales e insignificantes, donde todo es susceptible de ser instrumentalizado por las élites plutocráticas gobernantes.
Todo este pragmatismo, hipocresía y falsedad que caracteriza este mundo moderno tiene un encaje perfecto en aquello que se viene denominando como «libertad de expresión», tan denostada y cacareada por aquellos que son los primeros en socavarla con sus acciones y soflamas propagandísticas, que en el fondo no deja de ser retórica vacía, eslóganes hábilmente seleccionados para ser arrojados sobre las masas. Desde hace varias décadas ha ido calando el discurso de lo «políticamente correcto», sostenido intelectual e ideológicamente bajo la bandera del marxismo cultural y la globalización, ambos enemigos acérrimos de todo aquello que huela a Tradición o arraigo en cualquier sentido. Son enemigos de los pueblos y de toda cualidad de lo Eterno, y son expresión máxima de disolución y regresión de las formas humanas.
Como exponente de esas corrientes disolutivas, destructoras y negativas tenemos una «libertad de expresión» que es utilizada para ridiculizar, mofarse o blasfemar gratuitamente sobre las creencias religiosas o cualquier ápice de Trascendencia o Tradición tras cualquier idea, mientras que nadie puede satirizar lo más mínimo sobre conceptos impuestos por el liberalismo, como la mal llamada «identidad u orientación de género», el aborto o la multiculturalidad, por poner algunos ejemplos, auténticas puntas de lanza en la cruzada contra toda noción de tradicionalidad o espiritualidad todavía presente, aunque de forma muy residual, en nuestros pueblos europeos. Hacerlo supondría enfrentarse a un linchamiento mediático en el cual la demagogia barata sería el látigo que golpease al infractor que se atreviere a pronunciarse en tal sentido. No obstante, el valor o la cualidad de lo Eterno les es extraña, al igual que los valores y los principios férreos y sólidos, y estos son la piedra angular de toda creación humana que pretenda prolongarse más allá de los tiempos presentes.