Vivimos en unos tiempos convulsos, marcados por la ruptura de los grandes paradigmas y las grandes ideas que a nivel social, psicológico y humano habían marcado la existencia de las generaciones que nos precedieron. El cambio y la transformación siempre son el preludio de la asunción de nuevos paradigmas, de grandes sistemas explicativos que vienen a sustituir aquellos precedentes, y aunque en el lenguaje del progresista ese cambio esté asociado a unas connotaciones invariablemente positivas, con independencia del contenido de esos cambios, no tiene porqué tratarse de algo positivo, benéfico o que venga a mejorar lo anterior. Esa concepción progresista de que todo cambio supone un avance, un salto hacia delante, no deja de ser un prejuicio ideológico de carácter mecanicista y totalmente absurdo. La Verdad es invariable, y aunque la Tradición implica una acumulación permanente de herencias y legados, no todos los aportes de cada generación son portadores de ese valor innegable que permite pertrecharnos adecuadamente ante los retos que nos plantea cada presente y cada futuro al que debemos enfrentarnos.
La Posmodernidad plantea precisamente la idea de una época vacía, incapaz de crear algo nuevo y verdadero que nos permita vertebrar nuevos ciclos históricos, que nos aporten la savia y la tensión necesaria para afrontar grandes retos históricos. Nuestra época huye de las categorías absolutas, de las afirmaciones soberanas y, sobre todo, prescinde de la cadena de herencias y legados que nos permite mantener viva la llama de la Tradición. Está claro que estas circunstancias nos obligan a reflexiones profundas sobre la condición humana actual, y queremos particularizar estas reflexiones en torno a la mujer, cuya pretendida emancipación como sujeto activo de la Posmodernidad bajo unas determinadas condiciones y al amparo de unas ideologías concretas, plantean una ruptura fundamental respecto a las mujeres de tiempos pasados.
Polaridad de sexos
El marxismo cultural ha proporcionado el tamiz ideológico fundamental para «entender» la condición femenina en el mundo moderno. Se trata de una interpretación de carácter materialista, absolutamente horizontal, reduciendo la condición de la mujer al ámbito social y económico. Como es lógico, desde nuestra perspectiva exigimos y reivindicamos la naturaleza espiritual de la mujer y el hombre por igual, y esta exigencia nos obliga a profundizar sobre una visión ontológica, del Ser profundo, trascendiendo meros aspectos materiales e incluso biológicos, que en éste caso último ponen de manifiesto las diferencias naturales a nivel morfológico y fisiológico de la mujer respecto al hombre y la necesidad de afirmar las peculiaridades y complementariedades entre ambos sexos. Y aunque es obvio que la naturaleza sexuada de hombres y mujeres determina comportamientos, visiones del mundo y representa condicionamientos a nivel psicológico y vital, como bien nos señalaba Julius Evola, nadie es hombre o mujer al 100%, sino que lo es en una proporción determinada, en función de la cual siempre queda un porcentaje, por mínimo que sea, que se identifica con el sexo contrario. Es evidente que existe una dialéctica permanente entre el hombre y la mujer, y que armonizar las cualidades intrínsecas de ambas realidades es el fín último establecido por la propia naturaleza.
La diferencia es la base fundamental de la dignidad humana, del desarrollo de multitud de dignidades más bien, puesto que el reduccionismo y los intentos de sintetizar lo humano que representa la ideología progresista del igualitarismo representa la destrucción de esa riqueza tanto a nivel de sexos, como de las propias particularidades que presenta cada sujeto varón o mujer, así como su interacción en el seno de la Comunidad. Y es que existe una polaridad evidente en la representación de lo femenino y lo masculino, y que vemos muy claramente reflejada a partir de una serie de ítems que podemos identificar con cada uno de esos polos. La mujer, en términos generales, y cuando la proporción femenina está perfectamente representada bajo estándares normales, está relacionada con el recogimiento, la interioridad, los pensamientos introspectivos, la intuición, la idea de regeneración y cambio y, en definitiva, a un principio pasivo y dependiente. Obviamente esto no significa que no puedan existir mujeres con una mayor proporción de masculinidad en las que ciertos aspectos masculinos predominen con mayor fuerza y viceversa. Podríamos decir que el hombre y el principio masculino representan valores humanos diametralmente opuestos, como aquellos referidos a la fuerza, el principio de objetividad, la agresividad, el poder de mando, la tendencia al orden y una innata tendencia a la acción, y de ahí que debamos asociar al hombre al polo activo y luminoso, a la fuerza del Ser, de lo que permanece inmóvil y es eterno. Mientras que la mujer se asocia a lo informe, a la generación de vida mediante la función reproductiva, el varón se encarga de dar forma, vigor e impulso a esa vida latente y carente de definición. Estos serían los atributos en el plano espiritual de lo femenino y lo masculino en términos evolianos y para las corrientes perennialistas en general.
Todos los atributos asociados a la feminidad y masculinidad pueden implicar muchas más variantes, en diversos sentidos, y pueden verse alterados por distintos factores. Como decíamos anteriormente, lo masculino y lo femenino no aparecen como bloques separados e independientes, sino que se presentan en distinta relación de proporcionalidad en función de cada sujeto. No obstante, los dos polos de la sexualidad humana, que son responsables de los distintos caracteres a nivel psicológico, social o existencial se han visto alterados de forma paralela al desarrollo histórico. Si bien en las sociedades tradicionales la armonía y complementariedad de ambos sexos era una realidad en el seno de la Comunidad y la Cosmovisión de la misma, en el devenir de los siglos esta realidad primigenia se ha ido alterando y en la propia Antigüedad remota ya vemos cómo una organización patriarcal o matriarcal del espectro comunitario determinaba visiones asimétricas entre sí. De modo que el carácter y organización de cada civilización determina de forma decisiva estas visiones. Nuestro modelo de civilización, aquella nacida de la Revolución Francesa y del legado de la Ilustración, ha tendido a ignorar de forma deliberada los elementos propios de la naturaleza femenina y masculina, los elementos espirituales que vertebran cada una de estas visiones, adulterando su contenido y negando las complementariedades existentes entre éstos. Los elementos más exasperados de uno de los sexos se atenúa o encauza con su acción de los elementos del opuesto.
La visión (Pos)moderna de lo femenino
En la actualidad, bajo las ideologías de género y la denominada «revolución de las identidades de género» nos enfrentamos a una situación nunca vista en la historia precedente. Nuevos planteamientos de lo masculino y lo femenino se han ido gestando en las últimas décadas todos los elementos que caracterizan a ambos sexos han dado paso a una serie de reivindicaciones y visiones desde el feminismo. Entre las conquistas del feminismo encontramos la equiparación de la mujer y el hombre en distintos ámbitos sociales, laborales etc, en atención a una pretendida desigualdad existente, especialmente en aquellos ámbitos de toma de decisiones y responsabilidad, lo cual conlleva, obviamente, a replantear las relaciones existentes entre ambos sexos. Desde la perspectiva del feminismo, de sus teóricos, hablar de naturaleza femenina y masculina asociada a unos roles, y con éstos a una serie de categorías innatas asociadas a cada una de ellas, es algo ajeno a la realidad. La negación de una realidad biológica diferenciada que condiciona el comportamiento social es una de las puntas de lanza del feminismo y de las ideologías de género en la actualidad. Sobre la base de esta idea, de la presencia de un «condicionamiento cultural» las teorías feministas nos hablan de «géneros social y culturalmente aprendidos» o de un proceso histórico de violencia en la asignación de los roles sexuales. Se ha llegado al punto de negar lo femenino y lo masculino como realidades diferenciadas, y la importancia que la biología o la genética y sus elementos innatos tienen en este contexto. De tal modo que dentro del pensamiento progresista y moderno la biología, y toda categorización absoluta y objetiva, para a ser una rémora para el «avance» de ciertas concepciones de lo humano. Hemos llegado a tal grado de relativización y menosprecio por lo biológico, al tiempo que se enfatiza lo social, que, dentro de esta corriente de pensamiento, los niños carecen de sexo y son ellos mismos quienes deben decidirlo, al margen de la «imposición de roles sociales predeterminados».
Ahora bien, ¿qué concepción del mundo y del ser humano se puede construir cuando no existen unas bases sólidas sobre las que edificar un nuevo paradigma? Si al final las categorías de lo humano son maleables, adaptables a la voluntad y visiones subjetivas del individuo, y el papel de lo biológico es relativo e incluso intrascendente, no tenemos ningún basamento en el que asirnos con cierta seguridad al juzgar la naturaleza humana en su concepción binaria o de cualquier otro tipo. Es obvio que este tipo de prejuicios ideológicos que pretenden someter al terreno de los sentimientos, de estados psicológicos y otros condicionamientos subjetivos, son fácilmente rebatibles. Más allá de los elementos espirituales que determinan diferentes estados psicológicos y visiones del mundo, la propia biología es la que define nuestro sexo cromosómico, nuestros atributos sexuales, el funcionamiento de nuestros cerebros, nuestras reacciones ante determinados estímulos y cuestiones más complejas relacionadas con el ámbito de la bioquímica. De tal modo que la biología no es, ni mucho menos, un elemento desdeñable en la definición de la sexualidad humana. No podemos alterar artificialmente el sexo de un niño adoptando los atributos y comportamientos del sexo contrario sin que éste deje de experimentar un daño psicológico y emocional que puede llegar a condicionar el resto de su vida. Del mismo modo que no podemos extirpar la vocación natural y biológica de la reproducción en las mujeres, o que éstas se sientan abocadas a formar una familia, a mostrarse altruistas y desprendidas con el hijo, a la entrega y dedicación en el ámbito familiar. Desde la perspectiva feminista estos factores pueden resultar artificiales y el fruto de una impostura «patriarcal», pero lo cierto es que las cualidades naturales de la mujer tienden a ello, y se complementan con aquellas del varón dentro del contexto familiar. Si bien es cierto que, históricamente, se ha dado una relación de dependencia económica y material de la mujer hacia el hombre en el citado contexto, éste último también ha necesitado de la mujer en un plano más emocional-sentimental o incluso erótico y sexual. Una cualidad de la mujer en este sentido ha sido siempre la capacidad de entrega hacia el varón y el entorno familiar al margen de todo condicionamiento económico. La idea de equipararse laboral y económica y materialmente al hombre es fruto de nuestro modelo de sociedad, de aquella liberal-capitalista, y la idea del éxito social y la libertad como algo estrechamente ligado al éxito económico y material. La realidad es que ambos sexos representan funciones diferentes, tanto en el contexto familiar como en los restantes dentro del ámbito social, sin que podamos afirmar que exista ninguna superioridad de un sexo respecto al otro, sino una complementariedad desde el desempeño de diferentes funciones. El dimorfismo sexual forma parte de la realidad humana, y con su carácter y cualidades típicas convergen hacia un equilibrio y una armonía fundamental en nuestro desarrollo como civilización.
Como decíamos, en la actualidad el concepto de «identidad de género» ha alterado desde una perspectiva puramente ideológica la concepción binaria de la sexualidad humana. No obstante, esa pretendida «revolución de las identidades» es el síntoma más evidente del triunfo de la subjetividad, y con ella de los valores inferiores vinculados al polo lunar de la existencia. Esta circunstancia supone la primacía de valores descendentes como la emotividad, el mundo de los sentimientos y todos aquellos elementos subjetivos, irracionales e inconscientes asociados a la psique humana. Cuando estos elementos no se encuentran sometidos a un principio suprarracional, objetivo e incluso suprabiológico de la existencia, todas las formas subpersonales acaban tomando el control de la situación y abocándonos a un caos y deshumanización sin fin. Remitiéndonos a ejemplos prácticos sobre esta situación tan característica de la Posmodernidad, podemos citar el caso de los géneros, que han sustituido al sexo, y con éste la dualidad de sexos, y, de hecho vemos como la propia ONU hablaba del reconocimiento de 112 géneros, que no son sino el reflejo de estados psicológicos, que incluso deberíamos calificar de psicóticos, que supuestamente identifican formas de ser y sentir en el mundo. Una pretendida característica del género es su maleabilidad y sometimiento a la capacidad volitiva del individuo y, en consecuencia, cualquier sujeto puede identificarse con uno u otro género en cualquier momento sin que medie situación objetiva que permita a un tercero intervenir en la identificación de susodicho individuo. El género parece ser una forma de satisfacer egos personales y las ancestrales formas de identidad colectiva ante la desaparición de éstas últimas, aquellas relacionadas con la idea de Comunidad, Patria o similares, en la que el individuo era capaz de construir una identidad en su interacción con el conjunto.
El hecho de que los valores descendentes y subjetivos asociados a la Posmodernidad tengan un matiz inequívocamente femenino, según Otto Weininger (1880-1903), se debe a la incapacidad de la mujer, en sus capacidades electivas de remitirse a valores orgánicos de conjunto, de la incapacidad para captar elementos más sutiles y trascendentes, en un sentido objetivo, capaces de captar la esencia auténtica de los fenómenos sociales en el terreno espiritual. Desde la perspectiva del Weininger, que inspiró al propio Evola en la sistematización de su pensamiento, los valores femeninos y masculinos representan una antítesis insalvable, y aquellos detentados por la mujer eran los que, según el pensador austriaco, nos abocaban de forma irremisible a la Modernidad de las finanzas, el materialismo, el caos y anarquía espiritual. Obviamente supone la negación de la complementariedad de sexos que afirmábamos con anterioridad, y que la ruptura del orden tradicional y la integración de ambos sexos en el mismo, ha conducido a la afirmación y prevalencia de los valores vinculados a uno de los sexos con el otro. La idea vinculada al pacifismo, a no dirimir los conflictos a través de las armas, las continuas componendas y las formas de transigir en la política y en todos los órdenes de la vida serían la expresión de ese espíritu femenino que, sin ser equilibrado por la parte masculina, nos habría conducido a una situación de exasperación y de crisis en la afirmación de las identidades, tanto individuales como colectivas.
No obstante, y como nos apunta Alain de Benoist, no debemos olvidar que la mujer y la condición femenina como tal se ha visto permanentemente devaluada dentro del contexto de la civilización judeo-cristiana a la que pertenecemos, y especialmente en el judaísmo, donde la mujer no gozaba de un estatus social o un reconocimiento jurídico equivalente al hombre. En el Cristianismo, como deudor, en parte, del judaísmo, la estigmatización de la sexualidad y el cuerpo bajo la idea del pecado, ha colocado a la mujer en una condición de inferioridad respecto al hombre, de sometimiento lejos de la idea de complementariedad y equilibrio a la que nos referíamos con anterioridad. La propia idea del pecado original es la que marca la maldición asociada a la mujer, que se convierte en el vehículo que lleva al hombre a probar el fruto del árbol prohibido en el Génesis. Para Benoist la pluralidad que representa el politeísmo de los pueblos indoeuropeos anteriores al advenimiento del Cristianismo, y por tanto politeístas, y a pesar de su organización patriarcal, supone un mayor respecto a la condición femenina que las grandes religiones monoteístas que han moldeado la fisonomía de Europa desde hace dos mil años.
En cualquier caso las distintas funciones sociales asumidas por los distintos roles sexuales se ha mantenido más o menos uniformes en distintas culturas y civilizaciones en diferentes áreas del mundo. El hombre siempre ha jugado un papel decisivo a nivel de organización social, asumiendo funciones dominantes y ocupándose de lo político. Las mujeres, históricamente, han asumido una serie de funciones que se han adaptado a su carácter biológico, a los condicionamientos psicológicos y de carácter que le son propios, como en el caso de los hombres. Los límites que nos impone la biología están claramente establecidos frente a cualquier prejuicio ideológico, teorías que pretendan convertir en simples imposiciones culturales roles que presentan un carácter mucho más profundo y arraigado que cualquier «imposición patriarcal» y que demuestran que las condiciones objetivas que presenta la experiencia humana son el fruto de una base que aunque no nos determina hasta las últimas consecuencias de nuestra vida, si nos dirige en función del sexo hacia uno u otro desempeño en el conjunto social. Si la mujer ha sido dotada con la capacidad reproductiva por la propia naturaleza, también desarrollará un instinto propio de su función de la que el hombre carece. Del mismo modo que si el hombre ha sido dotado, en términos generales, de una mayor fuerza física, capacidad de resistencia y agresividad es normal que desarrolle un instinto de protección y haya tenido mayor predominio en la organización política de la comunidad. La cultura es al fin y al cabo un añadido, a partir de la cual se puede generar una Tradición y construir nuevos valores que se perpetúen en la forma de concebir el mundo y la sociedad. No obstante el factor de la cultura/Tradición y su alcance siempre estará íntimamente relacionado con las cualidades y capacidades naturales de los sexos. Con esta aseveración queremos afirmar que cualquier teoría fantasiosa planteada por los teóricos del feminismo en torno a un idílico «matriarcado original» y el mito de un igualitarismo absoluto en el desempeño de roles sociales es pura fantasía.
La idea de imposición, y de una situación injusta que rompe con esa visión idílica en origen, y mediatiza las teorías del feminismo actual. En ese sentido el feminismo ha convertido su oposición a la institución familiar y el aborto en puntas de lanza contra lo que denominan la «sociedad patriarcal», y con ésta la imposición de los valores masculinos y las condiciones de pretendida inferioridad en las que se encuentra la mujer. De ahí la voluntad de deconstruir la sociedad en sus más íntimas estructuras sociales, y la Familia constituye el elemento más importante del cuerpo social, y el valor supremo en la regeneración de la Comunidad. En este sentido hemos asistido a profundas transformaciones en la psique femenina y en la estructura familiar durante las últimas décadas. Obviamente estos cambios no son casuales, ni son el fruto de una «toma de conciencia» por parte de las mujeres ante su situación, sino que han sido inducidos de forma progresiva, desde los años 60, durante la llamada Contracultura, a la luz (tenebrosa) del marxismo cultural. Se trata de esa idea que habla de la necesidad de que la mujer se emancipe, o se «empondere», y asuma un papel como sujeto histórico frente al poder opresor del hombre, todo dentro de una dialéctica de opresores y oprimidos, aplicando las teorías marxistas del materialismo histórico. La síntesis o resolución del conflicto pasaría por la toma del poder de las mujeres y la recuperación de esa falsa utopía matriarcal. Esta teoría, por lo pueril y simple de las mismas, nos recuerda a las interpretaciones de Rousseau en torno al buen salvaje y la idea de propiedad.
La Modernidad en su conjunto representa un tiempo de exasperación, del choque de las grandes ideologías y paradigmas, de las antítesis y de los conflictos. Es normal que tales circunstancias acaben por enfrentar a hombres y mujeres con su propia naturaleza y lo que representan, porque vivimos tiempos descendentes y de permanente falsificación. La mujer no representa un rol o función social de sometimiento y servidumbre, sino que junto con el varón y en aquellas áreas que responden a sus aptitudes naturales, complementan la labor del hombre en sus análogas funciones, aquellas que caracterizan a su biología, carácter, psique y vertiente espiritual. También es cierto que existe una intoxicación materialista muy marcada en este contexto, y que en las sociedades liberal-capitalistas todas aquellas formas de vida consideradas independientes o liberadas responden a un estándar económico-material. De este modo una mujer que cuide de su prole, de su hogar y cumpla una función tradicional no puede ser más que una esclava. Sin embargo, la mujer que carezca de una familia, que no haya procreado y que incluso sea sexualmente promiscua, manteniendo una independencia económica, responderá más al prototipo de mujer liberada que nos ofrece el feminismo. Y dadas las circunstancias desde Hipérbola Janus afirmamos sin reparo alguno que el modelo de mujer, y también el de hombre, que nos ofrece la Modernidad es la propia ruina de ambos sexos, su desnaturalización y la verdadera esclavitud, que es aquella que trae el materialismo y la pérdida absoluta de funciones naturales y el horizonte de la Trascendentalidad.