Recientemente hemos asistido a una polémica en torno a la cuestión del llamado «pin parental», una pugna dentro del ámbito educativo entre izquierdas y derechas sobre la responsabilidad moral y en la forja de valores en los más jóvenes. Nosotros, Hipérbola Janus, nos negamos a tomar partido en cualquier disputa en el terreno partitocrático, pues nuestro caballo de batalla está en el ámbito de las ideas y en la necesidad de combatir aquellas formas de ideologías modernas que han redundado en visiones erradas y antitradicionales, tanto del hombre, a nivel más antropológico, como de aquellas estructuras de gobierno y de poder que caracterizan a nuestros sistemas políticos actuales bajo las democracias liberales. No obstante, no creemos sorprender a nuestros lectores cuando afirmemos que nos oponemos radicalmente a cualquier forma de perversión e ingeniería social que pueda utilizarse con pretendidos fines didácticos. Del mismo modo, también nos oponemos a cualquier forma de egoísmo y relativismo moral de impronta liberal que implique la claudicación en el terreno moral o espiritual para preservar pretendidos «derechos individuales».
En primer lugar deberíamos atender a las propias contradicciones que emanan de la formulación del estado liberal, en relación a una pretendida neutralidad y vaciamiento de todo contenido ideológico en el terreno moral, religioso o filosófico, de tal manera que sea la libertad de cada individuo la que imponga, en su particular visión, sus propios puntos de referencia en esos ámbitos. De este modo, el Estado debe permanecer en una situación de equidistancia en relación a esa esfera privada que representan las opiniones particulares y, en teoría, no debe decidir sobre qué modos de vida son preferibles o cuáles son mejores en una clara separación entre aquello que forma parte de la esfera privada respecto a aquella pública. Es la fórmula ideada por el liberalismo político en el contexto de la Modernidad, bajo unos poderes públicos y estatales regidos por el principio de absoluta neutralidad, en base a los pretendidos principios de la objetividad científica y el método racionalista, desde la frialdad y desapasionamiento de las consideraciones puramente técnicas. De este modo la consecuencia no es otra que la reducción de cualquier problema político, social o de los valores a la aplicación de diferentes metodologías y técnicas, como si los comportamientos humanos se pudieran reducir a problemas matemáticos o estuvieran desligados de la propia experiencia histórica, la trayectoria vital de los pueblos o sus dinámicas espirituales y tradicionales.
De este modo, el liberalismo es ajeno a la concepción tradicional y orgánica que liga a los miembros de la comunidad a un pasado común, y a unas tradiciones y cosmovisión del mundo concretos. Más allá de cualquier vínculo de esta naturaleza, el liberalismo encuentra su eje de vertebración en la idea de mercado y negociación llevada a todas las esferas de la vida social, lo cual supone que todos los acuerdos comunes serán fruto del contractualismo, de los acuerdos «libremente» alcanzados por las partes implicadas, que hoy se llamarían «agentes sociales». E incluso estas consideraciones son llevadas al extremo de confiar al mercado, ese ente casi divino para los liberales, las funciones de gestión y autorregulación de la sociedad liberal a través de los propios mecanismos impersonales que lo rigen. En la vertiente del liberalismo político tenemos aquello que se concibe bajo la denominación de «Estado de derecho», el pretendido imperio de la ley al cual se someten todos los particulares que forman parte de la sociedad, incluyendo instituciones y al propio Estado, que en teoría debe permanecer en la más absoluta neutralidad y actuar en conformidad al aparato legal previamente establecido. En este sentido estamos bajo aquel principio que vemos repetido hasta la saciedad en innumerables tertulias políticas, en debates a través de las redes sociales y otros tantos contextos bajo la sentencia «tu libertad termina donde empieza la mía». Aquí reside, de hecho, parte del conflicto a partir del cual se genera el dilema de la defensa de una pretendida libertad que está compartimentada en millones de «pequeñas libertades individuales» que se limitan entre sí en virtud de las posturas particulares que cada una de éstas pueda sostener. Se trata de una forma de privatización de las fuentes de la moral, la filosofía o la religión, que son replegadas sobre la esfera privada, mientras que aquella pública es, de alguna manera, objeto de «purificación» para que ninguna de esas posturas particulares sea hegemónica. Esta es la base del llamado «pluralismo», en el cual todas las posturas son válidas e igualmente legítimas, ninguna vale más que otra. En el contexto de una sociedad como aquella liberal, orientada hacia la economía y la impersonalidad del mercado, es la mejor forma de evitar la lógica racionalista y supuestamente objetiva que la regula.
Lo que hemos expuesto hasta el momento sería parte de la teoría clásica del Estado liberal, que dentro de la polémica que planteábamos de inicio nos lleva a la siguiente pregunta: ¿Realmente el Estado liberal es en la práctica objetivo? Está claro que no, y que toda forma de civilización se articula social, religiosa o espiritualmente en torno a la afirmación de una serie de valores y principios compartidos, que son los que nutren su visión del mundo, idea en la que no nos cansaremos de insistir. En el caso del liberalismo también práctica una forma de «moral», aunque ésta se encuentre en las antípodas de aquella que práctica el antiliberalismo o el tradicionalismo.
El liberalismo es ajeno a cualquier principio tradicional, y el eje de esos valores que dice compartir giran en torno a la libertad, entendida ésta en su esencia como la elección particular sin que realmente esté dotada de un contenido o referencia esencial que la guíe. Y aquí está la contradicción precisamente, en tomar la idea de la libertad sobre la base de un desierto normativo, donde realmente todas las opiniones son equivalentes y ninguna vale más que otra. Y es que en la vida real, en la concreción de los hechos, no se puede prescindir de unos valores que guíen un concepto de libertad.
Otra de las contradicciones reside en otro de los ejes del pensamiento liberal, que no es otro que la ideología del progreso, y esa creencia en una mejora continua e ilimitada de los aspectos de la vida material. Esta idea implica una cualificación de los hechos propios de la existencia, tanto aquellos del pasado como los del presente o del futuro. Al mismo tiempo, ésta cualificación de los hechos debe ser necesariamente moral, y pese a situar el progreso en un contexto de «necesidades históricas objetivas» es inevitable plantear un dilema en términos morales sobre las consecuencias de la propia modernidad progresista.
En este contexto también existe otro debate, que es aquel que se plantea en torno a lo justo y al bien. Se trata de un debate filosófico de profundo calado sobre la dicotomía o antítesis entre morales deónticas kantianas y aquellas teológicas aristotélicas. En el caso de las morales aristotélicas hablamos de una ética de la virtud fundamentada en el bien como elemento prioritario y con una finalidad específica. En el caso de aquellas kantianas, que constituyen uno de los fundamentos de la modernidad en términos morales, supone colocar lo justo por encima del bien. Si bien lo justo es lo ideal, el bien forma parte de los deseos de las personas en la medida que sus actos y anhelos se adapten a las exigencias de la obligación moral: el bien será el objeto del deseo justo. Por otro lado, si el bien es fundamental, lo justo será aquello que hay que hacer para alcanzar el bien, de tal modo que ambos conceptos se ven retroalimentados: el bien es aquello que es justo, mientras que lo justo es aquello que está bien. La moral kantiana arruinará por completo esta relación apuntada por la teología aristotélica para conformarse con lo justo, y deduciendo a partir de éste, que una sociedad puede vivir conforme a unos principios de justicia que no entrañen ninguna concepción particular del bien, ni sobre su sustancia particular. De forma que plantea una ley moral puede imponerse a los sujetos individuales incondicionalmente, y al margen de sus deseos, hasta el punto de determinar el bien, y no al revés. A partir de este momento la validez moral de un argumento no tiene por qué coincidir con su legitimidad política, de tal modo que se establece una separación entre el bien y lo justo en el ámbito de lo público. La justicia y lo justo no atiende a ninguna concepción del bien, a una ética del honor, sino a la racionalidad y a los intereses individuales.
El mismo carácter subjetivo y particular que entraña el concepto de libertad en el liberalismo, lo encontramos plasmado en la ideología de los derechos humanos, que son de un carácter inalienable y que también tienen un fundamento esencialmente moral. No obstante, éstos, al ser planteados como universalmente válidos, también asumen una apariencia de «neutralidad» en la medida que son construidos al margen de toda concepción particular del bien. De tal manera se pretende construir un principio de justicia universalmente válido y aplicable desde una supuesta neutralidad para invadir el ámbito de lo público y plantear una moral pública de aquello que «debe ser». Así, toda sociedad demoliberal debe adaptar al cuerpo jurídico que la vertebra la ideología de los derechos humanos. A partir de este principio las voluntades y comportamientos individuales deben adaptarse a los contenidos de esta ideología, que en los últimos decenios especialmente han visto aflorar multitud de reivindicaciones paradójicamente particulares, que ligadas a los movimientos contraculturales del 68 han desembocado en un buen número de pseudoideologías que pretenden erigirse como guardianes de la moral y la ortodoxia derecho-humanista en todo el orbe de la llamada cultura occidental.
En este contexto la ideología derecho-humanista y sus derivaciones han acaparado todo el espectro ético-moral y existencial en nuestro mundo de hoy. Nadie puede ser considerado una persona de bien, moralmente sana y socialmente adaptada en la medida que no acepte en su integridad esta suerte de derecho-humanismo de cuño liberal y occidental. Es imposible «ser persona» si no transiges con los postulados unívocos de las ideologías de género, sostenidos como parte de una moral social derecho-humanista, con un carácter autoritario frente al cual no caben matices de ningún tipo. Se trata de un «bien universal» que, como decíamos anteriormente, trasciende las opiniones particulares y el derecho de cada cual. En la propia Declaración de los Derechos Humanos de 1948, como en la de 1789 y en todas los restantes textos legales de matriz liberal encontramos los mismos conceptos que hemos desarrollado respecto a la libertad kantiana sin reglas, una concepción negativa. Existe un sentido nihilista y autodestructivo en la lógica derecho-humanista que vemos en nuestros días, a través del propio proceso descendente de la Posmodernidad, así como los mencionados procesos disolutivos impulsados por la contracultura sesentayochista, que son los que nos llevan a una exasperación de unos «nuevos derechos» que vienen relacionados directamente con las llamadas «identidades particulares». Retomando los textos legales en los que se funda el derecho-humanismo liberal, aquellos de 1789 y 1948, hay un principio decisivo que es la fundación de toda autoridad en el sufragio, sin que haya otras fuentes a partir de las cuales se pueda edificar otra forma de autoridad que no sea aquella que comprende la voluntad humana. Este es uno de los grandes problemas que genera en torno a la libertad y la autoridad en los regímenes burgueses, de modo que se pone en duda todo aquello que no esté sancionado por el sufragio: la autoridad de los padres sobre los hijos, en la familia o en el ámbito educativo. Se trata de un proceso de demolición de las autoridades naturales, que se ven sistemáticamente negadas por la lógica del liberalismo, desde la moral kantiana, pasando por los textos legales y constitucionales del liberalismo hasta llegar a la Posmodernidad con sus destructivas pseudoideologías deshumanizadoras.
Ahora es el momento de volver al inicio para concluir este artículo, y reafirmarnos en nuestra radical oposición hacia cualquier ingeniería social que pervierta la infancia a cualquier nivel dentro del ámbito educativo, pero al mismo tiempo también nuestro rechazo a la integridad del sistema liberal, a sus falsas libertades y la negación del papel de la Tradición, de los derechos naturales y los Absolutos que deben articular cualquier comunidad humana bien pertrechada y sanamente constituida en principios sagrados e incontestables. La Libertad, la Verdad o la Autoridad no son principios que puedan someterse al relativismo moral o intelectual de los particulares, como promueve la doctrina liberal a través de sus asertos ideológicos. En este terreno debemos apelar a la radicalidad de los principios en su sentido etimológico, de tal modo que en la batalla de las ideas hay que reivindicar principios Absolutos, radicales e irrenunciables, proponiendo un modelo antropológico y de civilización, una auténtica Cosmovisión que debe superar las componendas propias de la democracia liberal.