Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis
Yukio Mishima
Editorial: La Esfera de los Libros
Año: 2001 |
Páginas: 256
ISBN: 978-8497340052
Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis es una obra con una significación especial dentro del amplio bagaje literario de su autor, Kimitake Hiraoka, más conocido por el pseudónimo de Yukio Mishima (1925-1970), autor precoz en el descubrimiento de su faceta literaria y con una serie de contrastes y paradojas originados por una especie de doble naturaleza que la presente obra, casi convertida en un testamento vital, nos ofrece desde su primera hasta su última página, y que vemos reflejada a través del refinado literato japonés, ampliamente occidentalizado en su formación intelectual en claro contraste con otra naturaleza que desarrolla en una etapa más madura de su vida, todavía en plena juventud, en el cultivo de valores de acción a través de las artes marciales como el kendo y del culturismo. Esta doble vertiente, o incluso doble naturaleza si lo queremos ver así, aparece claramente testimoniada en esta obra, que es un compendio de sus últimos escritos entre 1968 y 1970, incluyendo en los dos apartados finales dos escritos que son una confesión explícita de la visión en perspectiva de su propia existencia y de las motivaciones que impulsaron su precipitado final a través del suicidio ritual (seppuku) con una inesperada y espectacular puesta en escena que conmocionó al mundo de su época.
El mismo contraste que apuntamos en la trayectoria vital de Mishima podemos trasladarlo a los dos escritos preliminares que nos introducen en la obra del autor japonés: por un lado tenemos un prólogo que es poco menos que un despropósito, donde su autora (cuyo nombre no pronunciaremos para no mancillar este humilde blog), con un tono bastante despectivo, rozando el insulto, aborda de forma superficial y frívola aspectos generales del libro sin motivar al hipotético lector profano un interés mínimo por las páginas que siguen. Se puede decir sin miedo a equivocarse que este prólogo es prescindible y que no aporta absolutamente nada, es molesto e invita a arrancar las pocas páginas que lo componen para darle otro uso más útil, por decirlo de alguna manera.
En contraste con el prólogo, tenemos la introducción, del siempre interesante y cultivado Isidro Juan Palacios, que constituye un magnífico escrito introductorio a la obra de Mishima. Para tratar de ahondar en la personalidad siempre compleja del japonés, Isidro Juan Palacios se sirve de dos obras fundamentales del extenso catálogo de Yukio Mishima: Confesiones de una máscara (1949) y El Sol y el Acero (1967), que sirven de trasfondo y contexto para trazar un perfil del autor, tanto en sus pensamientos más íntimos como en aquellos más biográficos. Dentro de éste último apartado destacan los orígenes de Mishima, que podríamos juzgar como determinantes en su toma de posición. Sus ancestros guardaban estrechos vínculos con el régimen feudal anterior a la Era Meiji en lo que respecta a su herencia paterna, con la influencia directa de su abuela Natsuo, que era una nostálgica de los tiempos feudales y de la función tradicional del Emperador. Por su parte materna, y directamente legada por su madre, tenemos la visión más intelectual y literaria inculcada desde la pubescencia, pero también aquella de los orígenes campesinos, y nuevamente un referente tradicional vinculado a la vida sencilla del pago. De algún modo, y como podemos ver, la existencia de esa doble naturaleza que apuntábamos es fruto de la herencia directa, y determina ampliamente el pensamiento y evolución de Yukio Mishima hasta sus últimas decisiones.
Por otro lado, Mishima nace en 1925, en el contexto de un Japón imperial embebido en un poderoso nacionalismo que exalta los valores heroicos del Japón tradicional, y que tiene como referencia el código Bushido. Concretamente es el Hagakure de Yamamoto Tsunetomo, el que se convierte en su libro de cabecera y referencia durante el resto de su vida. El joven Mishima es físicamente débil y condicionado por la madre, e incluso llega a ser calificado de afeminado y atacado por otros estudiantes que siguen la vía más militarista por sus inclinaciones literarias y su poca afinidad con la acción. Este joven es el mismo que descubre ciertas inclinaciones homosexuales que trata de aplacar inmediatamente y de reconducir desde una férrea autodisciplina durante los primeros años de juventud. Nuestro autor opera una transformación vital a nivel físico e interior que en el transcurso de los años le lleva a desarrollar una sólida doctrina espiritual en plena consonancia con el desarrollo muscular y de las disciplinas de combate. El Mishima que se hace el seppuku en el despacho del cuartel general de la guarnición militar de Ichigaya, es un hombre que ha completado su proceso de evolución y que consuma la «promesa» para la cual se había estado preparando durante más de dos décadas. Al final no deja de ser fiel a la identidad heredada y a aquella forjada a lo largo de su existencia.
La doctrina de Yukio Mishima es aquella que impone la lógica implacable del samurái, y que supone que entre la vida y la muerte, siempre hay que elegir ésta última. Alcanzar un principio de objetividad y armonizar los contrarios, en la práctica característica extremo-oriental del desapego hacia los aspectos más condicionantes de la vida es parte de de su pensamiento. La superación de la dialéctica y los antagonismos, tan característicos de la modernidad, que los exacerba hasta el paroxismo, aparece reflejada también en sus creaciones literarias. La otra parte viene de la acción considerada en términos físico-materiales, y alcanza su objetivo final en la muerte, que viene a ser la coronación de una serie de etapas iniciáticas que concluyen en la unidad de cuerpo y espíritu, en la reintegración del Ying y el Yang. Lo más llamativo es, como señala Isidro Juan Palacios, la forma que tiene de dotarse de un arquetipo capaz de expresar lo eterno en lo efímero, lo tradicional en lo moderno y el antiguo mito del Japón arcaico, con sus referentes guerreros y heroicos, desde su posición de hombre occidentalizado, que como también apuntábamos al comienzo, resulta uno de los contrastes más sorprendentes de su compleja personalidad.
La primera parte de la obra propiamente dicha está compuesta por una serie de capítulos breves, donde nuestro autor analiza ciertos aspectos de la vida y las costumbres del Japón de su tiempo y que fueron redactados entre junio de 1968 y mayo de 1969. En estos escritos también podemos hallar facetas autobiográficas, como aquellas que hablan de la función del artista a través de la literatura, la apelación a la muerte y la dureza ante la vida, para vencer posturas nihilistas, o la crítica a un Japón moderno, excesivamente dócil y domesticado, incapaz de afrontar el riesgo y de romper con las ingentes comodidades materiales que la sociedad moderna le proporciona. Incluso la actividad revolucionaria, siempre referida a ejemplos de extrema izquierda, como los estudiantes revolucionarios de Zengakuren, con referencias a lo largo de todo el libro, aparecen como parte del mismo fenómeno moderno, incapacitado para mantener su discurso hasta sus últimas consecuencias. Al final la acción política, dentro de cualquier plano, revolucionario o no, termina por eludir las responsabilidades y por eso al final queda relegada al ámbito del simulacro, convertido en un artificio, expresando la misma naturaleza que el arte en su peor acepción. La política y los aspectos más exteriores de la sociedad moderna que requieren de responsabilidad quedan reducidos a una mera ficción y al puro efectismo, de tal manera que la autenticidad y el sacrificio están del todo exentos. En este sentido reaparece el tema de la muerte como culminación de autenticidad y pureza de la acción política.
Pero este carácter irreal y artificioso de la política, y hasta cierto punto infantilizado de la sociedad moderna, se extiende a la propia percepción del riesgo y el peligro, que es permanentemente eludido por parte de los japoneses modernos. El arquetipo de hombre moderno que nos perfila Mishima, muy en línea con ciertos discursos antimodernos, es el de un ser afeminado, cobarde e incapaz de afrontar la más imprevista eventualidad. Contraviene la postura del hombre tradicional, acreedor de sus cualidades viriles y masculinas, que debe llegar siempre hasta sus últimas consecuencias y enfrentarse a la muerte, motivo omnipresente, como ya hemos apuntado, en la obra de Mishima.
Del mismo modo el atenerse a las reglas y las normas de comportamiento también representan cualidades viriles innegables. Y lejos de las visiones de cierta aristocracia aburguesada y feminizada moderna, que rechazan cierto culto al cuerpo, a técnicas y disciplinas de combate, como las artes marciales, como vía de expresión de valores espirituales, Mishima las toma como fundamento y expresión de ese ideal. Una concepción que está muy alejada de cualquier visión materialista o mercantilizada transmitida por los valores estadounidenses al Japón derrotado posterior a 1945. De hecho, muchas de las críticas de Mishima tienen en cuenta el cambio radical y la transformación decisiva que tiene esta derrota sobre Japón, que si bien bajo la Era Meiji ya había dejado atrás la etapa feudal, el arquetipo guerrero de los samuráis, ahora se impone un descenso y una degeneración en el ámbito de lo ético-moral, costumbres e incluso en el propio estilo de la vestimenta, con el uso de prendas occidentales frente al kimono. Tampoco escapan a la visión crítica de Mishima ciertos aspectos relacionados con la mujer y su «emancipación», como otro de los elementos destructivos propios del Occidente moderno americanizado.
En el último capítulo de esta primera parte, podemos encontrar a modo de preludio al segundo apartado un capítulo que nos habla acerca de la Tate no Kai o Sociedad de los Escudos, el ejército privado que Yukio Mishima consigue formar con sus propios recursos financieros que consigue de sus derechos de autor. Lo primero que llama la atención es que es un ejército sin armas, fuertemente disciplinado y adiestrado en lo físico, con su propia reglamentación interna y sometido a un estricto criterio de selección. Es un ejército espiritual, preparado para la acción, pero absolutamente ajeno a cualquier manifestación o algarabía como las que estaban protagonizando los estudiantes japoneses de extrema izquierda bajo la influencia del mayo del 68 francés.
Este ejército está decidido a reivindicar la acción, pero una acción decisiva y en un momento determinado, frente al conformismo propio de los intelectuales y al predominio social de las izquierdas, frente a toda realidad impostada y la negación de cualquier horizonte de trascendencia. En pocas palabras, Mishima busca restaurar el espíritu tradicional japonés a través de la vía del nacionalismo militarista y la reivindicación de la acción, que será la protagonista del segundo apartado del libro.
La acción constituye el objeto de análisis del segundo gran apartado del libro, en unos escritos fechados entre septiembre de 1969 y agosto de 1970. ¿Y qué significa la acción para Yukio Mishima? Pues la acción abarca diferentes dimensiones y contextos, y no siempre dentro del ámbito estrictamente militar. Podríamos aplicar aquella sentencia de Joseph de Maistre cuando dice que «este mundo es una milicia, un combate eterno…», y va de lo individual a lo colectivo, de hecho Mishima insiste en que los ejércitos más efectivos son aquellos pequeños representados por la figura del guerrillero.
La acción tiene su propia lógica, y ésta implica siempre un fin determinado y con su propia estructura y al mismo tiempo es la expresión de los valores de la vida. Paralelamente, la acción, por su propia naturaleza efímera, no deja lugar al pensamiento ni a la reflexión, que termina por destruir la propia acción al infundir miedo, ansiedad o la angustia, aunque paradójicamente es la que dota de fuerza y protege al propio cuerpo en el desempeño de la acción. Igualmente la acción es consustancial al actuar humano, forma parte de su naturaleza profunda, y ésta se ve lastrada bajo el pacifismo democrático y la imposición de moral social cuyo límite viene marcado por la ley. La acción permanece encuadrada en el marco de la estrategia, que Mishima analiza poniendo como ejemplo las propias acciones de las revueltas estudiantiles enfrentadas a la policía, donde detecta rápidamente sus limitaciones y la futilidad de sus actos. Por otro lado la estrategia militar tampoco se ciñe a una lógica material, sino que muchas veces las fuerzas del Espíritu superan los cálculos lógicos y los planes trazados por los «generales de escritorio» que Mishima tanto detesta.
Dentro de este apartado destaca la anécdota que Mishima expone respecto a una crítica del humanitarismo democrático de raíz burguesa que hegemoniza la depauperada conciencia del pueblo japonés. Se trata de un secuestro de un avión japonés a manos de una organización terrorista integrada por un grupo de estudiantes japoneses el 31 de marzo de 1970, y a partir del cual el propio viceministro japonés se intercambiaría por los rehenes. Lo que impacta a Mishima es que los secuestradores ganaron la partida al propio sistema democrático contra el que se revelaban haciendo uso de sus leyes humanitaristas, como las que impedían la extradición por motivos políticos. Una prueba más de la incapacidad del sistema democrático para la acción en su estado puro, con elementos emocionales, pacíficos o castrantes en su base.
Los dos últimos capítulos que sirven de epílogo son los más impactantes, pues preceden al suicidio de Yukio Mishima:
El primero de ellos es un artículo bajo el título «Mis últimos 25 años de vida» publicado en el diario Sankei el 7 de julio de 1970. En este artículo, Yukio Mishima traza una retrospectiva sobre su propia vida en los últimos 25 años, desde 1945 a 1970, los años que cambian definitivamente el rostro de Japón aunque predomina el matiz autobiográfico. Se palpa la insatisfacción y la desesperación, la frustración ante su actividad literaria, que considera estéril y comparable a la acumulación de excrementos. Al mismo tiempo se lamenta por no haber puesto más en valor el mantenimiento de la pureza ideológica a través del sacrificio, aunque el motivo por el que proclama el seppuku como su destino final es el Japón que no ha logrado retornar a la pureza de sus orígenes y queda relegado a ser un país económicamente próspero, inorgánico y vacío, que ha renegado definitivamente de su glorioso pasado.
El segundo capítulo, y el último del libro, es el discurso que despliega en unos lienzos poco antes de su suicidio ritual el 25 de noviembre de 1970 bajo el título «Proclama del 25 de noviembre». Este discurso tiene un carácter totalmente político y en él especifica la misión de la Sociedad de los Escudos a través del Ejército de Defensa Nacional, que no era otra que la de actuar de revulsivo para espolear al Ejército Nacional Japonés para defender la integridad de su territorio frente a las injerencias estadounidenses. Una misión fallida pues el ejército, como todo Japón, ha sido objeto de humillación desde la derrota de 1945 siendo incapaz de vengar el ultraje que ésta supuso para el alma y la conciencia del Japón tradicional. Al mismo tiempo las componendas democráticas, en las que el concurso de las fuerzas partitocráticas mantienen la vigencia de una Constitución que contribuye a doblegar y humillar a Japón, hace que Mishima, sin esperanzas de subvertir el orden existente, opte por el sacrificio individual junto a algunos de sus fieles. De algún modo el suicidio de nuestro autor puede resultar un fracaso, especialmente desde la perspectiva material e histórica, pero en aquella biográfica y más personal es la culminación de aquel anhelo infantil de morir como un samurái. En esta última vertiente quizás aquello que apunta Isidro Juan Palacios sobre la muerte por nada y por todo, como una acción pura, sin causa ni objeto, aunque se apunten razones históricas y coyunturales en un plano político más general, es donde alcanza su pleno sentido.