Con la presente reseña inauguramos un ciclo de críticas fílmicas que pretendemos prolongar en lo sucesivo con cierta regularidad. En concreto, esta película italiana de comienzos de los años 70 nos ofrece unos temas que lejos de aparecer anacrónicos o desactualizados, gozan de más actualidad que nunca. Procedemos a exponer someramente el argumento, sin destripar detalles clave de la película, para aquellos que estén interesados en verla.
El protagonista es Arturo Valle, un ingeniero que trabaja en una empresa de automoción en la que ocupa un buen puesto de trabajo desde años, a lo largo de los cuales ha demostrado ser un trabajador eficiente y disciplinado, lo que le ha permitido ir ascendiendo en la jerarquía de la empresa. Un buen día, desde la propia dirección le proponen un encuentro con el dueño real de la misma, para que vaya a visitarlo a su lugar de residencia sin recibir más detalles ni explicaciones respecto al propósito concreto de esa visita. Llama la atención, ya de entrada, la opacidad y anonimato que protege a esos puestos de dirección, en la cúspide de la empresa, en relación a los trabajadores que no forman parte de la misma, conformando una élite inaccesible. Nuestro protagonista es derivado de un despacho a otro, hasta llegar al presidente de la compañía, que le comunica que su jefe, que responde al inquietante nombre de «Giovanni Nosferatu», le espera para el mencionado encuentro.
En las siguientes escenas vemos a Arturo Valle con su coche atravesando una carretera de montaña, con sus curvas sinuosas entrelazadas con un paisaje que ya se advierte inhóspito, hostil a su presencia. Allí trata de orientarse a partir de un pueblo donde impera el miedo y el silencio. A excepción de un personaje que pulula por el lugar, una joven que aparece desnuda de cintura para arriba, ataviada con una chaqueta, dejando sus senos al aire, que enseguida empatiza con nuestro protagonista y se suma a su viaje. Esta joven parece ser el único elemento que rompe con el tétrico ambiente allí presente —carente de vida y dinamismo, envuelto en un sepulcral silencio— y habla de «ser libre», «sin ataduras» y de «viajar por el mundo».
Al llegar a la mansión en la que habita el misterioso Giovanni Nosferatu el ambiente se empieza a hacer más opresivo. Una imponente valla separa los dominios de Nosferatu del resto del mundo, allí, un enorme «parque» —si así se le puede llamar— precede a la llegada de una mansión fría y distante, en la que habita su anfitrión. Unos coches blancos, pilotados por conductores silenciosos, recorren incesantemente ese enorme parque que separa la valla de la morada de su dueño en unas labores obsesivas de vigilancia.
A partir de este momento, tras conocer a Giovanni Nosferatu, previo recibimiento de su secretaria, Arturo Valle vivirá una serie de experiencias que le revelarán el verdadero motivo de su visita y el funcionamiento de las entrañas de la empresa. Y en este punto vamos a dejar de desarrollar directamente el argumento para detenernos en aspectos relacionados con el contexto de la época, que es fundamental, y otras ideas que se reflejan en el filme.
En primer lugar debemos atender a la fecha, 1971, un momento en el que la era de la «Contracultura» todavía se encuentra en pleno auge, tras el mayo del 68 francés, con toda la oleada de protestas estudiantiles y el discurso pretendidamente crítico y «revolucionario» contra el sistema capitalista, la sociedad técnico-industrial y la «sociedad de los padres», digamos que es la época en que triunfan los discursos de autores como el freudomarxista Herbert Marcuse, entre otros, quien es aludido al final de la película en varias ocasiones, con citas en las que se habla de la «revolución permanente», para «poner un freno, a la “repetición histórica” de dominación y sumisión», como diría el mencionado filósofo alemán asociado a la Escuela de Frankfurt, en su obra Contrarrevolución y revuelta. El autor alemán, convertido en símbolo de las protestas estudiantiles de los años 60, habla de construir una alternativa a la cultura imperante en el contexto de crítica a la sociedad capitalista de posguerra mundial, una época de bonanza económica en la que muchos de los jóvenes que participaron en estas revueltas gozaban de mejores condiciones de vida que sus progenitores, mucho más acomodadas y tan aburguesadas como las posiciones que decían rechazar.
En esta época asistimos a las críticas hacia una forma de «capitalismo avanzado» en la que se pone de relieve el aspecto dual consumo vs producción, en el que el primer elemento toma un protagonismo exacerbado, y de hecho en la película se nos advierte constantemente del mismo a través del uso de la publicidad agresiva, que incluso hace buenos y convierte en productos de consumo de masas «productos» que atentan contra la salud pública y resultan aberrantes, como las propias drogas, que el gran capital convierte en buenas y deseables a través de campañas publicitarias. A lo largo del metraje esta idea se hace omnipresente, y además de manera casi febril. Estableciendo un paralelismo con situaciones del presente nos recuerda a los tiempos de plandemia, cuando las denominadas «vacunas» eran promocionadas como una panacea, haciendo uso de métodos y propaganda agresiva contra aquellos que nos oponíamos activamente a ellas, llegando a límites enfermizos.
Vemos como la configuración de esta sociedad de consumo ha roto con la «sociedad de clases» y ha homologado y alienado a todos los grupos sociales bajo las mismas directrices, hacia la consecución de unos mismos estándares de vida material, generando un cúmulo de frustraciones y vacíos en un frenético y desesperado afán por colmar falsas necesidades generadas por el mercado. No obstante este análisis tiene que ver poco con las corrientes neomarxistas en boga en la época que se rodó esta película, y está más relacionado con factores de índole psicológica y sociológica. De hecho, la realidad del presente delata una verdadera tecnificación que, como en la película, desde el propietario, Giovanni Nosferatu, hasta el último de sus subalternos, hace que todo, hasta la política, se rija en criterios de eficiencia olvidando las necesidades humanas o las injusticias, de ahí que los técnicos que imperan en el mundo económico-empresarial también estén en el mundo de la política, convertida en una extensión subsidiaria de la economía, que ejerce una tiránica primacía en el régimen liberal-capitalista.
Hay un momento en la película en la que el citado propietario de la empresa, le dice al ingeniero que no importa que trate de delatar sus prácticas oscuras, porque la policía, los periódicos y el propio poder político le pertenecen, en una especie de poder omnímodo que tiene más que ver con 1984, que con cualquier pseudoargumento marcusiano. En este sentido el propietario se nos parece más al O’Brien de la novela de George Orwell, quien conoce hasta los detalles más íntimos del protagonista desde el mismo momento de su nacimiento, y lleva un registro minucioso de todas sus actividades, como si quisiera apoderarse de su alma.
Por lo tanto, las premisas del marxismo clásico ya no valen, incluso en la propia época a la que nos referimos, dado que la identificación de la propiedad con los «medios de producción» ya no significa que los propietarios gestionen directamente esos medios, sino que están en manos de técnicos, donde prima más el criterio organizativo que la opacidad de quienes mueven esos hilos y detentan el poder efectivo, y más si tomamos como ejemplo las grandes multinacionales, corporaciones y fondos de inversiones. De ahí que los mecanismos del gran capitalismo transnacional cada vez sean más despersonalizados e inhumanos, como guiados por una corriente ciega y demoníaca. Por eso asistimos a la creciente importancia de la tecnocracia, en la que otros deciden qué es lo más conveniente para la masa, desde los hábitos más cotidianos y banales, hasta los pensamientos más íntimos, y esto, lo afirmamos nuevamente, tiene más que ver con 1984, y con el modelo de sociedad global tecnocrática, que con cualquier anacrónico y desgastado argumento neomarxista de mediados del siglo pasado. Lo que no advirtió el director de la película, Corrado Farina, como sus correligionarios ideológicos, es que la izquierda que defendían se convertiría en la más firme aliada del Capital que entonces decían repudiar, y de hecho lo vemos en la actualidad, y España representa quizás el mejor ejemplo, con esa «izquierda caviar» más preocupada por implementar la Agenda del supercapitalismo global, el de los «derechos de las minorías», al tiempo que da la espalda a la explotación e injusticia a la que es sometida el pueblo trabajador, y de la cual ellos mismos son participantes activos en un ejercicio infinito de cinismo e hipocresía.
Obviamente, la situación del capitalismo en esa época, a comienzos de los 70, embebido todavía en las revueltas estudiantiles sesentayochescas, poco o nada tenía que ver con el actual, y especialmente con el de las últimas décadas, en las que ha asumido un poder global a través de un conglomerado de poderes institucionales y financieros transnacionales que condenan a las naciones y pueblos enteros a la esclavitud de la deuda perpetua y a los dictámenes de una Agenda, que más allá de elementos técnicos, puramente materiales o de caducas disputas ideológicas, pretende deconstruir al hombre bajo los postulados de una doctrina poshumanista, la de la denominada como «cuarta revolución industrial».
No en vano, al final de la película, a modo de epílogo, aparece una frase que parece premonitoria: «El terror hoy, se llama tecnología», y en este sentido la tecnología como aquel mecanismo demoníaco que trata de desentrañar los designios de lo divino, desacralizando los grandes misterios de la existencia y la naturaleza, para manipularlos permanentemente al servicio de intereses espurios, en lo que tiene un carácter inequívocamente satánico.
Sin pretender extendernos más en este análisis, que pretende ser lo más sintético y breve posible, proponemos al lector que se aventure en el visionado de esta película, que trate de aplicar un enfoque diferente al propuesto por el director, imbuido como decimos en la ideología contracultural, para verla con los ojos del mundo actual, en el marco de nuestros tiempos presentes, más de 50 años después, y podrá hallar importantes elementos de análisis, de una actualidad que quizás pueda sorprenderle. A destacar el ambiente opresivo e infernal, en el que se asocia a la figura de Giovanni Nosferatu, cuyo apellido vinculado al antiguo mito gótico no es casual, al implacable poder del capitalismo, convertido en lo que es, un auténtico triturador de almas.