Iglesia y Masonería
Las dos ciudades
Alberto Bárcena
Editorial: San Román
Año: 2017 |
Páginas: 320
ISBN: 978-8494210792
Hacía tiempo que queríamos hablar de la masonería, pero al ser un tema tan complejo, con una bibliografía tan amplia, no habíamos encontrado la oportunidad para enfocar el problema de las sociedades secretas, y especialmente aquellas que, por sus objetivos y fines, han llegado a tener una influencia fundamental en la historia de los últimos siglos, una influencia nefasta en todos los casos.
Iglesia y masonería. Las dos ciudades, de Alberto Bárcena, nos ofrece un retrato de la Masonería en el devenir de los últimos siglos, desde la fecha oficial de su fundación, en 1717 en Londres y vinculada a la dinastía de los Hannover, aunque advirtiendo que debemos atender a la propia ruptura interna del Cristianismo con la reforma protestante y sus posteriores derivaciones un par de siglos antes. Y no se trata de las guerras de religiones que se extenderán hasta la Paz de Aquisgrán de 1648, sino de una lucha soterrada, invisible y no oficial que se extiende hasta nuestros días. Y frente a esta Masonería, que irá adquiriendo un poder creciente en la esfera de lo público, pero sin disolver por ello sus ligámenes con lo oculto y secreto, llegando a decidir acciones de gobierno decisivas, derrocamientos de reyes y políticas concretas, especialmente en lo que se refiere a la Iglesia, su gran némesis y adversaria a lo largo de tres siglos, por su parte, no dejará de condenar a la Masonería en sucesivos manifiestos doctrinales desde prácticamente su nacimiento, con Clemente XII y su encíclica In Eminenti (1738) en la que condena explícitamente a la secta y prohíbe a los católicos su militancia en ella bajo pena de excomunión. De esta manera inicia una tradición de anatemas que se mantendrá ininterrumpida hasta 1983, fecha en la que se registra la última condena a la Masonería, concretamente en Quaesitum Est, un documento desarrollado por la Sagrada Congregación para la doctrina de la Fe, en la que que figura como prefecto y principal promotor del texto el entonces cardenal Ratzinger, futuro Benedicto XVI.
En su fundación la Masonería surge con la firme voluntad de evitar la vuelta al trono inglés de los Estuardo, y con ellos de la religión católica, contando entre sus primeros militantes con protestantes de diferentes iglesias reformadas. También nació con una voluntad de servicio hacia la monarquía inglesa y su política exterior, con una intención inequívoca de socavar el poder de los Estados Católicos. De ahí que se operara una imbricada relación entre la Masonería y la Iglesia anglicana, y sería una importante herramienta en la política exterior inglesa. A consecuencia de su denodada animadversión hacia el Cristianismo en su conjunto, y especialmente el Catolicismo, la Masonería desarrolló una gnosis propia en antítesis a las doctrinas bíblicas y comenzó a pertrecharse con su propia estructura interna, fuertemente jerarquizada.
Desarrolla su propia doctrina por primera vez en las llamadas Constituciones de Anderson, de James Anderson en 1723, en lo que es una falsificación burdamente elaborada que retrotrae los orígenes de la masonería al propio Génesis. Hacen remontar la transmisión del secreto masónico a Adán, que pasa por personajes del Antiguo Testamento como Noé, Mizraím o Moisés, hasta llegar a Hiram Abif, pasando por los templarios y la llamada Masonería Operativa en un gnosticismo delirante que tiene el Gran Arquitecto Universal como sustituto de Dios, totalmente abstracto y que según los propios masones solo tiene un carácter simbólico.
Paralelamente, la gnosis masónica tiene un carácter antropocéntrico orientado hacia la autosuficiencia del hombre, horizontalmente, convertido como un fin en sí mismo al margen de una dimensión trascendente. En cuanto a la adoración de Lucifer en la Masonería es un tema del que muchos autores han hablado y han descrito rituales específicos en los últimos grados del Rito Escocés Antiguo Aceptado, concretamente a partir del grado 29. Se han expuesto estos ritos en los que además de emplear la imagen simbólica de Baphomet con sus atributos característicos el iniciado debe elegir entre el Cristianismo o Lucifer, cuya elección se manifiesta pisoteando una cruz. No en vano, el culto luciferino ha estado presente en la secta desde el principio, y en su propia genealogía inventada aparecen referencias como aquella de Hiram Abif, descendiente de la línea de Caín, el último príncipe de sangre del Ángel portador de Luz, que es Lucifer.
Así, la Masonería se dota de un sistema simbólico y alegórico, de normas y principios (landmarks) donde todo rastro de la doctrina cristiana es eliminada. En realidad es un popurrí de elementos inconciliables e incluso contradictorios entre sí, que convenientemente adornados de términos amables, como aquel de «asociación filantrópica» o de «tolerancia hacia todas las religiones» tratan de camuflar la intolerancia y exigencias de la secta, cuya revelación de secretos puede costar la vida a sus miembros, como ha ocurrido en más de una ocasión.
Tenemos un ejemplo paralelo al de la Masonería en la secta de los Illuminati de Baviera, fundada por el profesor alemán de derecho canónico en la Universidad de Ingolstadt Adam Weishaupt en 1776, que trataron de unificar la Masonería europea. Tras su prohibición en 1784, los Illuminati terminaron en Francia y América, donde encuentran un apoyo decisivo de Thomas Jefferson y participan activamente en la construcción de la nueva nación estadounidense. En 1785 fundaron una Logia en Nueva York, que sería el germen original de la Gran Logia Rockefeller, donde ya comenzaron a aparecer las ideas relacionadas con la disolución de los Estados, la edificación de un gobierno mundial, la destrucción del legado cristiano o la transformación del hombre.
No obstante, todavía debemos tomar en cuenta un antecedente de la Masonería y los Illuminati, para lo cual debemos remontarnos a comienzos del siglo XVII, con los Rosacruz, una sociedad secreta constituida en plenas guerras de religión contra la Iglesia Católica. Esta secta también postulaba la idea de un Nuevo Orden Mundial sin el catolicismo desde posiciones esotérico-ocultistas. Su doctrina se resume en tres manifiestos publicados entre 1614 y 1616. En éstos escritos asistimos a la formulación de una doctrina gnóstica en la que se entremezclan elementos calvinistas con aquellos de la Cábala. Al amparo de estas fuentes desarrolla una teoría de la creación del mundo que prescinde de Dios a cambio de una especie de panteísmo. En estos manifiestos también se hablaba de una expansión universal de un protestantismo de raíces gnósticas y ocultistas, incluyendo entre estas últimas influencias mágicas y luciferinas.
El rosacrucismo terminó con el final de la Guerra de los 30 años, que truncó sus aspiraciones. En ese momento los rosacruces emigraron a Inglaterra, donde emigrados alemanes y bohemios fundaron en Chichester una escuela hermético-sincrética que influiría en lo posterior en la fundación de la Royal Society. Influiría en los círculos académicos ingleses y mostraría los recursos simbólicos que luego vemos reflejados en la Masonería, tales como la pretendida sabiduría del Antiguo Egipto, el rechazo a la Revelación o la transformación del hombre. Elementos, todos ellos, presentes en la Masonería desde los comienzos.
En la otra ciudad, aquella representada por la Iglesia Católica, las condenas no tardaron en llegar, y en 1738, como dijimos al inicio, la encíclica In Eminentis, donde califica de maldad, crimen y perversión absoluta la acción de la Masonería, prohibiendo a los católicos la entrada en la misma bajo pena de pecado y excomunión. En 1751 la condena se vería reforzada en un nuevo manifiesto pontificio, esta vez por parte de de Benedicto XIV a través de la Constitución Apostólica Providas. En este sentido, Fernando VI condenaría explícitamente en España a la secta a raíz de la segunda condena papal, algo que su hermano Carlos III ratificaría en el Reino de Nápoles.
Uno de los puntos de inflexión fundamentales es el salto de la masonería al continente, donde la Ilustración se convertirá en el más importante de sus aliados, y le servirá para vehiculizar los primeros procesos revolucionarios de la Modernidad, entre ellos el más paradigmático de todos: La Revolución Francesa. La propia configuración ideológica de la Ilustración, marcada por el escepticismo y el anticlericalismo ilustrado, el deísmo, el desarrollo de las ciencias ocultas o el mito del progreso, todo ello investido de un racionalismo radical. En Francia la masonería terminó de asentarse como una entidad independiente, con su propia autoridad, con el «Gran Oriente de Francia» en 1773, contando con multitud de adeptos entre la intelectualidad. La Revolución de 1789 sería, de hecho, la acción coordinada de las logias Francmasonas, como también fueron masones sus principales protagonistas, en un espectáculo sangriento que conoció su apogeo criminal con el genocidio de La Vendée, en el que poblaciones enteras, que se resistieron a renegar de su Catolicismo fueron eliminadas con gran brutalidad y ensañamiento. Matanzas que se vieron incrementadas durante la era del Terror, como las famosas «matanzas de septiembre» que terminaron con el asesinato de 1.300 personas por órdenes de Danton y Marat, que vaciaron las cárceles de París. De este modo el liberalismo se abría camino al abrigo de la Masonería en la defensa de las libertades individuales y los derechos del hombre. Estos hechos estaban en plena consonancia con una de las máximas de la secta, el Ordo ab Chaos y Divide et Coagula.
Entre las obras de la Francia posrevolucionaria destacaba aquella ingeniería anticristiana que pretendía cambiar el sistema de creencias y eliminar todo vestigio del legado cristiano con el nuevo calendario revolucionario, ajeno al santoral, con nuevos cultos y dogmas consagrados a la naturaleza en un modelo totalmente panteísta y entronizando a la diosa Razón como el Ser Superior. Estos ataques anticristianos alcanzaron su punto álgido durante el Directorio, con la ocupación de Roma y la captura de Pío VI, que con anterioridad, en 1775, ya había condenado la Masonería, y que sería llevado a Francia, donde terminaría muriendo en pocos meses.
Con Napoleón la Masonería experimentó un notable crecimiento en número de logias, y entre los hermanos de Napoleón y su primera mujer, Josefina, contaría con importantes vínculos, aunque el propio Napoleón la utilizó a placer. Durante esta época tendría lugar una nueva condena papal a la Masonería por parte de Pío VII hacia las sociedades secretas, y en especial los carbonarios italianos, a través de Ecclesiam a Jesu, con toda la contundencia y firmeza de sus predecesores. Pío VII también fue objeto de secuestro por parte de las tropas napoleónicas y confinado durante 5 años en Fontainebleau con una Iglesia descabezada.
La acción de la Masonería en España también ocupa buena parte de las páginas de este libro, donde Bárcena analiza algunos hechos concretos de sus acciones desde los diputados de las Cortes de Cádiz en 1812 hasta los últimos gobiernos del actual régimen del 78, respecto al cual no nos cabe ninguna duda de sus filiaciones masónicas.
Previamente a este intervalo histórico, y durante la Guerra de Independencia, José Bonaparte, impuesto como rey, ya había sido Gran Maestro del Gran Oriente de Francia, y aquellos españoles que le apoyaron bajo la etiqueta de «afrancesados» se afiliaron en buena parte a las logias, que ahora gobernaban desde la propia monarquía ilegítima. Entre los diputados liberales de Cádiz también hubo un importante número de masones, pero se vieron obligados a posponer gran parte de su obra por las resistencias y fortaleza de los partidarios del trono y el altar entre los realistas, a los que podríamos calificar de pre carlistas. Durante este periodo España perdió su imperio de Ultramar, donde el elemento masónico estuvo presente tanto entre los líderes criollos que la impulsaron, como entre los sublevados del coronel Riego en Cabezas de San Juan (Sevilla), que dio inicio al Trienio Liberal, que fue preparado por una logia de Cádiz.
A partir de este momento se inician las persecuciones religiosas, que estarían presentes, de manera más o menos regular hasta la Guerra Civil. A lo largo del siglo XIX, la masonería acabaría encaramándose a los puestos de poder a raíz de la muerte de Fernando VII, durante la revolución liberal, que se solapó con la Primera Guerra Carlista en su primera etapa. Al margen de los episodios de violencia y quema de conventos, que agitaron el periodo isabelino de forma periódica, destacaron los procesos de sucesivas desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, ambos de filiación masónica, que seguían la agenda de la secta, que supuso la nacionalización de los bienes de la Iglesia, cierre de conventos y órdenes religiosas que quedaron sin indemnización. Isabel II se resistió a someterse a la Masonería, al igual que ocurriría posteriormente con su nieto, Alfonso XIII, con consecuencias fatales que terminaron con el destronamiento de ambos, tal y como narra el propio Bárcena.
Respecto a la Iglesia, las condenas pontificias mantuvieron la línea seguida por sus predecesores durante el siglo XIX, donde encontramos encíclicas sucesivas por parte de Pío VII, León XII, Pío VIII, Gregorio XVI, Pío IX y León XIII. Este último papa se vería obligado a enfrentarse al proyecto masónico anticristiano puesto en marcha por Jules Ferry y León Gambetta durante la III República Francesa. Susodicho proyecto supuso la aplicación de un programa radical de separación entre Iglesia y Estado que concluyó en 1905 tras décadas de abierta beligerancia contra la Iglesia que colocaron a las órdenes religiosas y el clero francés fuera de la vida pública y la enseñanza francesa, La imposición de valores laicos y anticristianos terminó por convertirse en la doctrina oficial de la República, que recuperaba la radicalidad de una ley de 1790, en lo que supuso un fulgurante triunfo de las conquistas masónicas. Éstas volvieron a repetirse en un modelo muy similar durante la II República Española con el trágico resultado que todos conocemos, y que Bárcena también expone en la presente obra, que es compendio de retazos de historia española, y también del resto de Europa, en la que destacan la intervención masónica, siempre con las mismas políticas anticlericales y anticristianas, que dejarán su impronta en los grandes episodios históricos de los dos últimos siglos.
La particularidad de estos procesos históricos en los que interviene la Masonería, es que a partir de un determinado momento, tras la I Guerra Mundial, con la aparición del Council of Foreign Relations (CFR), la Comisión Trilateral o el Club Bilderberg, que nacen como parte de la hegemonía estadounidense en el mundo, y como parte de un complejo entramado financiero y mundialista en la que intervienen nombres tan sugerentes como Rockefeller, Rothschild, Warburg o JP Morgan entre otros, donde la Masonería juega un papel esencial, y en la que todos sus protagonistas encuentran una filiación personal que se traduce en políticas que trascienden el anticlericalismo de antaño, para promover, y esto lo hace ya dentro del marco de la ONU, la constitución de un gobierno mundial, políticas de control de la población mundial a través de las ideologías de género, el aborto o la difusión de una religión mundial sincrética, muy al gusto de los masones, que atacan, y esta es nuestra opinión, no solamente las raíces de la civilización cristiana y la ley natural, sino al hombre como tal a través de siniestras y deshumanizadas ingenierías sociales especialmente destructivas.