Así es que cuando el ánimo se aleja de las cosas humanas y se dirige a las plantas, a los animales y a los minerales, no es un un error, como a veces se escucha decir.
Aquel acto puede ser una señal pura del esfuerzo de autoconservación, del deseo de formar parte de una existencia superior. Si las fuentes se secan, se va al río. Allí no es necesario creer: el milagro es obvio.
Cuando todo es silencio las cosas comienzan a hablar; piedras, animales y plantas se convierten en hermanos y hermanas y comunican aquello que está oculto.
Un arco iris invisible que rodea aquel visible.
—Ernst Jünger
El culto a la naturaleza
La naturaleza, considerada como un espacio sagrado, en el que los elementos que la componen participan en un orden cósmico, más elevado, de acuerdo con unas leyes eternas e infalibles, es una concepción de lo sagrado que se manifiesta en cualquier civilización, forman parte de las concepciones más elementales del sentir de toda comunidad humana. Sacralizar la naturaleza o hacerla partícipe de algo que la supera y al mismo tiempo la contiene, como una parte esencial de su estructura, como un Principio donde la ley sagrada es capaz de inscribir sus mensajes y que incluso puede ejercer el papel de mediador o transmisor de esos mensajes encriptados que el lenguaje humano, muy lejos de aquellas formas sagradas de comunicación de la humanidad primigenia, es incapaz de transmitir.
Podemos referirnos a las formas más primigenias de espiritualidad, como son aquellas animistas, que nos remiten a cultos remotos vinculados a objetos naturales o a determinados entornos de veneración que adquieren una significación mágica. Paradójicamente, frente a lo que podría plantearnos la modernidad desacralizada, es precisamente esa conciencia de lo sagrado, la que en los albores de la humanidad guarda una relación directa con el culto a los elementos de la naturaleza, a partir de la cual la conciencia del mundo real se ha hecho más fuerte, extrayendo una significación más profunda del mundo que nos rodea. De otro modo, sin esa conciencia sagrada vinculada a un rico y variado universo simbólico, todo sería un fluir caótico y desordenado sin sentido alguno.
Dentro de las etapas propiamente históricas no podemos ignorar que el fin de las glaciaciones y el avance de bosques frondosos y tupidos originaron cambios fundamentales en la existencia humana. En ese sentido, la eclosión de una naturaleza en todo su esplendor dio origen a nuevas formas de vida, y es algo que vemos reflejado en ciertas formas rituales asociadas a la animales o a árboles, tal y como nos relata el propio Mircea Eliade, con el hallazgo de animales o árboles que han recibido algún tipo de tratamiento, ritual, simbólico o que han sido modificados, algo que no es algo infrecuente durante esa época. Igualmente, durante este periodo todo el Levante español aparece plagado de representaciones de arte rupestre que preludian la domesticación masiva de animales y plantas que caracteriza al Mesolítico como etapa de transición de la caza y recolección a la domesticación y sedentarismo en entornos concretos.
El árbol invertido
Desde esas fechas pretéritas comienzan ya a desarrollarse un estrecho ligamen que no solamente implica una relación de explotación o beneficio de ese entorno natural, sino que, como ya hemos apuntado, implica una serie de desarrollos a nivel espiritual de amplio calado. Pese a que vivimos en mundo claramente desacralizado, donde la percepción de realidades inmateriales parece haberse anulado por completo, el hecho de pasear por un prado o internarse por un bosque implica una experiencia muy diferente a aquella experimentada cotidianamente en el entorno urbano. Los árboles y las plantas son depositarias de una realidad simbólica y, al mismo tiempo, fuentes de energía y una imagen del propio Cosmos a través de la idea de vida, muerte y regeneración.
De este modo aparece la imagen de un microcosmos que bajo el ejemplo de Yggdrasill sostiene sobre sus ramas el cielo, mientras que el tronco representa el mundo intermedio para terminar en las raíces, que alcanzan el mundo ínfero. Pero al mismo tiempo existe también otra imagen, más icónica y genérica, que es aquella del Árbol Cósmico invertido que ahonda y arraiga con sus raíces en el cielo al tiempo que extiende sus ramas en el ámbito de lo visible, que representan simbólicamente el éter, el aire, el fuego, el agua y la tierra. Se trata del Ashvattha eterno al que se hace referencia en los Katha-Upanishad como «aquel cuyas raíces van hacia lo alto y las ramas hacia lo bajo, es lo puro, el Brahman, aquello que llamamos la no-muerte ¡Todos los mundos descansan en él!». Hay una doble significación asociada a estas dos representaciones: por un lado, el árbol de las raíces en el cielo representa la creación en su movimiento descendente; mientras que, por otro lado, el árbol que presenta la posición inversa, con las raíces ocultas bajo tierra representa un movimiento ascendente de lo manifestado a lo no-manifestado. Comprenden los dos aspectos del mismo árbol, nos dice Coomaraswany, «son un solo e idéntico logos, que en ocasiones parte del Silencio y del No-Ser, mientras que en otras vuelve».
También nos aparecen referencias al simbolismo del árbol invertido en las grandes religiones monoteístas, y así lo testimonian fuentes hebreas como aquella del Zohar:
Sí, el árbol de la vida se extiende desde lo alto hacia lo bajo y es el sol el que lo ilumina todo. Su esplendor comienza en la parte superior y se extiende por todo el tronco.
Sus raíces permanecen ocultas a los ojos del hombre que todavía no ha abierto los ojos del conocimiento, se coloca ante Keter, que representa a la fuente de la manifestación: de ella proceden los Sefirot, que vienen a simbolizar los atributos, los poderes y potencialidades que se manifiestan en la creación. En la tradición islámica las raíces del árbol de la felicidad se hunden en el último cielo mientras sus ramas se extienden bajo la tierra. Existe también una antigua balada finesa que habla de un roble que «tiene sus raíces en la parte superior y en el extremo opuesto su corona». De hecho, los lapones celebran anualmente una ceremonia en la que se simboliza el sacrificio de un árbol que se ofrece en un altar representando sus raíces en un extremo y la corona invertida, todo a modo de tributo al dios de la vegetación.
Pero las referencias al árbol invertido, con todas sus connotaciones simbólicas asociadas a la división del universo, a modo de tríada en el que se dividen los mundos manifestados y no-manifestados, o como referencia al universo de lo trascendente frente a lo profano, potencialidades ocultas y otras reminiscencias de otro tipo, las vemos reflejadas en otros muchos ejemplos: como en las fuentes clásicas con el Timeo de Platón, donde el autor ateniense compara al hombre con un árbol invertido en el que las raíces tienden al cielo mientras las ramas lo hacen hacia la tierra. Asimismo, en los primeros textos apócrifos de los hechos de los Apóstoles, en los Hechos de Pedro, vemos como el apóstol suplicaba a los verdugos:
Crucificadme así, del revés, y no de otro modo (…) De hecho, el primer hombre, con el cual tengo en común el género de la especie, cayó boca abajo (…) y la posición en la cual me encuentro ahora colgando es la imagen del hombre que nació primero.
Un arquetipo de árbol cósmico: Yggdrasill
Una de las imágenes más representativas del gran árbol cósmico que se alza hasta alcanzar el cielo y hunde sus raíces en las profundidades de lo ínfero como eje del mundo, sosteniéndolo en un proceso de continua regeneración es aquella del fresno Yggdrasill, descrita en el Edda del autor islandés Snorri Sturluson (1178/1179-1241), en lo que viene a ser la reelaboración en prosa de tradiciones antiquísimas de la mitología nórdica.
El autor islandés nos relata: «Yggdrasill es entre todos los árboles el más grande y el mejor; y sus ramas dominan el cielo». En su base se apoya sobre tres raíces que se prolongan en distintas direcciones; la primera de ellas alcanza la tierra de los Ases, de los dioses celestes emparentados con Odín, debajo de ella hay una fuente, ubicada en una hermosa sala donde hay tres niñas, las Nornas, «que dan la vida a los hombres» determinando su Destino y preocupándose de que el árbol no se seque ni marchite. alimentándolo con agua pura y sagrada que mezclan con arcilla.
La segunda de las ramas llega hasta la tierra de los gigantes de la escarcha, en lugar donde en un tiempo hubo un abismo primordial, Ginnungagap, un espacio cósmico colmado de fuerzas mágicas, un espacio que contenía el estado informe y potencial de lo existente. El gigante Ymir, cuyo cuerpo fue tomado del mundo, fue sacrificado en medio de ese abismo. Junto a esta raíz discurre la fuente Mímir, donde se oculta la sabiduría y el ingenio, y quien la posee lleva el mismo nombre y posee todas las virtudes del conocimiento en la medida que bebe de esta fuente con el cuerno Giallarhom.
La tercera y última raíz la encontramos proyectada en el cielo y bajo ella hay una fuente que tiene una especial significación en lo que ha su contenido sagrado se refiere, Urdharbrunnr es su nombre, y es donde los dioses tienen su tribunal.
Por lo que se refiere al tronco, aquí vemos desarrollarse un antagonismo de lo más interesante, que es aquel que nos remite a la lucha dialéctica entre la esfera divina y aquella demoníaca, entre el bien y el mal, y de la cual tenemos conocimiento gracias a la ardilla Ratatoskr, que desciende del árbol y transmite aquellas palabras que ha intercambiado con el águila, de cuclillas entre las ramas, mientras entre sus ojos se alza un halcón, mientras una serpiente demoníaca se alimenta de las raíces. Otros animales rodean el árbol y se alimentan de sus hojas.
El árbol representa de esta manera una fuente de sabiduría cósmica, un arquetipo universal que contiene las distintas formas de vida que anidan en el universo, y es por esa razón por la cual Odín aprende de él los misterios de la esa vida universal, representados por las runas, permaneciendo suspendido durante nueve días y nueve noches sin comer ni beber sobre sus ramas y superando todo tipo de pruebas iniciáticas. Y es que existe un vínculo profundo entre Odín y el árbol Yggdrasill, que significa «caballo de Yggr», que es uno de los nombres del dios nórdico. Es precisamente por este motivo por el cual todas las letras del alfabeto rúnico están formadas por ramas de fresno.
De hecho, Yggdrasill sobrevivirá a la gran destrucción, al Ragnarök, el gran drama cósmico de la última batalla que destruirá el universo. Después de esta terrible prueba «la tierra saldrá del mar y será hermosa», un nuevo sol emergerá poblado de dioses, hijos de aquellos que han muerto en la contienda cósmica, al tiempo que Baldr, el dios bueno, cuyo asesino había provocado la catástrofe, resucitará. Paralelamente, un hombre y una mujer, que habían quedado protegidos entre la madera de fresno sobrevivirán, se trata de Lif y Lifthrasir, quienes se mantendrán con vida alimentándose del rocío matutino y engendrarán a la futura humanidad.
Despertar del bosque, de Arturo Onofri
Resurge, de la noche que se disipa
la primera voz de árboles tranquila.
Entre las ramas empapadas, gota a gota,
se escurre brillante el rocío.Murmullos vagos de hierbas y corrientes
entre el roer de un lirón todavía famélico.
En un arbusto, un vago anhelo
entre el aleteo tácito de los pájaros.Y desde el terror selvático, las sombras de enjambres
huyen hacia sus exilios matinales;
lloviendo, entre el follaje negro, filos
trémulos de oro, sobre ramas vocales.Melodía de la luz, incierta y varía
en una languidez todavía evanescente;
también, entre las frondas grises y somnolientas
ya azulea el pálpito del aire.Y de improviso, en el silencio, un coro
estalla entre el tumulto, resuena en todo el cielo
mientras, lejos, a partir de un líquido rosáceo,
se alzan montes fulgurantes de oro.