
El simbolismo del templo cristiano
Jean Hani
Editorial: José J. Olañeta
Año: 2016 |
Páginas: 186
ISBN: 978-8476514481
Es la primera vez que reseñamos una obra del profesor, filósofo y tradicionalista francés Jean Hani (1917-2012), un autor conocido por sus vastos conocimientos en materia de hermenéutica y exégesis tradicional, y en la línea de Mircea Eliade, un gran estudioso de las religiones comparadas. En este sentido Hani nos muestra una defensa de los valores cristianos a través de una voluntad integradora respecto a otros valores, ideas y símbolos pertenecientes a otras tradiciones y realidades espirituales.
En esta ocasión os hablaremos de una de las obras más destacadas del tradicionalista francés, se trata de El simbolismo del templo cristiano, en la que se traza una relación de los diferentes simbolismos que se superponen y componen un todo orgánico y armonioso en el contexto del templo y la liturgia cristiana. Todo ello desde un punto de vista objetivo, huyendo de cualquier desvarío sentimental o de carácter moralista que pueda favorecer la aparición de mixtificaciones, juicios interesados o simplificaciones que nada tienen que ver con lo sagrado y su lenguaje universal.
En este caso el análisis del templo y los elementos que lo integran vienen tratados desde esa dimensión objetiva, que podemos calificar de ontológica y cosmológica al mismo tiempo. Muy lejos del tratamiento profano de nuestros días, el templo representa un espacio sagrado, donde se establece el vínculo entre criatura y creador, entre la comunidad cristiana y la divinidad. Dentro del templo encuentran su lugar multitud de simbolismos que se entrelazan bajo complejas relaciones hasta culminar en una jerarquía con el símbolo total, que constituye el Principio a partir del cual la Gracia desciende sobre el hombre.
Huyendo de las simplificaciones, Jean Hani nos plantea incluso una jerarquía simbólica, diferenciando categorías (símbolos intencionales y/o convencionales y símbolos esenciales) en las que existe una relación íntima, un vínculo espiritual profundo, entre el objeto y su significado espiritual y para eso es necesario alcanzar el ser íntimo del propio objeto, frente a todo convencionalismo o significado artificial superpuesto. Asimismo, también prevalece una diferenciación de los símbolos esenciales, que podemos clasificar entre aquellos que obedecen a un orden cosmológico y los que atienden a un orden teológico. No obstante, la capacidad mental para detectarlos en el hombre moderno se encuentra atrofiada, dado que no es capaz de percibir las cosas del mundo más que como una sucesión de fenómenos, de hechos aislados y que se explican de forma aislada, sin poseer una visión orgánica de conjunto, sin esa visión cosmológica de «una imagen del mundo», que integra los elementos y los encuadra en un sistema de relaciones jerárquico-simbólicas, como ocurre en el caso del templo cristiano y la liturgia que le viene asociada. Esa incapacidad del moderno, que solo ve fenómenos y los efectos de la vida material, contrasta con el hombre tradicional, que es capaz de captar y entender la interioridad de los objetos desde su cualidad, y no su sentido puramente cuantitativo, proporciona también la comprensión de un modelo ontológico, aquel creado por Dios y que se reflejan en el arquetipo y en las leyes de correspondencia, cuyo reflejo vemos en el mundo sensible.
El simbolismo teológico requiere en su justificación de aquel cosmológico, que es subyacente respecto al primer, que lo fundamenta y le da sentido a través de «un sistema» o una «imagen del mundo», cuya comprensión y recepción entre los hombres encuentra su mejor vehículo a través del arte. El simbolismo adquiere su pleno significado a través del arte mediante las referencias bíblicas, de las Sagradas Escrituras (simbolismo teológico) para terminar descubriendo el simbolismo cosmológico que le viene asociado. También debemos tener en cuenta la existencia de un proceso histórico en el que el Cristianismo viene a configurarse con notables influencias de otros credos religiosos y formas espirituales que lo preceden y que se desarrollan en torno a la cuenca mediterránea, donde podemos apreciar elementos cósmicos y solares que vendrán a impregnar y enriquecer el simbolismo, para dotarlo de nuevos significados, especialmente en el ámbito cosmológico.
Este arte sagrado, como es obvio, nada tiene que ver con el arte moderno, totalmente profano y con un carácter subjetivo e individual, plegado a la voluntad del artista. Cuando hablamos de arte sagrado, y lo concretamos en el contexto del templo, hablamos de arquetipos celestes, que proceden del mismo Dios y que aparecen en las Sagradas Escrituras y que tienen en el Templo de la Jerusalén Celeste, la que aparece en el Apocalipsis, un modelo a imitar. Al mismo tiempo todo edificio sagrado tiene un sentido cósmico, trata de imitar la creación divina y reproduce una imagen trascendente de este mundo en Dios, y lo hace con todos sus elementos constitutivos, y como tal aparece representada la belleza a través de las formas geométricas. En su fundación del templo y su estructura arquitectónica a través de la cuadratura del círculo constituye ya un rito, en el que se decide la orientación del templo mediante el uso de símbolos primordiales (el círculo y el cuadrado) que contribuyen a la perfección metafísica del templo en su construcción y que se encuentran relacionados con el principio de estabilidad, principio de lo ilimitado y el ternario cielo-tierra-hombre en unas relaciones simbólicas de gran complejidad, de hecho el templo cristiano reproduce la unidad entre estos últimos elementos.
Como decimos, el templo reproduce a menor escala la creación del mundo y del cosmos en su totalidad en una imitación de la obra del Creador, y en la ejecución de este modelo la geometría y la matemática se convierten en las piedras angulares de este modelo. La belleza divina alcanza su máxima expresión a través del cuadrado, la esfera y otros poliedros regulares, que se convierten así en los arquetipos de la creación. Del propio Verbo Divino, del Logos creador, emerge la Idea y el Número, como un producto de la inteligencia y el sentido que impregna la Creación de Dios por completo, y de ese sentido que emana de la perfección del número obtenemos el equilibrio y la armonía del templo cristiano en los diferentes componentes y elementos que lo articulan. Los principios que articulaban esta idea de la arquitectura divina pasaron de generación en generación dentro de las organizaciones de constructores. No obstante, no solo se consideraba la construcción del edificio desde las proporciones y simetría de sus elementos, sino que también eran determinantes aquellos aspectos que se refieren a la liturgia y al simbolismo teológico. El templo está destinado a la glorificación de Dios y la unidad del hombre en su Destino, con lo cual la sacralización del espacio que comprende el templo es esencial.
Por otro lado, el templo también representa el cuerpo de Cristo, y Él mismo afirmó que su cuerpo es su templo, el habitáculo de la Divinidad. De hecho, la forma del templo en cruz representa al Cristo crucificado y se puede asociar cada elemento del templo a una parte específica de su cuerpo en la cruz, donde también existen una serie de relaciones simbólicas (el coro representa la cabeza de Cristo, el Altar Mayor el corazón o el crucero los brazos etc) . El templo, que ya hemos dicho que representa el Cosmos, la Creación del mundo, también representa al Hombre-Dios en una suerte de binomio macrocosmos-microcosmos tan frecuente y universal en muchas formas de espiritualidad más allá de la propiamente cristiana. También podríamos hablar de una relación simbólica numérica, de carácter pitagórico, o bien la asimilación de ese cuerpo a un diagrama zodiacal que sirve como eje y reintegración entre ese microcosmos y macrocosmos del que acabamos de hablar. En definitiva el templo de planta cruciforme expresa el universo restaurado en su pureza original, que viene ofrecido por el Hombre Perfecto a Dios. En este plano también podríamos hablar de innumerables correspondencias simbólicas entre el hombre individual y el Hombre Universal, con diferentes gradaciones que se entrelazan, revelando una vez más la importancia de la dualidad micro y macrocósmica.
Esta misma dualidad la vemos reflejada en la construcción del templo espiritual y el templo material, en el que el proceso constructivo se equipara a la Cosmogonía, a la misma Creación a través del Corpus Mysticum, con innumerables procesos de consagración y rituales en los que la piedra representa un papel fundamental en continuas evocaciones del simbolismo zodiacal y pasajes bíblicos. Las piedras constituyen elementos vivos, que deben labrarse y dar forma pues participan activamente en el propio proceso de transfiguración que experimenta el templo. La piedra es un material que sorprende por su dureza y resistencia al paso del tiempo, y es esa fuerza de la que es portadora la que resiste a la precariedad y limitaciones humanas, y al carecer de todo elemento figurativo puede presentarse como portador del carácter informal de Dios, por su sobriedad y carácter sobrehumano se convierte en el habitáculo de Dios por excelencia. Al mismo tiempo, el templo como soporte material es una expresión de la gracia divina y del mismo Dios que desciende al hombre, a la dimensión de lo visible para transmitir a ese Corpus Mysticum, que es la congregación cristiana, la necesidad de retornar al Padre. Así el templo experimenta una transmutación que permite la aparición de la ciudad celeste en todo su esplendor.
A estos elementos formales que constituyen los complejos simbolismos en los que se articula el templo, tanto en su vertiente material y arquitectónica, y aquellos de carácter más teológico-cosmológico, Jean Hani, el autor de la obra, les une un análisis particular de los elementos más representativos del templo tales como las campanas, la pila de agua bendita y el baptisterio, la puerta, el altar y simbolismos que impregnan de manera profunda y omnipresente al templo y que tienen un origen solar. En el caso del campanario se asocia a un simbolismo ascensional, en el que la campana, de forma piramidal, representa un asalto al Cielo, es una imagen de la Montaña Cósmica. También se asocia a la campana como una forma de anunciar la presencia de lo sagrado y al mismo tiempo purifica y sacraliza el espacio. En el caso del baptisterio junto a la pila de agua bendita tenemos un lugar reservado a la Divinidad, la morada divina, y al mismo tiempo implica reactualización de los ritos y la liturgia sagrada. En el caso concreto de la pila bautismal representa a un manantial y su simbolismo está indefectiblemente ligado a la renovación y la re-Creación, e incluso la forma semi-octogonal de la pila tiene su propio significado simbólico asociada al retorno de los orígenes puros y prístinos de los orígenes. En esta misma línea tenemos a la concha bautismal, símbolo del peregrino y emblema de la vida universal. Si nos centramos en la puerta nos remite de manera inmediata a la idea de «tránsito», de un cambio de espacio, que en el caso del templo conlleva la idea de penetrar en un espacio sagrado frente a aquel profano que se deja atrás. Dentro de un plano más místico la puerta representa el cuerpo de Cristo, y de ahí tenemos toda la ornamentación desarrollada en el tímpano, en la parte superior de la puerta, con la imagen de Cristo en Majestad y las escenas del Juicio Final o el Apocalipsis, junto con simbolismos vegetales que conforman el arquitrabe o zodiacales como complemento al propio friso vegetal. Cristo aparece en el centro de esta escenografía como el Señor Universal. En torno a todos estos elementos se desarrolla un complejo simbolismo de carácter cósmico y místico que también impregna las puertas de la Iglesia. Tampoco podemos obviar la presencia del Crismón (☧), que es un signo plenamente análogo y compatible con la rueda cósmica, el diagrama del mundo considerado en su movimiento cíclico. Finalmente debemos referirnos al Altar, elemento crucial en la configuración interna del templo, es su objeto más sagrado en el que todo converge, la piedra de sacrificio en la que se entra en contacto directo con Dios y por lo tanto es el objeto más santo de todo el templo. Es el tabernáculo donde se halla el auténtico maná, y Hani establece un uso litúrgico y simbólico muy similar al de los altares hebreos y lo vincula a todos los altares ab origine mundi, como el fruto de una herencia religiosa ininterrumpida. La liturgia terrestre y humana imita el arquetipo divino, y en el momento de su ejecución se convierte en el centro del mundo, en el que tiene lugar una teofanía propiamente dicha con el sacrificio del Hijo. Existen elementos simbólicos más complejos que Hani relata en la obra y en la que se reproducen motivos simbólicos como el binomio Cielo vs Tierra en torno al ciborio y al baldaquín en conexión con tradiciones arquitecturales pretéritas, como aquella hebrea, en las que a las vinculaciones simbólicas y teológicas vienen a sumarse aquellas de la propia arquitectura y configuración de los elementos internos del templo.
Para terminar este complejo y apasionante libro, merece mucho la pena mencionar la plena cohesión e integración que existe entre el calendario litúrgico y el ciclo solar con la celebración de fiestas y la formulación de misterios, y quizás tengamos el caso más paradigmático de ello en las fiestas navideñas, que coinciden con el solsticio de invierno en una fiesta de regeneración, consagradas al fuego y la luz, la «noche luminosa» en la que el sentido de lo cósmico y lo místico engendran el misterio del Sol Renacido, que se equipara al nacimiento de Cristo y su luz en un nuevo acto de Creación. Este mismo sentido de misterio solar lo podemos ver también en la Pascua y la Epifanía, en la que el sentido solar que subyace en el cristianismo y sus tradiciones litúrgicas queda perfectamente acreditado. Este sentido solar se extiende al Bautismo que, como ya dijimos, se asocia al simbolismo de la regeneración, a la renovación cósmica de la naturaleza, a la repetición de los arquetipos. Al mismo tiempo la extinción y el reavivamiento del fuego recuerdan a la muerte y resurrección del Cristo-Sol, el sol de justicia que desciende a los infiernos para redimir a los muertos y reaparecen en Pascua, la que para los primeros cristianos era la fiesta de primavera que también iniciaba el año y evoca regeneración de la humanidad y salvación del hombre a través de la luz y el fuego, en lo que es un presagio de la vuelta de Cristo en el fin de los tiempos con el triunfo del sol divino sobre las tinieblas y las fuerzas del mal.
La sucesión de interminables relaciones simbólicas que Jean Hani nos expone en el libro son inabarcables en la presente reseña, y delatan un extraordinario e incansable trabajo de erudición por parte del autor francés, que nos habla de simbolismo zodiacal/espacial, también nos remite al de las fuentes bíblicas, a la obra de los Padres de la Iglesia, a antiguas tradiciones precristianas, como aquellas de los pitagóricos, o a los escritos de autores especializados en materia litúrgica como Durand de Mende en un ensayo sobre el simbolismo cristiano del templo que supera por mucho cualquier interpretación moderna, profana y simplificadora. La lectura que Hani hace del simbolismo cristiano es profunda y meditada, responde a fuentes variadas y a una erudición y conocimiento de las fuentes que hacen de El simbolismo del templo cristiano una obra de referencia fundamental para cualquiera que quiera acercarse al estudio de la materia.