En los últimos tiempos mucha gente habla, a priori no sin razón, de la inexistencia de un orden moral. Muchos rememoran con cierta melancolía la existencia de tiempos pretéritos donde el individuo tenía un asidero normativo y de valores donde apoyarse ante los dilemas que la vida pudiera plantearle. La comparativa entre el mundo del Ayer, forjado sobre sólidos e inamovibles principios, sobre una moral tradicional que durante la época de la Contracultura fue denominada como aquella de «la sociedad de los padres», dio paso a una etapa en la que la debacle ético-moral, la disgregación de los valores colectivos y orgánicos, y el triunfo de los (anti)valores disgregados del individuo parecieron dominarlo todo. Durante el último medio siglo hemos vivido una situación de regresión moral y, en nuestra opinión, espiritual, de tal magnitud en medio de una dinámica acelerada y desbocada de un tiempo que parece precipitarse hacia su propio fin.
Sin embargo, y pese a las apariencias, nos hallamos inmersos en una curiosa paradoja, y es que lejos de la inexistencia de un orden moral, nos encontramos inmersos en un nuevo orden moral. Y es un hecho generalizado que abarca a todos nuestros contemporáneos, al menos en las sociedades occidentales, donde este nuevo orden moral rige nuestras vidas y regula nuestro comportamiento de forma permanente. Curiosamente, aquellos que se han erigido como referentes de ese nuevo orden moral prefieren hablar de ética para evitar las connotaciones religiosas que pudieran derivarse del término y quizás también por la prevalencia de un pensamiento laicista generalizado, y eso a pesar de que ambos términos, en su raíz etimológica (ética y moral) hacen referencia a la misma noción.
Pese a que las formas de moral tradicional estén desapareciendo, ello no quiere decir que ésta no venga sustituida por otro sistema para cumplir una misma función, aunque esté dotada de un contenido radicalmente distinto. La propia naturaleza humana, el gregarismo que le es inherente, es el que trata de infundir un patrón básico de comportamiento en aquellos individuos que la integran. Atendiendo a una cierta dialéctica entre los dos sistemas morales, aquel que va desapareciendo y el otro que ha venido a ocupar su lugar, hay una diferencia sustancial entre ambos: mientras que la antigua moral venía a forjar el comportamiento, las normas y los valores del individuo en su interacción social, dentro del contexto de la comunidad, el nuevo orden pretende imponer un rígido sistema moral a la sociedad, sin pensar en los individuos que la integran. El peso del deber moral pasa de lo colectivo a lo individual. Las antiguas virtudes estaban reguladas por un principio del «bien» y de la «justicia», que tienen ciertas reminiscencias platónicas, y que implicaban un actuar justo dentro del cultivo de determinados comportamientos y actitudes de carácter objetivo. En la actualidad el «bien» y la «justicia» han adquirido otro matiz sensiblemente diferente, orientado a ajustar los comportamientos, ideas y juicios de valor a un determinado patrón, a un cierto ideal de cómo deberían ser las cosas. Obviamente esa imagen ideal no tiene en cuenta como han sido las cosas hasta ese momento, como se han desarrollado en su devenir histórico y como han llegado hasta nosotros. Ignora la genealogía más básica de la sociedad inmediatamente anterior, y pretende reducir todos sus aspectos complejos, la raigambre profunda que los pertrecha, a una simple categoría móvil y reemplazable, carente de valor y sujeta al capricho de cualquier ingeniería social.
En este contexto vemos trazados los caracteres básicos del pensamiento utópico, que ignorando los hechos de la realidad, pretende alterar un orden dado en función de un ideal absolutamente contrario a la naturaleza de las cosas y esa misma realidad en su conjunto. Y es que este pensamiento utópico carece de la seriedad que requiere un análisis objetivo y cercano de esa realidad, carece de toda mordiente crítica y, al modo de un adolescente, contempla aquello que le rodea desde la ensoñación infantil y el simplismo más absoluto. Dentro de este esquema existe la idea de que el mundo se encuentra sumido en un «error» que debe ser subsanado y corregido, y que el éste debe ser transformado para ajustarse a esa nueva realidad ideal, ignorando, como decíamos, la complejidad de la misma, sus innumerables imbricaciones y matices o la propia genealogía o intrahistoria que los vertebra.
Un buen ejemplo de este tipo de razonamientos podríamos verlo en una de las innumerables ramificaciones de las denominadas ideologías de género, y en particular en aquello que se ha dado en llamar «lenguaje inclusivo», donde las categorías del lenguaje, y el uso del mismo deben adaptarse a «nuevas realidades de género», y paliar una pretendida injusticia histórica que, dentro de la aplicación de la dialéctica marxista y del materialismo histórico, habría forjado una primacía y sometimiento de la mujer a manos del hombre. En virtud de esta relación de sojuzgamiento, el uso del lenguaje habría tenido un matiz decididamente masculino, destinado a invisibilizar a la mujer y de ahí que el mismo lenguaje esté impregnado de esa misma injusticia y deba someterse a un revisionismo y corrección destinada a eliminarla. Es evidente que para quienes defienden esta idea la etimología de las palabras, la evolución natural del lenguaje, los complejos usos del mismo o la opinión de los académicos de la lengua carecerán de importancia y no tienen valor alguno dentro de este esquema mental. La justicia o la ley, las normas de convivencia o aquellas ideas socialmente aceptadas deben ser cambiadas o alteradas en función de un pretendido principio de «equidad», el que viene marcado por esa pretensión utópica e «ideal» que es absolutamente subjetiva.
En el fondo, este nuevo orden moral que pretenden imponernos desde la aplicación de ingenierías sociales, de forma sistemática y acelerada, no deja de tener su origen en los ya conocidos principios del progresismo liberal. El mismo pensamiento utópico que la guía es aquel que se fundamenta en una concepción lineal del tiempo y de la historia, bajo el mismo espíritu mesiánico de salvación y de fe ilimitada en el progreso con el que fue concebido durante la Ilustración, en el Siglo de las Luces. Esa idea a partir de la cual se pretendía crear un tipo humano y una sociedad perfecta, idílica, como eternizada en el tiempo y el espacio, en el Fin de la Historia que teorizó Fukuyama, aunque prescindiendo de cualquier connotación religiosa, está imbuida en los mismos preceptos religiosos que tratan de negar. Lo que ha marcado este planteamiento ideológico, y con éste el conjunto de la Modernidad, han sido los derechos subjetivos del individuo, y éste, como sujeto histórico de nuestro tiempo, los ha sistematizado y normativizado a través de los «derechos humanos», que tiene un trasfondo profundamente moral, dentro de esa concepción de lo que el mundo «debería ser» y «no es». Y en ese sentido un nuevo moralismo, todavía más invasivo e implacable, se abre camino en todos los ámbitos de la sociedad posmoderna. Los mass media se han erigido como el canal o la vía para difundir este moralismo de cuño progresista y liberal, y de hecho tenemos innumerables ejemplos a través de la regulación de determinados comportamientos, en el uso del lenguaje, como apuntábamos con anterioridad, o en otros muchos aspectos, en multitud de ocasiones convirtiendo lo anecdótico y banal en motivo de cruzada moralista y mediática contra determinados colectivos o personas que no se ajustan a su patrón de pensamiento. Son especialmente castigados por este nuevo imperio moral aquellas ideas que «atentan» contras las denominadas «identidades particulares», contra los individuos que pertenecen a «minorías» o «grupos discriminados», no es posible expresar una opinión sin que ésta sea susceptible de herir o dañar a estos grupos si en su exposición ven contrariadas sus posturas. El hecho de tomar una posición determinada significa que puede hacerse un juicio de valor de la persona que la expresa, y con ella juzgarla moralmente, en su naturaleza más íntima, e incluso convertirla en alguien deleznable u objeto de ostracismo o rechazo social. Porque no olvidemos que desde los mass media existe el objetivo de educar y moralizar mediante la imposición de este nuevo código moral que la colectividad debe interiorizar hasta sus últimas consecuencias. El ejemplo más claro de esta tendencia se ve reflejado entre los llamados millenials, que son aquellos jóvenes nacidos en el presente siglo, y en quienes ésta sensibilidad viene especialmente exacerbada.
Los antiguos valores aristocráticos, la lucha por la vida, el reconocimiento de la existencia de contrariedades, de antítesis y la dureza de la vida en general, que parecían ser valores que nuestros abuelos y generaciones precedentes en general, y regían sus modestas existencias parecen haber dado paso al predominio del egoísmo, el individualismo materialista, el bienestar económico y la búsqueda permanente de seguridad en todos los espacios de la vida. Este último elemento recuerda a aquel otro cliché moral de los «espacios seguros» para minorías y grupos sociales considerados como «oprimidos», y que deben preservarse de todo posible ataque a su integridad moral colectiva. Guiada tras el señuelo de la doctrina de los «derechos humanos» y con los ropajes de un pretendido «humanitarismo», esta nueva doctrina asume los principios de un totalitarismo progresista que roza, cuando no supera, lo grotesco y esperpéntico. El problema para combatir los asfixiantes mecanismos que pertrechan esta moral deviene de la defensa de una pretendida «justicia», del «bien absoluto» y de otros principios que, convenientemente edulcorados en un discurso absolutamente maniqueo y demagógico siempre terminan por identificar a sus detractores con el «mal», con aquellos que están en contra de los «derechos humanos», pese a que los argumentos lógicos puedan destruir todo su argumentario con extrema facilidad.
Obviamente, el discurso hegemónico que encarna todas estas ideas, y la voluntad de imponerlo mediante la fuerza, generando antítesis falsas, ha triunfado gracias a la estupidez generalizada de gran parte de la población de los países de la Europa occidental. El hecho de que existan auténticos mantras ideológicos tras estas imposiciones, y que sean fácilmente desmontables mediante recursos argumentales no demasiado complejos, delata una merma en el hábito del pensamiento lógico que en nuestros días, con toda la cultura tecnológica y material que facilita la comodidad de nuestras vidas, parece haber anulado la capacidad para comprender y analizar la realidad en su integridad. La incultura generalizada, y la imposición de un modelo de pensamiento burgués y capitalista, bajo la lógica aplastante del dinero, con la consecuente primacía del aparentar sobre el Ser o, lo que es más importante, que la Escuela haya abandonado su función educativa convirtiéndose en un centro de adoctrinamiento o reduciéndose a la cumplimentación de un mero expediente académico, porque los conocimientos prácticos, bajo un criterio utilitarista, han desbancado a otro tipo de saberes que contribuyen a forjar un espíritu crítico o una personalidad verdaderamente aristocrática. De este modo, la educación se ha plegado a los intereses y exigencias del mercado, y ahora solamente es un trampolín o medio para surtir a ese mercado de nuevos productores de recursos y bienes económicos.
Al mismo tiempo, el papel de los referentes culturales e intelectuales en nuestro tiempo han dejado paso al papel de internet, las redes sociales y aquello que los mass media difunden, generando un patrón de pensamiento con una serie de autores, absolutamente vacíos e inofensivos en su discurso, que forman parte de una suerte de mercadotecnia cultural diseñada por el propio sistema. Estos referentes acaban convirtiéndose en instrumentos de los grandes mantras ideológicos de esos «guardianes del nuevo orden moral», de tal modo que en lugar de recibir la denominación de «escritores», «pensadores» o «intelectuales» son realmente propagandistas. Por ese motivo este tipo de figura debe ser mediática, y presentar sus «ideas» bajo ese formato, sin el elitismo o aristocracia espiritual que caracterizó al zeitgeist de otras épocas. Al margen de esas características el papel de ese referente se ha «democratizado» notablemente, hasta tal punto que cualquiera puede encarnar ese papel por el mero hecho de publicar un libro o autoproclamarse como tal. Del mismo modo, una cuenta de twitter puede convertirse en referente del pensamiento mainstream, con miles de seguidores y una notable influencia sin representar nada verdaderamente original ni digno de tal notoriedad. La devaluación del «producto cultural», considerado como un bien de consumo masivo, adaptado a los criterios del mercado pervierte cualquier significado profundo y crítico del cual éste pueda ser depositario. Al final todo resulta vacío e inconsecuente, y el receptor de ese «producto» lo percibe como un mero entretenimiento momentáneo, sin ningún efecto prolongado sobre éste, que lo concibe todo bajo esa concepción efímera y utilitarista del tiempo. Es la proclamación del igualitarismo absoluto, sin criterio ni una jerarquía definida, el fruto de la desconsagración y la pérdida del sentido de Centro que caracterizó a las sociedades tradicionales y que todavía, hasta tiempos no muy lejanos, mantenía cierto vigor.
De este modo se han ido imponiendo, y aposentándose en la conciencia de las masas, los mecanismos mentales y psicológicos de ese nuevo orden moral, con todas sus formas de autocensura, represión y ese prisma subjetivo y emocional que tanto le caracteriza. La deconstrucción de cualquier categoría objetiva de pensamiento se ha convertido en la premisa fundamental para combatir una pretendida «cultura dominante y adquirida», la cual se considerada errada desde sus mismas bases, nacida de la opresión y el sojuzgamiento en una eterna antítesis entre víctimas y verdugos, una deuda histórica que los nuevos tiempos que corren pretenden paliar aplicando la justicia del «bien absoluto». Y así tenemos a los apóstoles de este nuevo orden que aspira a redimirnos de una naturaleza lastrada, donde subyace el prejuicio, la violencia y la opresión, que parece ser innata y asociada a ciertos grupos sociales al tiempo que todo es un constructo social en un oxímoron que parece definir muy bien la naturaleza y sentido que ha adquirido el establishment en la construcción de una auténtica distopía que, en nuestra modesta opinión, no es sino el preludio de un fin de ciclo.