Epicteto y la sabiduria estoica
Jean-Joël Duhot
Editorial: José J. de Olañeta
Año: 2003 |
Páginas: 206
ISBN: 978-8476517772
En esta ocasión nos hemos decantado por la reseña de una obra que trata una de las escuelas de pensamiento más interesantes de la Antigüedad: nos referimos al estoicismo, que pese a no haber sobrevivido hasta nuestros días, tanto como doctrina como en aquellas obras más importantes en torno a las cuales se construyó, todos identificamos con una serie de cualidades o actitudes frente a la vida: resistencia frente a la adversidad, indiferencia ante el sufrimiento y hacia los bienes materiales o el poder y, en definitiva, una posición de entereza y de heroísmo ante los avatares de la existencia.
Es evidente que existe una diferencia abismal entre el mundo de hoy, especialmente el de las últimas décadas, y aquel en el que nació el pensamiento estoico, y la comprensión de sus principios, la conceptualización de sus ideas o la interpretación de su doctrina tiene que sortear obstáculos y problemas que abarcan un amplio espectro; nos referimos desde cuestiones relacionadas con la traducción de determinados conceptos, difícilmente ajustables en su contenido a los vocablos de las lenguas modernas, o bien el propio sentido de la vida y el universo que el griego, en virtud de las peculiaridades de su forma de ver el mundo y por la importancia de la experiencia vivida, que nosotros difícilmente podríamos comprender, especialmente en la medida que nuestra cultura y el saber de nuestro tiempo pretende erigirse como rigurosa y objetiva, y poseer un carácter enciclopédico. Estos elementos y otros muchos hacen que la interpretación desde el presente sea una empresa no exenta de riesgos.
El contexto histórico en el que nace el estoicismo es muy preciso, hacia el año 300 a.C., en una época en el que los griegos habían perdido la independencia en detrimento de la potencia macedónica de Alejandro Magno (338 a.C.), pero a pesar de que las diferentes polis griegas pierdan definitivamente el control sobre su destino, mantendrán bastante independencia en lo que se refiere a su administración política y autonomía. En el contexto de Atenas, que es donde nacerá el estoicismo, su importancia geopolítica en el mediterráneo termina por desaparecer, y de algún modo se provincializa en beneficio de otras ciudades como Alejandría, que toma el testigo del nuevo esplendor cultural que se inicia con el helenismo, que no es otra cosa que la expansión y apogeo de la cultura griega como contrapartida al declive político que vive el mundo griego.
Consecuentemente, las escuelas filosóficas radicadas en Atenas adquieren una importancia trascendental, de modo que sus representantes más cualificados tratan de ser atraídos por parte de los soberanos y su prestigio se incrementa exponencialmente. Según nuestro autor, filósofo especialista en el periodo helenístico, Jean-Joël Duhot, la inexistencia de una casta sacerdotal en Atenas hizo que las escuelas filosóficas asumieran la función de conservar y transmitir el pensamiento y garantizó su pluralidad, y con ellas la preponderancia de los maestros como Platón o Aristóteles fue trascendental. Este fenómeno lo veríamos reflejado en la proliferación de numerosas escuelas filosóficas durante el periodo helenístico, como los epicúreos, antagonistas de los estoicos.
Según las fuentes, es en el año 301 a.C. cuando Zenón de Citio fundaría la escuela estoica, también conocida como «el Pórtico pintado» (Stoa Poikilè). Su doctrina no era totalmente novedosa ni estaba desligada del resto de escuelas, sino que recogía buena parte de los conocimientos expuestos con anterioridad por otras grandes escuelas, como en el caso de la Academia, los cínicos, los presocráticos e incluso de la ciencia médica de Hipócrates, de los que la naciente escuela filosófica fue incorporando préstamos en la elaboración de su propia doctrina.
A Zenón le sucedieron otros grandes nombres de la escuela estoica, como Cleantes (conocido por el himno dedicado a los Dioses) y Crisipo de Solos. Con posterioridad, y ya bajo dominio romano, tenemos a Panecio de Rodas o Posidonio de Apamea. En esta nueva etapa el estoicismo se expande por todos los rincones del imperio llegando a conquistar la propia corte a través de Séneca o, con posterioridad, de Marco Aurelio, conocido como el emperador filósofo. Un contemporáneo de Séneca precisamente, Musonio Rufo, enseñaba un estoicismo de un trasfondo moral especialmente riguroso de cuya escuela saldría precisamente Epicteto, protagonista de la obra que reseñamos.
Epicteto es el protagonista de este ensayo, en la medida que es el primer autor del Pórtico del que conservamos su obra, aunque sea indirectamente y a través de un alumno, Lucio Flavio Arriano, que publicó lo que podríamos considerar los «apuntes» de sus clases. Epicteto era un esclavo liberto, nacido en torno al año 50 d.C en Hierápolis (Asia Menor) y muerto entre el 125-130 d.C. en Nicópolis (Grecia), que mantuvo una vida de pobreza y austeridad. Tras ser manumitido se dedicó a la enseñanza de la doctrina estoica en Roma, y años después, en torno al año 80 d.C., se vio obligado a abandonar Roma con el ascenso al poder de Domiciano, para terminar finalmente en Nicópolis, Grecia, donde continuaría sus enseñanzas hasta el final de sus días. Hay que destacar que no escribió ninguna obra a lo largo de su vida y, como ya hemos apuntado, sus famosas Disertaciones las debemos a su alumno, que supo recopilar sus enseñanzas con el único fin de conservarlas como parte de su extensa biblioteca. Era un romano culto y adinerado que hizo carrera política en el seno del imperio.
La obra de Arriano nos da algunas pistas acerca de la forma en la que Epicteto organizaba sus clases, y deja entrever uno de los elementos esenciales de la filosofía del Pórtico, que no era otra que la importancia de la transmisión directa entre maestro y alumno, y la capacidad de asimilar e interiorizar la lección en vistas a una transformación de carácter iniciático de éste último. De modo que no se trataba de una enseñanza perfectamente estructurada, ni de un trabajo de erudición sino que la dialéctica era la herramienta fundamental en el desarrollo y aprendizaje de los alumnos.
Más allá de los datos biográficos, escasos e indirectos, que conocemos de Epicteto, lo importante es la doctrina, que debemos definir como una escuela filosófica y no como una religión. Estaba fundamentada en la ascesis del conocimiento edificada sobre la razón, lo cual no implicaba la existencia de rigor científico ni formalismo lógico alguno, así como tampoco de ninguna moral especialmente exigente. Lo importante era ofrecer un modelo de vida apto para buscar la felicidad.
Uno de los principales atributos y base de la física estoica fue la idea de totalidad, la concepción del universo como una unidad cuyas partes no pueden disgregarse, y que lejos de la discontinuidad propugnada por los atomistas con Demócrito a la cabeza, representaba algo real y continuo perfectamente cognoscible. El universo aparece a ojos del estoico como un todo armonioso donde las diferentes partes están interconectadas y ofrece, como decimos, un modelo inteligible excluyendo el vacío o el azar. En consecuencia, este orden precisa de un principio omnipresente y omnisciente necesario para ordenar y mantener el funcionamiento del universo, en el que da forma a la materia y a la estructura dentro de un orden lógico a partir de un caos original. El principio del que la divinidad se sirve para generar el funcionamiento armonioso del universo y de la vida es el pneuma, el soplo divino, sobre una base racional que es el logos del universo.
Lejos de toda forma de maniqueísmo y panteísmo el estoicismo rechaza cualquier mecanicismo y toda acción autónoma por parte de la materia, con lo cual es finalista y detrás de toda acción de la materia se encuentra la voluntad e impulso divino. Es precisamente la idea de unidad del mundo la que proporciona al estoicismo todas las certezas en su comprensión e inteligibilidad, de modo que cuando aparece el engaño y la ilusión ello se debe a un error de percepción del objeto. En este sentido el mal o el sufrimiento no representan realidades objetivas y externas al individuo, sino que su percepción está condicionada por el principio moral y por nuestros actos. Del mismo modo el bien concebido como el apego a elementos contingentes y materiales es fruto del error y de un actuar negativo, contrario a la sabiduría. Por otro lado hay hechos ineluctables que dependen de la divina providencia, que domina el mundo, lo cual tampoco supone que el destino esté totalmente determinado. Esto implica que el hombre estoico es libre en la medida que es responsable, lo que implica a su vez, especialmente, el dominio de sí mismo, la impasibilidad y la serenidad frente al sufrimiento, las ansias de poder, el dolor o cualquier otro elemento exterior. Se trata del descondicionamiento absoluto frente a los hechos contingentes.
En este sentido el Pórtico puede considerarse como la primera corriente filosófica que valora el yo en su estado puro, el principio de personalidad debe permanecer íntegro y no diluirse en un mar de reacciones externas y superficiales. De ahí que cada reacción ante cada situación nos compromete y nos revela aquello que somos. Sin embargo, el hecho de cometer acciones erróneas no implica, como en el Cristianismo, que con ellas se esté atentando contra la majestad divina, puesto que éstas no llevan aparejado un castigo o una pena. Somos responsables ante nosotros mismos y como parte de la meta que supone alcanzar la sabiduría, que solamente puede obtenerse tras un arduo y prolongado trabajo sobre uno mismo, en lo que es un entrenamiento en base al cual nos impregnamos de verdad. Y lo más importante, y el fin de esa felicidad que todo estoico busca, lo encontramos en el desapego y la liberación del mal, que nos adhiere a la armonía del universo, expresión de Dios, y nos permite descubrir lo divino que hay en él.
Respecto al concepto de Dios para los estoicos no puede encerrarse en una definición unívoca sino que comprende múltiples e infinitos modos y registros de expresión. Es inmanente y trascendente, interior y exterior, personal e impersonal y se manifiesta en todas las esferas, desde la física, la mitológica, la psicológica y la social. La peculiaridad del estoicismo es que aborda la idea de Dios desde la perspectiva racional a la teológica. Por paradójico que resulte promueve una búsqueda científica de lo real como experiencia de contemplación. Hay un encuentro entre razón y metafísica.
Hay otra cuestión que parece plantear un conflicto, como es el tema del politeísmo frente al monoteísmo que parece insinuarse en algunos de sus textos, al utilizar el concepto de «Dios» o de «dioses» de forma indistinta. Dios, en su perfección y omnipotencia, y con sus enormes similitudes y continuidades en el Judaísmo y el Cristianismo, parece plantear un conflicto con el panteón mitológico de los dioses, algo que los estoicos resuelven integrando a estos dioses y, al mismo tiempo, negando la interpretación vulgar y bajo forma humana cuando se trata de meras alegorías. Al mismo tiempo la propia amplitud de definición que encierra el Dios estoico permite armonizar y neutralizar toda antítesis.
No obstante, y pese a estas consideraciones Dios puede ser considerado un padre, con lazos de parentesco con las criaturas humanas en una relación cargada de afectividad. Participamos en el universo creado por Dios como parte del mismo y asimismo tenemos capacidad para participar conscientemente en la racionalidad divina. Y en ese sentido nuestra conciencia también nos permite descubrir a nuestro Dios interior, pues Él vive en nosotros y debemos honrarle con nuestras acciones, con lo cual debemos mantenernos puros y dignos de nuestro creador. Sin embargo, la adhesión a la divinidad no supone una seguridad frente a la adversidad. Ésta solamente asegura lo necesario para vivir, y no el lujo. Al fin y al cabo, y como ya se ha visto, el mal o el sufrimiento, forman parte de una realidad engañosa y exterior que no puede ni debe condicionar nuestras acciones en el mundo.
De modo que frente a la amargura o desazón que se desprende del concebir el mundo como un valle de lágrimas, éste es, más bien, una fiesta en la que somos espectadores y participantes al mismo tiempo. La ascesis estoica tiene un carácter positivo y para nada triste, frente a cualquier forma de mortificación o retiro del mundo participando en la esencia divina que lo vertebra. El problema básico del hombre viene de las representaciones, que son fruto de la inmediatez fisiológica, y que al separarnos de ella nos permite la contemplación racional de Dios. Las armas o herramientas que el hombre posee para conseguirlo están dentro de sí mismo, en nuestra voluntad incondicionada de elección que nos otorga Dios. Los dones divinos se encuentran presentes en la inteligencia, y al estar dotados de logos, razón y palabra, nos permite elevarnos a Dios mediante la razón. Es por eso que las elecciones que hacemos no son arbitrarias y nos permiten discernir la vía que conduce a Dios, aunque aprender a actuar desde esa «recta razón» implica un aprendizaje. Como parte de ese aprendizaje en la gran fiesta del mundo está el comprender que nosotros solamente somos actores y debemos ajustarnos al papel que nos ha tocado interpretar sin lamentarnos ni contrariarnos. Al mismo tiempo tampoco debemos confundirnos con los personajes que interpretamos, es un ropaje o una carcasa, y sus problemas no son los nuestros, y por eso hay que ser consciente de la distancia entre ambos. Por otro lado, hay una condena explícita al suicidio, porque si Dios nos ha asignado un papel no nos corresponde a nosotros ponerle fin. Solo Dios puede liberarnos de la existencia. Paralelamente, las reflexiones estoicas sobre un más allá no existen en la medida que no se plantea una negación o renuncia del mundo.
Para finalizar en lo que se refiere al análisis de los elementos que articulan la doctrina estoica, conviene destacar dentro del proceso de ascesis dos vertientes fundamentales:
La disciplina intelectual, que como hemos visto implica un trabajo de adiestramiento ante diferentes situaciones, ensayando las reacciones más adecuadas mediante el uso del razonamiento lógico. Se trata de perfeccionar la elección y purgarla de aquello que no dependa de ella y nos deje a merced de elementos exteriores y ajenos a nuestra voluntad.
El dominio físico, que implica una contemplación estricta de la moral y una vida sencilla y frugal. El estoicismo contemplaba pocas restricciones en el ámbito cotidiano, aunque Epicteto recomendaba alimentos naturales como leche, cereales, fruta o legumbres frente a la carne, a la que atribuía cualidades negativas en el discernimiento y búsqueda de la sabiduría. Curiosamente también preconiza el ayuno como un sano ejercicio de cara a la ascesis.
El extraordinario parecido o relación de continuidad del estoicismo que vemos en el Judaísmo y el Cristianismo guarda una importante relación, como nos apunta el autor, con la comunidad judía residente en Alejandría y que como parte de la diáspora terminó por helenizarse y asumir principios doctrinales propiamente griegos, entre los que el estoicismo formaba una parte esencial. Lo fundamental en este sentido es el uso de un utillaje conceptual y un léxico de impronta estoica como, por ejemplo, la concepción pneumática de Dios y el «soplo divino», que pasará al Antiguo Testamento y terminará de confluir con el profetismo hebreo. Filón, un miembro de esa comunidad judía alejandrina es el mejor ejemplo para confirmar la magnitud de estas influencias.
En el caso del Nuevo Testamento las influencias estoicas serán recepcionadas indirectamente por parte de los judíos alejandrinos, y que vemos reflejada en diferentes pasajes nuevotestamentarios. En este caso el utillaje intelectual estoico también se deja ver, por ejemplo, a través de la idea de Jesús como portador del Logos divino, mientras que otras enseñanzas aparecen reinterpretadas o en estado latente. El propio San Pablo era oriundo de una ciudad, Tarso, que había dado numerosos filósofos estoicos.
Esta breve síntesis de ideas viene a ser una buena introducción para que el lector bisoño en la materia se inicie en el conocimiento de la filosofía estoica, que comprende una mayor profundidad a través de las obras de autores como Séneca, Marco Aurelio o Cicerón, que son un complemento esencial y de inestimable valor para comprender una de las tres grandes corrientes del helenismo junto al epicureísmo y el escepticismo.