Los fundamentos históricos-espirituales del parlamentarismo en su situación actual
Carl Schmitt
Editorial: Tecnos
Año: 2008 |
Páginas: 264
ISBN: 978-8430948321
La crítica schmittiana al parlamentarismo liberal debe ser enmarcado en el contexto de crisis del liberalismo en el periodo de entreguerras, en plena crisis del Estado liberal, el cuestionamiento del sistema parlamentario, el autoritarismo, la democracia liberal etc. La obra fue publicada originalmente en 1923, tras las consecuencias del Tratado de Versalles y la caída de la monarquía y el II Reich y en plena República de Weimar, con todas sus desastrosas consecuencias de inestabilidad política y crisis económica. A todo ello deberíamos añadir el escaso arraigo que la tradición liberal tenía en la Alemania de Carl Schmitt, donde las corrientes autoritarias y anti-liberales eran las predominantes.
Dentro de las críticas desarrolladas contra la democracia parlamentaria, podemos reconocer dos vías diferenciadas en el pensamiento de Schmitt:
Por un lado la crítica al parlamentarismo como forma de gobierno. En este sentido incide en el excesivo dominio de los gobiernos por parte del parlamento, lo que supondría una inestabilidad que haría imposible gobernar. El parlamentarismo aparece en este contexto en contradicción con la división de poderes e irreconciliable con las necesidades del Estado administrativo. La República de Weimar le sirve como ejemplo para estas conclusiones. Además no existe una solución posible de continuidad si se da una relación inversa y es el gobierno el que predomina a través del partido político sobre el parlamento, porque en ese caso no deberíamos hablar de un régimen parlamentario, sino gubernamental. En el segundo caso tendríamos un ejemplo muy cercano en la actualidad, con la quiebra del orden jurídico y legal y la inutilidad de los parlamentos en la toma de decisiones. La alternativa que propone Schmitt es una «dictadura presidencialista».
Por otro lado tenemos la crítica al liberalismo como forma de gobierno. Es una crítica al parlamento como institución, como forma de gobierno, así como a la democracia parlamentaria en su integridad como sistema, una crítica a la democracia representativa.
En este sentido Schmitt advierte que no hay que confundir democracia y elección, dado que no es lo mismo representación que elección. La democracia como tal solamente tendría sentido cuando su objeto de interés revistiera caracteres homogéneos, y fuese posible reducirlo a un único centro de interés, como ocurría con las naciones burguesas en el siglo XIX, donde las democracias de sufragio censitario representaban los intereses del grupo social dominante. En el caso de la democracia de masas, donde los intereses que se pretenden representar se caracterizan por su heterogeneidad, de tal modo que cualquier forma de pluralismo es incompatible con el liberalismo. En este sentido Schmitt establece una clara diferenciación entre la representación de intereses (de partido, económicos etc) y la representación a través de la cual el pueblo se identifica con sus líderes por aclamación o asentimiento. Y es el segundo tipo de representación el único válido para nuestro autor, porque no existe tal voluntad del pueblo ni el poder puede delegarse. El líder político es el que tiene la cualidad para manifestar esa voluntad e identificarla. Para Schmitt no existe ningún tipo de antítesis irreconciliable entre dictadura y democracia, de modo que el liberalismo y la democracia tampoco son sinónimos y cualquier doctrina política antiliberal, como el fascismo o el comunismo, que se encontraban en pleno auge en su época, no tenían porque ser antidemocráticas.
La idea bajo la que nació el parlamentarismo era la de lograr acuerdos generales y representar intereses heterogéneos, pero lo cierto es que las democracias liberales han venido mostrando que al final sirven de escenario y medio para la imposición de unos intereses sobre otros, y en ningún caso obedecen al producto de una discusión racional. Más bien se han terminado por imponer las decisiones impuestas fuera de éste porque no existe ningún parlamento legislador ni una democracia parlamentaria, es una forma vacía y sin sentido.
Otra de las críticas que plantea Carl Schmitt se da en el ámbito de la democracia procedimental y plantea si la ley es realmente aquello que el legislador quiere o lo que quiere la mayoría parlamentaria. De modo que al final la democracia parlamentaria encubre la dictadura de la mayoría que no deja de serlo aunque haya elecciones cada cierto tiempo.
Parlamentarismo y democracia han ido desarrollándose desde mediados del siglo XIX sin que estuviera muy clara la diferenciación entre ambos conceptos, hasta el punto que cuando terminó de triunfar también comenzaron a manifestarse los antagonismos entre ambos conceptos. Las contradicciones afloran en la misma función que pretendidamente cumple el parlamento, como lugares de discusión y acuerdo, y en este caso por el hecho de que, como apuntábamos con anterioridad, deberían primar los argumentos racionales para convencer por encima del egoísmo y ataduras de los partidos políticos y los intereses que manifiesten los diferentes grupos de poder. Es precisamente este fundamento del parlamentarismo el que se encuentra en crisis y el que se haya reducido a una formalidad vacía. Schmitt apunta que ya no son los representantes de los partidos políticos los que discuten sino que son grupos de poder social y económico, podríamos hablar de lobbies que negocian sobre la base de compromisos y coaliciones. Los parlamentos ya no sirven para convencer al contrario, y su función política y técnica ha desaparecido para dar paso a la manipulación de la masa y la obtención de una mayoría para lograr imponer el criterio propio.
En cuanto a la democracia se basa fundamentalmente en la búsqueda de lo homogéneo, de los «grandes consensos», de las mayorías, de unificar voluntades y con la eliminación de lo heterogéneo, que en la democracia moderna de inspiración liberal se basa en el principio de lo racional. Respecto a la tan cacareada igualdad, la democracia contempla la desigualdad y la exclusión como una estrategia de dominación, y Schmitt nos remite a innumerables ejemplos del Imperio británico, como paradigma del colonialismo moderno, en el que los habitantes de las colonias son sometidos a la ley del Estado democrático de la metrópoli cuando se encuentran fuera del mismo y en abierta contradicción con lo que éste propone. Lo que viene a demostrar que la democracia, como ocurría con aquella clásica, solamente es posible cuando se trata de iguales. La democracia liberal igualitaria, basada en proclamas universalistas, en gentes de diferente origen y procedencia, bajo un principio de heterogeneidad es la que según el jurista alemán se había impuesto en su época.
Este modelo de democracia, engendrada por la revolución francesa y madurada a lo largo del siglo XIX, ha evolucionado hacia formas universales, que han desplazado su implantación a un territorio específico, de gentes con una cosmovisión única, y unos orígenes particulares, a un modelo universal, abstracto y heterogéneo, dando lugar a una igualación absoluta que vacía todo el sentido del concepto y con ello pierde todo su significado. Por eso afirma Schmitt que la libertad de todos los hombres no es democracia sino liberalismo, así como tampoco es una forma de Estado sino una concepción del mundo de corte individualista y humanitario. Es precisamente en la fusión de esos principios, liberalismo y democracia, en los que se fundamenta la moderna sociedad de masas.
Ambos conceptos se encuentran en crisis, y el liberalismo desnaturaleza a la democracia en la medida que la voluntad del pueblo no es democrática sino liberal, y entre la propia acción del gobernante y la voluntad de los gobernados media el parlamento, que aparece como un obstáculo anticuado, inservible e incapaz de desarrollar su función. Y en la medida que la democracia no es patrimonio del liberalismo, puede manifestarse dentro del ámbito antiliberal (fascismo o bolchevismo) o incluso bajo formas políticas extrañas a la tradición liberal, como puedan ser la dictadura o diferentes formas de cesarismo. De este modo Schmitt también pone en duda aquellos procedimientos considerados democráticos, como son las votaciones (el famoso lema «un hombre, un voto») en la que participan millones de personas aisladas y la representación indirecta que representan los partidos y el sistema parlamentario, que al fin y al cabo son formas propiamente liberales que se han confundido con aquellas democráticas. Schmitt hace alusión a formas de democracia directa como la acclamatio.
La llamada democracia liberal comienza a configurarse a raíz de la revolución de 1789, porque la democracia como tal no tiene un contenido político específico, sino que es un sistema organizativo. La democracia puede ser socialista, conservadora, autoritaria etc y en el caso del liberalismo supone cimentar el sentido de la misma en principios económicos que se encuentran radicados en el derecho privado. Al mismo tiempo tenemos uno de sus fundamentos más característicos, la voluntad general, que tiene un sentido abstracto y que encarna un principio de verdad cuando ésta, al manifestarse, jamás es unánime. Hay un sistema de representaciones e identificaciones entre gobernantes y gobernados dentro de un plano jurídico, político o psicológico, pero nunca económico. Para Carl Schmitt la minoría puede ser más representativa de la voluntad del pueblo que una mayoría que puede ser sometida a engaños y mentiras a través de la acción de la propaganda. Con lo cual la defensa de la democracia no entraña un criterio cuantitativo, de número, sino cualitativo, en el que se puede combatir los efectos de la propaganda a través de la educación y el conocimiento.
En lo que se refiere al parlamentarismo, en sus orígenes nació como una forma de lucha entre los representantes del pueblo y la monarquía. Como decíamos al inicio, al formular una de las tesis del libro, el parlamentarismo constituye un obstáculo en el funcionamiento del gobierno, al intervenir continuamente en los nombramientos de cargos o tomas de decisión. El parlamentarismo, como el liberalismo, también es ajeno a la democracia en la medida que el pueblo no puede revocar a aquellos que son supuestos representantes de sus intereses en el parlamento, mientras que la parte gubernamental sí puede hacerlo sin problema alguno. Por otro lado, en muchas ocasiones el parlamento sirve de marco para las discusiones sobre intereses ajenos a aquellos representados, intereses de naturaleza económica que conciernen a grupos privados, por ejemplo. Esta es una consecuencia general de la aplicación de los principios liberales, de los que emanan las libertades que se asocian a la democracia liberal. Es por ese motivo que estas libertades son de naturaleza individual, propia de sujetos privados, como también ocurre con la idea pública de la política y la libertad de prensa.
En lo relativo a la clásica separación de poderes, la división y equilibrio de las distintas partes que forman el Estado cuenta con el lastre que supone el parlamento, que acapara el poder legislativo. Schmitt defiende la supresión de la división de poderes liberal, y en especial la división entre el poder legislativo y ejecutivo en lo que es un producto del racionalismo absoluto y la idea de equilibrio de poder de la Ilustración. De hecho, el gran problema que señala el autor alemán es que la misma Ilustración privilegió el poder legislativo frente al ejecutivo, reduciendo el primero a un principio o mecanismo de discusión en virtud de un racionalismo relativista sin poder abordar los temas importantes desde posiciones absolutas. En estos principios es donde radica el problema que plantea Carl Schmitt, en la cimentación de un sistema global en el que el derecho se impone frente al Estado a través de un equilibrio o pluralismo de poderes en el que la discusión y la publicidad se convierten en fundamento de justicia y verdad.
El problema es que a día de hoy los parlamentos ya no son ni tan siquiera lugares de discusión, son los representantes del capital los que deciden a puerta cerrada el destino de millones de personas, de modo que la discusión pública termina por convertirse en un simulacro vacío e insustancial.
Más allá de las críticas al parlamentarismo y el liberalismo en su formulación democrática, Carl Schmitt también analiza la dictadura dentro del pensamiento marxista. La revolución de 1848 aparece dentro de su esquema como una fecha clave en la pugna entre las fuerzas políticas racionalistas de carácter dictatorial, representadas por el liberalismo de raíz jacobina representado por la Francia de Napoleón III la representada por el socialismo radical marxista amparada en las concepciones hegelianas de la historia. Y es que el marxismo también impone una visión racionalista y científica de la realidad, sobre la que pretende actuar a través del materialismo histórico. Cree conocer a la perfección los mecanismos de la vida social, económica y política y cómo dominarla en un propósito absolutamente determinista y de exactitud matemática. Pero en realidad, apunta Schmitt, solamente se puede entender al marxismo en el desarrollo dialéctico de la humanidad, que deja cierto margen de actuación al acontecer histórico en las creaciones concretas que produce al margen de todas sus pretensiones científicas del devenir. Y es que es en Hegel donde reside la base del concepto de dictadura racional marxista.
La figura del dictador consigue compenetrar e integrar la complejidad de relaciones antitéticas, contradicciones y antagonismos generados por el proceder de la dialéctica hegeliana. Y frente a la discusión permanente y la inexistencia de un principio ético para distinguir el bien del mal la dictadura aparecería como una solución dialéctica adecuada a la conciencia de cada época. Y a pesar de que en Hegel hay un rechazo a la dominación por la fuerza, en un mundo abandonado a su suerte, sin referentes absolutos, predomina la máxima abstracta de lo que debe ser.
Dentro del terreno del irracionalismo tenemos aquellas doctrinas políticas de la acción directa, y en concreto Schmitt hace alusión a Georges Sorel, quien habiendo tomado como referencia a los teóricos anarquistas y la lucha sindical y sus instrumentos como la huelga revolucionaria, comprende no solamente un rechazo absoluto respecto al racionalismo, sino también hacia las derivaciones de la democracia liberal amparada en la división de poderes y el parlamentarismo. La función del mito tenía un carácter místico y casi metahistórico, a partir del cual un pueblo entiende que le ha llegado el momento de construir un ciclo histórico nuevo. Y obviamente en la participación en este Destino nada tiene que ver la burguesía ni sus concepciones racionalistas del poder. Porque como señala Schmitt la democracia liberal es en realidad una plutocracia demagógica, y frente a ésta el proletariado industrial sería el sujeto histórico que encarnaría el mito a través de la huelga general y el uso de la violencia. Las masas proletarias aparecen como las creadoras de una nueva moral superior al pacifismo y humanitarismo burgués.
No obstante, la lucha contra el constitucionalismo parlamentario y el racionalismo liberal encuentra referentes intelectuales y políticos anteriores, en pleno siglo XIX, a través de las figuras de Pierre Joseph Proudhon y Donoso Cortés desde posturas aparentemente antagónicas como son el anarcosindicalismo radical y el tradicionalismo católico contrarrevolucionario. También estos autores, como en el caso de Sorel, apuestan por la acción directa y la violencia contra aquello que Donoso Cortés denominó «la clase discutidora», y frente al derecho apuestan por la dictadura. Del mismo modo también encontramos una dimensión escatológica esencial, y un mismo espíritu combativo y de apelación al heroísmo. Es la reivindicación de la acción, de la violencia frente al acto de parlamentar, de discutir o de apostar por las componendas tan propias de los regímenes liberales.
Y la crítica al parlamentarismo se extendería, como es lógico, al propio racionalismo, que es la matriz de la que surgen todos los mecanismos políticos e institucionales que nutren la democracia liberal. El racionalismo es enemigo de la vida, de la tensión espiritual, de la acción y falsea la realidad de la existencia, la enmascara bajo los discursos de los intelectuales. Y es dentro de estas corrientes, a priori tan divergentes, donde Schmitt encuentra los principios e ideas necesarias para vertebrar un discurso antiliberal y antiparlamentario, en oposición a lo que el liberalismo entiende por democracia, y frente al marxismo, que para Carl Schmitt sigue viviendo dentro de un marco conceptual y político-filosófico de formas heredadas de la Ilustración, y en consecuencia del mismo modelo racionalista.