Unos derechos arbitrarios
Si hay algo que caracteriza a nuestra época moderna, o a la era contemporánea, y en especial desde la segunda mitad del siglo XX, es la denominada Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada en París el 10 de diciembre de 1948. Ya tenemos un precedente en los propios albores de la modernidad con la Declaración Universal de los derechos del hombre y el ciudadano, aprobada en la Asamblea Nacional Constituyente francesa un 26 de agosto de 1789. Estamos hablando de documentos que distan más de 150 años de distancia entre sí, de diferentes contextos históricos y de declaraciones inspiradas por circunstancias diferentes pero, sin embargo, embebidas y vertebradas por un mismo espíritu. En la declaración más reciente, aquella proclamada a finales de los años 40, tras la Segunda Guerra Mundial, ya se dieron una serie de pugnas y debates intensos a la hora de formular los derechos contenidos en tal declaración, porque hablar de derechos de carácter universal implica que éstos sean, en teoría, aceptados por cualquier persona independientemente de las filiaciones y arraigos, de la cosmovisión a la que uno se pueda adherir y del origen al que pueda pertenecer. Pero nada más lejos de la realidad, porque aquellos «derechos humanos universales» que pertrechan el mencionado documento están mediatizados por una visión muy concreta, que son aquellos que forman parte de la visión liberal-capitalista y occidental. Y es que éstos no pueden dejar de ser el producto de una ideología moderna, de una perspectiva subjetiva y particular de ver el mundo, aunque las aseveraciones y el trasfondo de los principios que la integran pretendan ser universales y caigan en abstracciones, en muchas ocasiones absurdas.
¿Pero qué utilidad tienen estas Declaraciones y el contenido que en ellas se afirma? ¿Son derechos operativos o solamente forman parte de un discurso pomposo guiado por la concepción progresista de la historia que los anima? ¿En qué contexto o dimensión deben ser tomados susodichos derechos? ¿En lo individual o en el contexto de los pueblos o de los Estados? En la Declaración de 1789 encontramos una defensa de la propiedad entendida como un «derecho humano» en lo que no deja de ser un concepto derivado de una concepción burguesa en la forma de entender su definición antropológica del hombre y la organización social. De igual manera, en la declaración de 1948 encontramos una declaración explícita de condena a los «crímenes contra la humanidad», un nuevo concepto jurídico que en épocas pasadas no existía, y que en el ecuador del pasado siglo tomaba un nuevo sesgo en las relaciones internacionales. Y nuevamente vemos chocar con la realidad de los hechos una idea que a priori podría interpretarse como bienintencionada, en la medida que ninguna persona con unos principios éticos-morales normales desea que nadie sea vejado, torturado o asesinado por profesar unas determinadas ideas, creencias o por cualquier otra circunstancia o motivo. Sin embargo, no deja de llamar la atención el hecho de que al tiempo que se hablaba de «crímenes contra la humanidad» se fundase el Estado de Israel, donde el «derecho-humanismo armado» ha prevalecido sobre cualquier otro principio, con las consecuentes y reiteradas violaciones de los derechos de pueblos y Estados fronterizos con la nación sionista. Y no son, precisamente dos hechos descontextualizados o que no guarden relación entre sí, puesto que, en teoría, los grandes damnificados de la Segunda Guerra Mundial serían los integrantes del futuro Estado de Israel.
Sin embargo, no podemos dejar de ver una contradicción insalvable entre la proclamación de unos «derechos humanos» nacidos en el Siglo de las Luces, cuando es un producto de la mentalidad del hombre moderno occidental y aquellos pueblos, culturas e individuos que son ajenos a ese modo de pensar y ver el mundo. ¿Con qué legitimidad se puede reclamar la adhesión de pueblos con culturas milenarias con su propio sistema de valores y una cosmovisión propia a un fenómeno ideológico relativamente reciente y con un innegable carácter etnocéntrico y ajeno a sus tradiciones? En nuestra opinión la mentalidad moderna occidental no goza de ninguna autoridad ni legitimidad moral para imponer su forma de pensar a nivel global. Supone una imposición de criterios ideológicos tales como una concepción antropológica determinada y el principio individualista que prima en las sociedades liberal-capitalistas, y que se opone frontalmente a las existentes en sociedades que han mantenido cierto espíritu tradicional. Las nociones que este individuo occidental desarraigado y su relación con la sociedad, con la historia, la vida o el universo son, indudablemente, de naturaleza opuesta con otros pueblos que sí conservan su legado tradicional o, simplemente, no han vivido un fenómeno de secularización y destrucción de las herencias como la Ilustración. No obstante, es cierto que hay ciertas normas y valores que, como decíamos anteriormente, pueden ser universalmente reconocidos (derecho a la vida, derecho a no ser vejado o humillado por razones arbitrarias o de origen etc). Por otro lado, también es igualmente cierto que la homogeneización y estandarización del mundo moderno ha contribuido a destruir esas diferencias entre civilizaciones y, desgraciadamente, el modelo liberal y capitalista es el que impera en en la mayor parte del mundo.
Por otro lado, al cuestionar la legitimidad de estos derechos, que una vez declarados son susceptibles de entrar en contradicción con otros derechos que pueden, y de hecho gozan, objetivamente, de un mayor valor incluso dentro de nuestro propio contexto civilizatorio, estamos promoviendo un prejuicio ideológico que puede ser muy poco humanitario y tener poco que ver con derecho alguno. Pondremos algunos ejemplos de ello; uno de ellos podríamos verlo en el aborto, promocionado por organismos transnacionales como la ONU, el propio Consejo de Europa y la Unión Europea, que tratan de imponer de forma coercitiva y sin el menor respeto a la voluntad de los propios Estados, métodos de control y regulación de la población a través de leyes abortistas cada vez más laxas, más agresivas y destructoras en países donde el envejecimiento de la población plantea graves problemas de reemplazo generacional. Pues bien, para la ONU, como es obvio, el aborto representa un derecho humano, en lo que es, nuevamente, una visión puramente ideológica y contraria a los derechos de los no-nacidos y al propio derecho de los Estados para dotarse de una legislación sobre el tema de acuerdo con sus voluntades. Además el no-nacido, al no poseer una autonomía y capacidad para defender sus derechos debería gozar de un estatus especial y debería combatirse duramente cualquier vulneración de sus derechos.
Del mismo modo se apela a los derechos humanos respecto al fenómeno de la llamada «inmigración» y el pretendido derecho de cualquier persona a emigrar y buscar mejores condiciones de vida. Se trata, nuevamente, de un «derecho humano» inalienable y universal de toda persona, defendido por todo un entramado de ONG’s financiadas por lobbies, cenáculos globalistas y las propias élites financieras y demás poderes fácticos. Al margen de la existencia de estos intereses espurios, y de que el fenómeno de la «inmigración» no responda a impulsos naturales de enormes contingentes de población que, buscando mejoras en sus condiciones de existencia, emigren a otras zonas más prósperas y ricas, lo que está claro es que este pretendido derecho choca frontalmente con los intereses de los territorios que se convierten en receptores de esos contingentes humanos, en la medida que tienen una identidad propia, con un devenir histórico, unas costumbres, tradiciones y gentes que han compartido un mismo Destino en el curso de varios ciclos históricos. Igualmente, y dándole la vuelta al argumento, podríamos proclamar el derecho de toda persona a vivir dignamente en su lugar de origen sin la necesidad de renunciar a su arraigo, y con éste verse condenado a perder su identidad. De este modo, ¿podemos decir que los derechos de los no-nacidos o el derecho de un pueblo a mantener su legado ancestral tiene menor valor que el «derecho» a matar al no-nacido o el derecho a romper la homogeneidad y riqueza que corresponde a la naturaleza de cada pueblo y su legítimo derecho a defenderla y perpetuarla?
¿Qué derechos podemos considerar como «falsos» y cuales como «verdaderos? En la medida que han sido formulados desde una perspectiva ideológica concreta, hablar de universalidad o de objetividad es una quimera, no se corresponde con ninguno de estos términos. Y a pesar de esa circunstancia no dejan de ser una mera declaración pomposa, como decíamos anteriormente, que carecen de utilidad u operatividad alguna. De este modo, cualquier análisis acerca de los fundamentos y naturaleza de esos derechos queda en entredicho cuando no muestra una fragilidad y contradicción que difícilmente hace que se sostengan en pie. El desarrollo de la idea de los derechos humanos y su evolución a lo largo del siglo XIX, estuvo directamente relacionada con la crisis del propio paradigma positivista y de la ilusión decimonónica del progreso, cuya fuerza fue menguando hasta la última década de la centuria, en la que los grandes sistemas de pensamiento acaban por resquebrajarse. La etapa que abarca el período 1890-1914 empieza a configurar un nuevo patrón de pensamiento en toda Europa, en la medida que las utopías del progreso entran en crisis y permiten una mejor penetración de la ideología de los derechos humanos, cuya formulación abstracta descansa sobre la idea de intemporalidad, frente a todo cambio o evolución, en cualquier sentido. Estos derechos se fundan en la naturaleza humana, en un pretendido origen primordial y común compartido por todos los individuos, y son inalienables e imprescriptibles, y podríamos decir que invariables independientemente de las circunstancias históricas.
Fundamentos ético-morales y filosóficos
Asociar la formulación de estos derechos a la idea de naturaleza humana ya entraña problemas de definición, especialmente en la medida que es muy complicado definir unívocamente este concepto, que parte de la idea errónea de la igualdad absoluta de los seres humanos, tan característica de las doctrinas igualitaristas modernas. De igual forma la biología demuestra que es imposible encontrar dos individuos idénticos a nivel genético, ni tan siquiera los gemelos, con lo cual podemos establecer que la condición humana es compleja y variable, y en el plano social también vemos diferencias derivadas del propio sentido orgánico-jerárquico de la vida comunitaria y en función de las cualidades que presenta cada individuo. Y remitiéndonos a las preguntas iniciales, ¿y por qué no proclamar los derechos de los pueblos? ¿No juega acaso la colectividad un papel fundamental en la vida del individuo, que gira en torno a la vida comunitaria? Está claro que la ideología de los derechos humanos pretende convertir esa «naturaleza humana» en la fuente de una serie de derechos y de justificaciones ético-morales, todos ellos derivados de la perspectiva del liberalismo anglosajón y las doctrinas iluministas surgidas en el siglo XVIII.
En cualquier caso, y al margen del debate sobre la idea de la naturaleza humana que se originó en los albores de la modernidad, se plantea un problema mucho mayor en los tiempos actuales, especialmente en la medida que vemos como la pretendida objetividad de esa naturaleza humana se ha visto sustituida por el principio subjetivo e individual, donde no se contempla ningún bien raíz y, por el contrario, todo debe ser deconstruido, Todo debe adaptarse a las necesidades y deseos de cada individuo en función de criterios exclusivamente utilitaristas. La imposición de una moral kantiana individualista y como filtro de cualquier forma de dignidad asociada al hombre y a los derechos humanos ha desplazado cualquier concepción de base humanista y/o cristiana o dentro del ámbito tradicional, para nutrir cualquier concepción antropológica y dotarla de un contenido y significado. Toda concepción susceptible de ser universalizada queda relegada al acto de la voluntad y la razón humana, de ahí se extrae toda fuente de ética y moral, ignorando el papel de cualquier forma de pensamiento exterior y objetiva, de modo que ya no se actúa por la acción de una naturaleza intrínseca, sino por deber. Así se consuma el secuestro de la naturaleza del Ser por la razón y de la omnisciente voluntad divina a manos de la voluntad humana.
De este modo el hombre elimina toda barrera natural, legada y formalmente tradicional que habiendo actuado durante generaciones pudiera procurar un sistema de valores objetivo a las comunidades humanas. La secularización de la expresión espiritual y el papel que ésta pudiera jugar en la definición de una idea de los derechos humanos. La ética y moral depende de la volición, y en consecuencia de unas fuerzas individuales, mecanicistas e inorgánicas que se consagran a una concepción abstracta de la humanidad. El capricho de esa voluntad individual y los deseos de cada voluntad individual se oponen a toda forma de determinismo, a cualquier lazo o vínculo que suponga una conexión con las generaciones que nos precedieron. Al cortar todo vínculo con esa «naturaleza humana» la ideología de los derechos humanos también rompe toda relación con las teorizaciones y concepciones antropológicas que configuraron el propio inicio de la modernidad. De la afirmación de una «naturaleza humana» pasamos a la deconstrucción de la misma. De este modo, si antes, durante el siglo XVIII, la naturaleza humana implicaba una serie de categorías fijas y objetivas sobre las que descansaba la idiosincrasia y el modo de Ser del hombre, en las últimas décadas esas categorías han dado paso a la idea de una naturaleza maleable y subjetiva, y el mejor ejemplo lo tenemos en la Posmodernidad.
¿Pero qué libertad podemos obtener de unas teorías que preconizan la autonomía moral del individuo sin tener en cuenta aquellas normas y conductas reguladas por la comunidad, por el grupo de origen y pertenencia? Se trata de una libertad sin contenido formal ni sustancial, es, nuevamente, una afirmación abstracta, sin contenido, de una libertad que no tiene puntos de apoyo ni se contextualiza en la propia realidad humana y social que implica al individuo. Y es que tanto en el contexto de la moral kantiana como en el ámbito del pensamiento liberal cualquier teoría se encuentra formulada siempre dentro de un plano abstracto. En el mismo terreno se mueven otros principios que pretenden articular los derechos humanos, y tal es el caso de la «dignidad», que pese a tener unas connotaciones religiosas muy precisas, cuenta con el mismo trasfondo abstracto e impersonal en la medida que todo hombre, por el mero hecho de serlo, es acreedor de esa dignidad, que le es intrínseca por esa condición. Este concepto, que tiene su origen en la Antigua Roma, posee un poderoso componente moral y está estrechamente vinculado al honor, con lo cual permanece ligado a su vez a una idea de valor, prestigio y conquista social, especialmente en el ámbito de la comunidad política. Con la ideología de los derechos humanos vemos cómo este concepto es vaciado de significado, totalmente degradado y vulgarizado. La dignidad obliga al deber, lo cual implica responsabilidad y, consecuentemente, también existe una jerarquía de dignidades, con lo cual ni todo el mundo posee la misma dignidad ni ésta puede ser otorgada a todo el mundo por igual. Sin duda es el producto de las doctrinas igualitaristas del mundo moderno.
Es por este motivo que al hablar de los «derechos humanos» debemos hacerlo teniendo en cuenta que son el producto de una determinada ideología, que es el liberalismo, y que tiene como centro al individuo, desvinculado de toda Tradición y guiado por una moral autónoma desligada de cualquier contexto social o comunitario. Tampoco importa la historia, el sentido de pertenencia o la raigambre a un determinado linaje a los que esos sujetos individuales puedan vincularse. Solamente se puede hablar de humanidad, y con ella volvemos a lo abstracto e indeterminado nuevamente, sin que el complejo de atributos y personalidades que integran esa humanidad esté reconocida en el contenido de esos derechos humanos. De modo que tampoco se reconocen jerarquías dentro de esa humanidad concebida como un todo, sin rostro, una abstracción que no podemos desglosar en categorías que se superponen y que contemplen distintas dignidades y derechos.
Más allá de cualquier diatriba o disquisición filosófica, los «derechos humanos» en la actualidad se han convertido en cajón de sastre para toda suerte de reivindicaciones, relativizando cada vez más su contenido, atributo que por su origen ya le es característico, y que vemos asociarse a otra suerte de expresiones y demandas que vemos surgir con fuerza en los últimos años. Desde la justificación ideológica de intervenciones militares en la política imperialista y genocida de Estados Unidos en el mundo hasta la pretendida «revolución de las identidades», que sin salir de ese terreno individualista que tienen los «derechos humanos» pretende sustentar las políticas de ingeniería social de lobbies como aquel de las ideologías de género. Y dentro de este ámbito tampoco podemos ignorar a aquellos que se escudan detrás de los «derechos humanos» para apoyar el tráfico de personas en el Mediterráneo en relación directa con las mafias de la inmigración.
Es evidente que el descrédito de la ideología derecho-humanista, sus fundamentos ético-morales y filosóficos, y su contraste con la realidad empírica nos invitan a una reflexión profunda sobre los elementos que deberían fundar la base del entendimiento entre los pueblos y las personas. Quizás deberíamos buscar un punto de vista más ecuménico e imparcial, y cambiar nuestra perspectiva en el plano de los derechos colectivos, los que corresponden a los pueblos, a las culturas y a las civilizaciones. Apreciar el valor de las tradiciones, las cualidades intrínsecas sobre las que nuestros pueblos y cosmovisiones se han fundado y comenzar a valorar la complejidad y pluralismo en los modos de expresión humanos, lo que implica la conservación y potenciación de aquellos elementos que la articulan, y que nada tienen que ver con los oscuros y espurios intereses de las élites plutocráticas transnacionales que guían la Posmodernidad en nuestros días.