Rusia
El misterio de Eurasia
Aleksandr Duguin
Editorial: Grupo Libro
Año: 1992 |
Páginas: 208
ISBN: 978-8479061623
Para quienes venimos siguiendo con cierta asiduidad la obra del gran pensador y politólogo ruso Aleksandr Duguin, esta obra, publicada en 1992 y escasamente conocida, representa una agradable sorpresa, especialmente por la perspectiva asumida por el autor, que reviste un carácter muy particular en relación a otras obras cuya temática podríamos definir como más «profana» o más centrada en los aspectos más materiales de los conflictos y avatares de la geopolítica.
En el caso de esta obra, con el sugerente título de Rusia, el misterio de Eurasia Duguin nos introduce en aquellos aspectos más ocultos, sagrados y esotéricos del alma rusa, nos desentraña los misterios que componen ese cuadro tan peculiar del etnos ruso, con toda la complejidad e imbricadas relaciones simbólicas que subyacen bajo muchos de sus atributos más característicos. Para nosotros, como europeos occidentales que hemos vivido y nos hemos desarrollado en un mundo profano y material, sin un conocimiento real sobre estas relaciones simbólicas y su papel activo sobre el inconsciente colectivo, el carácter del pueblo ruso resulta algo alejado y de difícil comprensión. El régimen comunista y el telón de acero que nos ocultó muchos de estos aspectos propiamente rusos durante buena parte del pasado siglo, también ayudó a acrecentar el desconocimiento, ciertos prejuicios y el propio halo de misterio en torno a la verdadera naturaleza e idiosincrasia de sus pueblos.
El propio prólogo que nos presenta Isidro Juan Palacios ya nos impacta con un viejo tema ya conocido, como el de los Misterios de Fátima en relación a aquella información que la Virgen podría haber revelado en torno a Rusia y el advenimiento del comunismo, y la negativa de cinco papas sucesivos a hacerse eco de susodichas revelaciones y la consagración de Rusia para evitar que en ésta se consumase la victoria bolchevique. Asimismo, concurren también otros elementos que, de algún modo, figuran como vaticinios lejanos, y relacionados con cierta inevitabilidad cíclica, que preveían el triunfo final de la revolución bolchevique como parte del plan divino y de la naturaleza de los tiempos, como parte de la escatología del fin de los tiempos, elemento éste que Duguin desarrolla ampliamente a lo largo de la obra.
Para Aleksandr Duguin el pueblo ruso, por su propia naturaleza y desarrollo histórico, posee un inconsciente colectivo que está compuesto por una serie de elementos que vertebran su visión del mundo, que pueden permanecer en estado latente, no manifestado, pero que posee su propia visión arquetípica en profunda relación con su devenir histórico y cuestiones espacio-temporales. Si pasamos a estos elementos en su dimensión concreta, éstos se refieren a la idea de la Santa Rusia, íntimamente relacionada con el Cristianismo Ortodoxo y otras formas de religiosidad-espiritualidad subyacentes o anteriores. La integración dentro de la conciencia del pueblo ruso de los elementos precedentes, paganos o precristianos, convenientemente armonizados sirvieron de base para la construcción de la idea Sagrada de Rusia. Estas formas de espiritualidad hunden sus raíces en antiguos vestigios de indoeuropeos, que han dejado su impronta a varios niveles, tanto de geografía sagrada como de estructuras políticas o en patrones de pensamiento religioso concretos. Dentro de este contexto podemos encontrar una serie de relaciones simbólicas que definen el carácter escatológico y mesiánico de Rusia dentro de la historia, que comprendería una doble vertiente que quizás, dentro del terreno más inmanente y de la política profana nos recuerde a la idea de «las dos Españas», y que en Rusia, establece una dualidad entre la «Santa Rusia» y la «Maldita Rusia», que en el caso de ésta última venía representada por diferentes mitos y símbolos procedentes de la Antigüedad y que posteriormente Duguin relaciona directamente con el triunfo del comunismo.
Aquellos elementos positivos, de orden trascendente y sagrado, de un claro carácter metafísico, vienen encarnados por la tradición monárquica de los zares, revestido de un carácter místico desde sus orígenes bajo la estirpe de los varegos (vikingos escandinavos) y la figura del príncipe, rurik, en cuya naturaleza de autoridad sagrada también encontramos notables influencias de formas de espiritualidad euroasiática, como aquella del zoroastrismo, y que impregna los mismos atributos reales expresados a través del escudo monárquico o del globo coronado por una cruz que sacraliza la doble función del Zar, político-espiritual, a ojos del pueblo ruso y le proporciona un carácter sobrenatural muy similar al que nos presenta el arquetipo gibelino.
Paralelamente, el patriotismo ruso no tiene absolutamente nada que ver con el nacionalismo étnico o los Estado-Nación profanos del occidente europeo, sino que guarda una relación íntima con la idea de Rusia Interior y de una serie de categorías cósmicas y astrológicas que tienen como eje la Sede Polar Hiperbórea, con un fuerte componente mítico de origen indoeuropeo que se integraron en distintos territorios y pueblos, dando lugar a la base arquetípica de diferentes tradiciones. Y más que el desarrollo histórico dentro del plano profano, Duguin pone el acento en aspectos de contenido espiritual y simbólico. Desde esta perspectiva, y dentro de la paradójica dualidad mencionada con anterioridad, Rusia tiene ese sentido místico, mesiánico y escatológico que se manifestará en la revolución bolchevique bajo una lógica infernal e invertida. Es la «Maldita Rusia» que apela a los viejos arquetípicos del inconsciente colectivo ruso, que con el asesinato del zar y su familia alcanza su paroxismo y el cumplimiento de antiguas profecías evangélicas como aquella de la cabeza cortada de San Juan Bautista y convierten a Stalin en la figura del antiZar, el usurpador diabólico.
Al margen de la idea de la Santa Rusia, la monarquía zarista o la idea de Rusia Interior, hay otro aspecto que juega un papel fundamental en la psique colectiva del pueblo ruso, y es el turanismo, y que quizás sea un elemento difícil de comprender en su trascendencia dentro del ámbito ruso desde el ámbito occidental. El turanismo —nos explica Aleksandr Duguin— encarna una psico-ideología relacionada con los pueblos turco-mongoles de la Horda de Oro, dentro de una categoría metapolítica y cuya influencia sería de origen prehistórico. El turanismo impregnaría, tal y como atestiguan hallazgos arqueológicos, culturas y pueblos de todo el orbe euroasiático. El turanismo vendría a ser una corriente de civilización diferenciada de aquella atlántica y que seguiría unas corrientes migratorias de Siberia al Asia interior, con su propio centro geopolítico. El impulso de estas corrientes turánicas estaría igualmente vinculado a la antigua región polar y a la idea de Hiperbórea junto a sus valores tradicionales primordiales. Resulta muy curiosa la mención que hace de Herman Wirth, un ideólogo de la Ahnenerbe, la organización alemana dedicada a rastrear los orígenes de los pueblos arios, y su confusión, ya advertida previamente por René Guénon en un artículo de 1929, de Hiperbórea (Norte de Rusia) con la Atlántida (Occidente) que orientó la estrategia militar del III Reich en el Frente del Este durante la Segunda Guerra Mundial, donde Alemania, atendiendo al criterio atlantista y pangermanista de su Estado Mayor declararía la guerra a los turanistas, que como decíamos estaban conectados con el centro original y las tradiciones ario-polares primigenias. En definitiva, el turanismo define un espacio geopolítico y de civilización que abarca las latitudes polares de Siberia, Rusia, los Balcanes, Anatolia, países islámicos o el centro de Asia con Mongolia, en una enorme área con una serie de patrones sagrados y simbólicos propios y en clara oposición al modelo de civilización occidental, fundamentado en el racionalismo o el humanismo profano y material.
La llamada Crónica de Ura-Linda es la fuente que Duguin utiliza para definir las particularidades, el carácter y las tipologías raciales propias de Eurasia desde las tres razas primordiales: los frisios (blancos), los fineses (amarillos) y lidios (negros). Los frisios y los fineses son las dos razas que concurren en el espacio euroasiático: los primeros son denominados como «pueblos de Dios», predomina la igualdad social y la democracia en su orden político, honran el principio femenino y su gnosis espiritual es la sabiduría aria. Los fineses son conocidos como «esclavos de Dios», viven bajo un orden represivo y fuertemente jerarquizado y unas formas religiosas exteriores, exotéricas. Los frisios terminarían expandiéndose tardíamente por Eurasia, y darían lugar a formas culturales y de civilización mixtas, especialmente en el Sur. También en Occidente aparecen estas mixturas, y a partir de estos modelos de civilización vemos surgir de una u otra vertiente distintos modelos espirituales como, por ejemplo el Cristianismo (predominantemente frisio) o el judaísmo (finés), en función de sus diferentes características tipológicas, van generando una dialéctica entre ambos principios que, en los tiempos modernos, llegan a degenerar en la democracia liberal o en los regímenes despóticos orientales que también vemos en la propia Rusia y el conjunto del espacio euroasiático.
En el caso particular de Rusia al elemento frisio, propio de los pueblos eslavos, tras las invasiones mongolas se impone el elemento finés y su modelo tipológico de disciplina, represión y jerarquía en el ámbito político, mientras que aquel frisio queda relegado al ámbito religioso-espiritual, especialmente a través del Cristianismo Ortodoxo. Con el triunfo del comunismo el elemento frisio es definitivamente arrinconado.
A la exposición de estos elementos de carácter sacro-racial sucede la exposición de la geografía sacra característica de Eurasia, que define un centro sagrado de civilización que tiene como límite al Sur la antigua Dacia Hiperbórea, y que Duguin denomina, en función de una serie de correspondencias astronómicas y sagradas, como Rusia-Gardarika, de influencia eslavo-rusa, con multitud de mitos y símbolos en el folclore popular que se remiten, además de su toponimia, con el centro sagrado primordial, destacando especialmente aquel de origen polar de la parturienta luminosa, que de algún modo es una prefiguración de la Vírgen María. Al mismo tiempo la dicotomía Norte-Sur características de la polaridad tradicional de carácter dualista entre luz y oscuridad, asociando lo meridional, especialmente al círculo meridional más allá de esa frontera de la Dacia, en el Mediterráneo central y en el círculo egipcio, que representa formas secundarias y degeneradas de la Tradición Atlántica Occidental muy alejadas de la Tradición Primordial y, por otro lado, también representa la antítesis de Rusia Gardarika, en la medida que es un centro espiritual carente de contenido metafísico y la prueba de ello la vemos a través del rito masónico de inspiración egipcia (Misraim) que asiste a la propia tradición masónica occidental, y que incluso reaparece en el contexto de la Rusia bolchevique con diversos elementos simbólicos como la momia de Lenin, el templo piramidal o la estrella roja de claras reminiscencias egipcias.
Dentro del contexto de la geografía sagrada también destaca Siberia como nexo de unión entre la Sede Polar originaria y el reino subterráneo de Agartha. Históricamente fue un centro sagrado oculto y de ella procedían los pueblos germano-godos y llamados generalmente «bárbaros» que emigraron a la Europa del imperio romano decadente, y ellos construirían las formas de la civilización medieval y portadores del sacrum siberiano, identificados con los llamados «Pueblos de Tanana», pueblos protoarios que protagonizan las llamadas migraciones hiperbóreas hacia el Sur. Las doctrinas chamánicas serían la expresión espiritual de este centro sagrado, y sus motivos simbólicos compartirían elementos típicos hiperbóreos (cisne blanco, Árbol del Mundo, estrella polar etc). Gengis Khan sería el difusor y depositario de todo este legado a través de sus conquistas y el gigantesco y efímero Imperio que logró forjar. Dentro de esta misma línea la historia del Barón Ungern von Sternberg, en su lucha contra el bolchevismo resistiendo como el último de los representantes del Movimiento Blanco, también estuvo relacionada con una voluntad de restauración euroasiática. Duguin le otorga el valor de ser una de las proyecciones del Último Avatara.
Duguin dedica un capítulo específico al Cristianismo Ortodoxo, y a aquellos conceptos dentro de la experiencia religiosa y espiritual que nos remiten a los aspectos más internos y metafísicos, en una gnosis puramente espiritual (esoterismo), frente a aquellos más externos y devocionales (exoterismo). La ortodoxia eslava, al igual que el chiísmo en el contexto del Islam frente al sunnismo, es concebida como una unidad que conserva su carácter iniciático virtual originario, supraindividual y suprarracional, sin huella alguna de hermetismo y sin recurrir a medios extraeclesiásticos para dar cabida a las vías esotéricas, como sí ha ocurrido históricamente con la Iglesia Católica. Esto al margen de la polémica del llamado filioque, que fue la clave que separó a las dos iglesias al considerar el catolicismo una visión racionalista y humanista semiprofana por identificar la Santísima Trinidad con la razón humana. Al considerar la Iglesia católica que la imagen inmanente de Dios procedía de la Primera y la Segunda persona de la Trinidad excluyendo al Espíritu Santo, lo que, según Duguin, equivalía a excluir la experiencia iniciática directa. La Iglesia Ortodoxa, fiel a los orígenes, tampoco distingue entre categorías de creyentes, siendo aptos para la iniciación virtual en función de sus propias cualidades personales, de modo que quienes completan el proceso son muy pocos, además de tener en cuenta la ausencia de elementos discursivos y racionales en la teología ortodoxa, que tan importantes resultan en la iniciación.
Dentro de este ámbito tampoco se pueden obviar la presencia de fuerzas contrainiciáticas de origen demoníaco, que como dice Duguin citando a Guénon, actúan tras las formas herméticas, como es el caso de la masonería y formas actualizadas de rosacrucismo y alquimia además de otras corrientes pseudoespirituales propias del siglo XIX como ocultismos, teosofía u otras formas que nos remiten directamente a prácticas satánicas, como aquellas promocionadas por Aleister Crowley. Especial mención merece el caso del cosmismo ruso que actuó a la sombra de las corrientes bolcheviques prerrevolucionarias, y que se caracterizó por su irracionalismo anárquico y degradación demoníaca.
Por último, y dentro de la lógica escatológica que recorre toda la obra, Estados Unidos representa el reverso invertido de la desaparecida Atlántida, su prolongación negativa. Vendría a ser una representación similar al Hades griego o el Sheol hebreo. El descubrimiento de América se convierte en una fatalidad para Europa y el espacio euroasiático en general. Los elementos típicos de la escatología americana la vemos especialmente a través del Nuevo Orden Mundial y el mesianismo que viene expresado de mano de sus padres-fundadores y de raíz neoprotestante, que ve en Estados Unidos la nueva tierra prometida, una especie de Nueva Jerusalén.
El final de los tiempos y la Segunda Venida de Cristo es la idea que sirve de cierre a esta apasionante obra, y que de algún modo, no ve en el final del comunismo, cuyo triunfo y caída venía contenido en las profecías de Nostradamus y la propia escatología de la historia sagrada, ni en el triunfo absoluto del capitalismo, que nada tiene que ver con su forma clásica y más antigua que representaba los intereses de la casta de los mercaderes, sino que se ha acabado transformando en otra cosa bajo las formas financieras y bancarias que dominan el mundo, y que junto al descenso representado por la cuarta casta durante la «Era Proletaria», preconizaron un descenso todavía más terrible y catastrófico hacia formas subhumanas más informes y caóticas.