La idea de Oriente y Occidente nos aparece como una constante dentro de los debates y discusiones sobre la permanencia o no de una continuidad de ritos, doctrinas y vías que podamos identificar como parte de un conjunto, como anejas a un conglomerado de enseñanzas de carácter iniciático que nos remiten a una serie de ítems ideológicos que, en su globalidad, podríamos identificar, en mayor o menor medida, con una Tradición regular. En este sentido René Guénon, como referente fundamental a lo largo del siglo XX de las corrientes de la Tradición Perenne, toma como base fundamental de todos sus análisis la idea de un diseño unitario, más allá de cualquier contingencia histórica o intelectual de su tiempo, y lo hace sobre la base de una serie de principios reputados como inmutables y superiores a las contingencias, sean de la naturaleza que sean.
Con el estallido de la I Guerra Mundial, la crisis de valores y la consecuente revisión que se derivó de los efectos de la propia contienda, los millones de muertos sobre los campos de batalla, la destrucción por doquier o el fin del ciclo histórico de los grandes imperios, muchos de los elementos que habían articulado la llamada Civilización Occidental fueron puestos en cuestión, y consecuentemente también se plantearon las posibilidades que aguardaban ante un futuro incierto. Se hablaba de salvar la Civilización Occidental, y se emprendieron críticas relacionadas con los aspectos intelectuales, filosóficos y estéticos asociados a la misma, al tiempo que se hacía una apelación de las «filosofías» de Oriente, y las posibles consecuencias que un fenómeno de irradiación religioso, espiritual o en cualquier otro sentido ocasionarían sobre la Europa devastada, no solo por la guerra, sino por una profunda crisis moral y de valores, que si bien se vio incrementada con la guerra, ésta hundía sus raíces en las últimas décadas del siglo anterior. Durante esta época, la prestigiosa revista cultural Cahiers du Mois dedicó uno de sus números a la cuestión de la crítica de la sociedad occidental, aunque remitiéndose, especialmente, a orientalistas que tendían a imponer un punto de vista fundamentalmente occidentalizado del propio Oriente, tal era el caso de Henri Massis, quien mantuvo un contacto prolongado con el propio Guénon. En este contexto y ambiente de revisión y puesta en tela de juicio de los propios valores fue concebida la famosa obra Oriente y Occidente por René Guénon, que ya en su momento tuvo una acogida muy variada, suscitando multitud de posturas encontradas.
Poco conocidas son las reacciones que se dieron dentro del nacionalismo orgánico de la época y el ambiente intelectual francés, en especial en lo que se refiere a la formación más vanguardista del momento, como fue la Action Française de Charles Maurrás. A juicio de algunos investigadores e historiadores intelectuales, Guénon se sintió seducido, pese a su confeso apoliticismo, por las tendencias antimodernas proclamadas por la formación política maurrasiana, pero el entendimiento entre el perennialismo guenoniano y el nacionalismo orgánico era imposible, especialmente desde el momento en el que éste último era partidario de un frente común entre la burguesía positivista y laica con los católicos con el fin de salvaguardar la Tradición grecolatina y la civilización mediterránea, ante la cual eran conocidos los prejuicios y hostilidad del tradicionalista francés. Pese a todo, en principio la Action Française acogió de buen grado las primeras obras de Guénon, especialmente en la medida que eran condenados los principios democráticos, eso pese a que Maurrás se burlaba de la concepción cíclica de la historia argüida por el hinduismo. Hasta el final de la Gran Guerra la actitud de gran parte de los tradicionalistas políticos, aquellos que estaban bajo el paraguas ideológico del nacionalismo orgánico, había sido de decidida hostilidad frente a las influencias de Oriente y una manifiesta postura en defensa de la Tradición Occidental, pero a raíz de la vasta difusión de la obra Spengleriana comenzará a desarrollarse cierta mentalidad «escatológica» en Occidente y una postura mucho más favorable hacia ciertas formas de metafísica oriental. Sin embargo, en el caso de Action Française y su Tradicionalismo Occidental y católico tuvo siempre sus bases firmemente asentadas sobre la idea del Antiguo Régimen y la monarquía como fundamento ineludible de su modelo ideal, donde el catolicismo también era una de las piedras angulares. Frente a este modelo, el Tradicionalismo de Guénon era universalista y metafísico, por encima de cualquier confesionalidad puramente religiosa y ni tan siquiera se afirmaba como europeísta. En el caso de Maurrás, que representaba el alma y totalidad de la doctrina de su partido, partía de un principio filosófico que tendía a buscar la unidad de lo absoluto, como un principio infinito, al cual había que reprimir, dar forma y disciplinar para conservar la unidad y armonía de lo múltiple, y al mismo tiempo remitiéndose permanentemente a la herencia clásica, de vital importancia, lo cual suponía una imposibilidad de entendimiento con los postulados guenonianos.
No obstante, nunca se dio ninguna disputa abierta ni polémica entre Charles Maurrás y René Guénon y, de hecho, éste último nunca expresó públicamente su postura respecto al primero, de modo que cualquier confrontación entre ambos debería llevarnos exclusivamente al plano teórico. Pese a ello, lo que sí es evidente es que René Guénon tuvo en mente la idea de la restauración de una Tradición Occidental bajo el Catolicismo, y en este sentido son conocidas sus relaciones con ciertos personajes del ambiente intelectual del catolicismo francés. Es el caso de Jacques Maritain, autor con el que tomó contacto en 1922 y que, de algún modo, planteó ciertas dicotomías en la relación entre Catolicismo y modernidad, como se desprendía de su doble naturaleza, entre una base inequívocamente antimoderna, fundada en sus milenarios orígenes y, al mismo tiempo, una voluntad de adaptarse al presente, a las nuevas condiciones fijadas en el mundo tras el triunfo del liberalismo burgués. En Maritain estas antítesis se reflejaron bajo los términos «antimoderno» y «ultramoderno», y que buscan un referente en Santo Tomás de Aquino, padre doctor de la Iglesia Medieval, y sistematizador de una doctrina universal. El Tomismo postulaba que la sabiduría, una vez formulada, podía crecer sin fin y era susceptible de asimilar toda verdad. De manera que la antimodernidad de Maritain, merced a su apelación al tomismo, implicaba rechazar los errores del presente, al tiempo que su ultramodernidad se movía en torno a las verdades reveladas sobre el futuro. Sin embargo, y pese a no mostrar una radical intransigencia frente a la modernidad, se consideraba antimoderno en la medida que la modernidad, como fenómeno histórico, político-ideológico y espiritual había nacido de una revolución anticristiana, de la negación de valores eternos y trascendentes. Y en este sentido debemos atender a nuevas dicotomías o antítesis entre una vida espiritual corrupta y en progresiva degeneración, en contraste con las vidas particulares, múltiples y en permanente desarrollo, que seguían mostrando una riqueza de variadas aportaciones, los ejemplos particulares de muchas vidas rectas y en conformidad con el ideario cristiano. Por otro lado, y en referencia al otro polo, aquel de la ultramodernidad, Maritain se declaraba tal en la medida que, como cristiano, creía en una vida futura, aquella del Paraíso que aguardaba tras el Juicio Final. En este sentido, los análisis históricos retrospectivos que el autor católico lanza sobre el pasado no dejan de ser muy similares a los trazados por el propio Guénon o cualquier otro autor de la Tradición Perenne, y eso lo vemos cuando Maritain acusa de barbarie a los fenómenos que marcan el rumbo descendente hacia la modernidad, como son el Renacimiento y la Reforma, que bajo la reivindicación de principios arcaizantes, no ocultan otra cosa que un principio de barbarie, que el propio discurso del método cartesiano vendrá a corroborar bajo un auténtico elemento de barbarie intelectual que atacará directamente a las generaciones precedentes.
Las conclusiones de Jacques Maritain son muy precisas, y no dejan lugar a la arbitrariedad o a la especulación, y es que no preconiza un retorno al Medievo, y pese a que cualitativamente fue mejor que la era moderna, se puede considerar como una etapa histórica superada, y en tal sentido las normas y principios eternos deben inspirar un mundo nuevo, tienen que forjar una materia de nueva impronta. No se trata ya de destruir el mundo moderno, sino de conquistarlo y transformarlo, al menos para tratar de retrasar el inminente proceso de caída, que ya muestra sus primeros signos en la Reforma luterana. En el caso de Maritain era obvio que ese mundo moderno debía convertirse en el objeto de ambición de un catolicismo que augurase una integración de los principios tomistas.
En el caso de Guénon, al margen de la ambigüedad del pensamiento católico, de la idea de una Tradición Occidental, en lo que sería otra parte del debate con muchas aristas y elementos en discusión, que podría eternizar el presente texto, estaba claro que la intención del pensador francés no era otra que buscar un acercamiento Oriente-Occidente, que permitiese un mejor entendimiento, un acuerdo entre civilizaciones, especialmente en el plano intelectual. En este sentido se huye de cualquier propósito etnocentrista o universalista en el sentido progresista del término, y no se habla de civilizaciones superiores o inferiores, y sobre todo no trata de categorizarlas en términos absolutos, sobre todo porque para Guénon no existían civilizaciones superiores o inferiores a otras en su globalidad, sobre todo considerando aspectos materiales y cualitativos, ambos convenientemente diferenciados y jerárquicamente relacionados. Para Maurrás la superioridad de la civilización clásica greco-romana era un hecho incontestable, y su continuidad, cual fenómeno metahistórico en el devenir de los siglos, una evidencia palmaria, además de ser universal, destinada a influir sobre toda la humanidad. La postura de Guénon es, evidentemente, completamente distinta, y es que, como ya se ha apuntado, los aspectos cualitativos y jerárquicos priman sobre aquellos materiales y horizontales, como lo interior respecto a lo exterior. En este sentido las civilizaciones que toman como base aspectos cualitativos, jerárquicos e interiores tienen la primacía sobre las que se erigen sobre los restantes principios. De modo que la superioridad en un plano material no podría otorgarla en términos absolutos, o universales, sino en la medida que nos remitimos a aspectos cuantitativos, temporales o propiamente materiales de la civilización.
La civilización moderna y occidental sería netamente inferior a aquellas orientales, porque hay una primacía de los aspectos materiales frente al orden intelectual, lo que hace que la civilización moderna aparezca en el horizonte de la historia humana como «una verdadera anomalía», parafraseando al propio Guénon. De hecho, las propias concepciones propias del orbe occidental, totalmente erradas, habrían llevado a considerar una línea de desarrollo progresivo, bajo criterios materiales, que darían lugar a un mayor o menor grado de civilización y desarrollo en función de criterios puramente materiales. De ahí el desprecio por las civilizaciones orientales y el propio Medievo europeo desde la perspectiva del mundo moderno.
Para los modernos la inteligencia solamente es un medio para plegar la materia a fines prácticos, mientras que la ciencia tiene fines puramente industriales. Como consecuencia de la necesidad de hallar un sucedáneo a la ausencia de elementos espirituales, una necesidad muy humana, tenemos a filósofos como Bergson, que nos hablan de una grosera superstición por la vida como medio para contrarrestar la acción del racionalismo, imponiendo la misma moral utilitarista y pragmática para identificar la vida con esa misma practicidad que el propio Jeremy Bentham identificó con la misma idea de felicidad. Y como expresión de esa civilización moderna tenemos al mundo anglosajón, no en vano principal valedor de ese tipo de moral moderna, con Estados Unidos como ese gran estandarte de la civilización moderna occidental y expresión máxima de su degeneración materialista que, como apuntaría Evola con posterioridad, era, junto a la Unión Soviética, la expresión de las dos caras de la moneda de la misma barbarie materialista.
Todas las ideas que vertebran el mundo moderno son relativamente recientes, consecuencia del movimiento iluminista que recorre el siglo XVIII, y que como consideraría Joseph De Maistre, no vendrían a ser sino un castigo para aquella aristocracia decadente y desvirilizada del Antiguo Régimen, fascinada con las ideas que encerraban el germen de su propia destrucción. En este sentido, y entroncando con ciertos elementos disgregadores de la civilización occidental, especialmente con la masonería, un tema que en Guénon merecería un capítulo aparte, las fuerzas ocultas aparecen también como un recurso especialmente recurrente en el imaginario ideológico del pensador francés. Se trata de la idea consistente en que fuerzas oscuras dirigen el mundo, con la presencia de influencias de carácter psíquico, inferiores y de carácter demoníaco, lo cual podría conferir cierta tendencia a la superstición en su pensamiento, y de hecho habla de cierto «maquiavelismo oculto» en ese sentido, y vendría a ser el equivalente de las fuerzas de la subversión, omnipresentes en la obra evoliana, y de las que nos previene en los tiempos actuales por su capacidad para metamorfosearse y adoptar formas aparentemente inocuas.
Dentro de los diferentes aspectos de la civilización occidental que René Guénon convierte en el blanco de sus críticas tenemos un elemento fundamental, que desde su formulación a mediados del siglo XIX se convirtió en la base ideológica de la modernidad, y nos referimos, está claro, a la idea de progreso indefinido, y con ésta a sus derivaciones más inmediatas, y perniciosas, como son el evolucionismo, aplicado al hombre y a todos los seres vivientes, impuesto como un verdadero dogma. En este sentido, el evolucionismo, como base de la ciencia moderna, revela la carencia de una base verdaderamente intelectual en el mundo moderno, y por ello no debemos entender las ciencias experimentales o las aplicaciones de cualquiera de las ramas que integran la ciencia. Éstas son solamente las derivaciones materiales de una civilización que ignora ese horizonte intelectual, y consecuentemente también espiritual, favoreciendo la degradación de la inteligencia, que lejos de afirmarse bajo tales pretextos científicos, afirma el dominio de lo moral —Ernst Jünger diría de la moral y la razón, como los dos puntales básicos de la civilización burguesa— de la que derivarán toda una suerte de corrientes pseudomísticas, a día de hoy deberíamos añadir todas las creencias de new age, que son una expresión clara del dominio de la subjetividad, del sentimentalismo y de formas psíquicas disgregadas de lo que antaño fue la visión ortodoxa y objetiva de toda civilización sana y bien constituida. Se trata de una ruina que ha destruido los vínculos naturales entre los distintos órdenes con el empobrecimiento de aquella esfera intelectual para exagerar hasta límites grotescos lo material y lo sentimental.
El pensamiento de René Guénon así como las conexiones de sus ideas con otros teóricos, tradicionalistas o no, que formaron parte del ambiente intelectual de su tiempo, podrían ser muy fecundas, pero sobrepasarían por mucho la intención de este artículo, en el que pretendemos lanzar una reflexión acerca de ciertas ideas y críticas que se suscitaron en cierto momento histórico bajo los primeros años de trayectoria intelectual de René Guénon, la búsqueda de una autocrítica e introspectiva con el fin de profundizar en una civilización que, en contraste con la Oriental, y aunque esto es muy discutible, como hará notar Julius Evola en sus debates con Guénon, representa una «anomalía histórica», la cual ha ido deformándose cada vez más hasta adquirir un rostro verdaderamente satánico, y que es mucho más amenazante que cualquiera de las derivaciones pseudomísticas o mixtificaciones de cualquier otro tipo que, como la Teosofía o el Espiritismo, fueron objeto de las críticas guenonianas.