Después de algo más de un año de «pandemia», aunque nosotros creemos que más bien de plandemia, en el que solamente hemos escuchado hablar de restricciones en todos los ámbitos de la vida social, en nuestras vidas particulares, con la consecuente ruina de los pequeños y medianos empresarios, las familias y de todo aquel tejido orgánico que todavía pudiera subsistir en nuestra degenerada sociedad moderna, además de continuos y flagrantes fraudes de ley, desde hace algunos meses están en funcionamiento las mal llamadas «vacunas» que no son sino terapias genéticas, como muchos científicos, entre ellos la Doctora Alexandra Herion-Claude (Instituto Francés de Investigación Médica y Sanitaria | Inserm · Unidad de Genética y Epigenética de Enfermedades Neurometabólicas y Defectos de Nacimiento) han afirmado públicamente, que fueron aprobadas bajo condiciones más que sospechosas tras negociar con la Unión Europea su distribución y aplicación en los países que se encuentran bajo la soberanía de esta organización globalista. En este sentido, la exoneración de toda responsabilidad ante los efectos adversos, los cuales incluyen muertes fulminantes y una variada gama de efectos secundarios que van desde sarpullidos y fiebre hasta ceguera, parálisis o los famosos trombos, a las multinacionales farmacéuticas, también debemos añadir el contrato de confidencialidad que impide que sepamos cuales son los ingredientes de los que se componen estas sustancias. A esto deberíamos añadir las campañas agresivas que desde «medios sanitarios», prensa generalista, y desde los propios gobiernos, se están haciendo para incitar a la masa a inyectarse una sustancia de la que ignoran su composición y que ha sido aprobada por la vía de urgencia a través de la agencia europea del medicamento, es decir, sin aprobar el protocolo legal establecido para cualquier medicamento que se comercialice sobre territorio de la UE.
Ante todos estos condicionantes que hemos enumerado, resulta cuanto menos inquietante que una persona considerada normal, digamos que con una inteligencia media, pudiera aventurarse a introducirse en su organismo algo cuyas consecuencias a largo plazo todavía se desconocen, que no le va a asegurar una vida normal sin restricciones y en el pleno ejercicio de sus libertades y que, en última instancia, no le permite inmunizarse ni hacer frente a un hipotético virus, respecto al cual poco sabemos porque jamás se le menciona en los mass media, salvo para hablar de cepas con denominación de origen de medio mundo, y de cifras de muertos y, sobre todo, de infectados (ya no hablan tanto de «PCR-positivos»), muchos de ellos «asintomáticos», en el contexto de una «pandemia mundial» un tanto extraña, o cuanto menos peculiar.
Toda la problemática y el trasfondo de estas cuestiones podría llevarnos a tratar temas demasiado extensos y complejos para abordarlos en el formato del actual artículo. Deberíamos hablar ya de entrada de una crisis global que va más allá de lo puramente sanitario y que afecta tanto a la salud como al resto de los aspectos de la vida contingente en el mundo occidental desarrollado, aquel que es heredero de la Revolución Francesa y del orden liberal subsiguiente. El mundo moderno, como hemos venido recordando en la mayor parte de nuestros artículos, representa una anomalía en toda regla, desde el momento que ha renunciado a sus raíces tradicionales y al horizonte de trascendencia que le era propio en tiempos pasados. Las transformaciones del mundo moderno han engendrado un nuevo modelo antropológico, que viene marcado por la desacralización de todo un universo simbólico y la ruptura de una serie de equilibrios que habían marcado el devenir de las sociedades premodernas. Precisamente uno de los factores que menos hemos tratado, quizás por estar formado quien escribe en letras, son las cuestiones relativas al proceso deshumanizador dentro del ámbito de lo sanitario, y en sus imbricadas relaciones con el poder, puesto que estos aspectos los hemos abordado en mayor profundidad desde un enfoque filosófico, desde el pensamiento tradicional o desde un plano ético moral o incluso religioso. No obstante, ello no implica que no exista una deshumanización muy clara y de la cual somos testigos en nuestros días en el ámbito de la sanidad y la medicalización de la misma con el uso ingente de fármacos, cuyo uso y fe desmedida en su poder curativo se han convertido prácticamente en un dogma irrefutable.
No conviene olvidar que entre los múltiples y diversos métodos de control social de masas, el control sobre nuestro propio organismo, su funcionamiento y las terapias o formas de cura también constituyen una herramienta fundamental. Del mismo modo que la participación del ciudadano común está vetada en cuestiones de orden político, social y económico, donde únicamente se limita a ejercer su «derecho al voto» sobre unos candidatos preestablecidos por el propio sistema y en evidente relación de subordinación con oligarquías internacionales, sobre cuestiones de orden sanitario, sobre la forma de gestionar nuestra salud, tampoco tenemos un control efectivo. En este ámbito existe un auténtico entramado que trasciende incluso los modelos de gestión nacionales, propios de cada país, y nos remite a organizaciones como la OMS (Organización Mundial de la Salud), que es un organismo claramente politizado, al que se asocian las grandes compañías farmacéuticas, el Banco Mundial, y multitud de ONG’s e instituciones que actúan bajo su amparo. Paralelamente, y en la línea marcada por la sacralización de determinadas publicaciones científicas, háblese de Lancet o de Nature o cualquier otra revista que reciba ese epíteto, también son susceptibles a los mismos condicionamientos de tipo económico y financiero que los mass media, y de hecho, se ha publicado que la Industria Farmacéutica gastó alrededor de 600 millones de euros solo en España para comprar los favores del sector sanitario y sus medios. Es mediante esta fórmula a través de la cual consiguen colar sus remedios neoliberales y la justificación meramente económica por encima de los intereses sanitarios comunes de la población.
Algunos efectos de la deshumanización de la salud o lo sanitario los vemos a través ciertas cuestiones como el trasplante de órganos, tras el cual existen mercados ilegales a nivel internacional, o de los úteros de alquiler a disposición de quien desee adquirir un recién nacido, en ambos casos abordándose tales cuestiones desde una perspectiva puramente mercantil, o hasta de «capricho». E incluso la proliferación de enfermedades, nuevas o existentes, también será una oportunidad de negocio que impulsará la comercialización de los medios necesarios para «curarlas». Hasta un premio nobel de medicina como Richard Roberts reconocía que a las farmacéuticas no les interesa curar por evidentes razones de negocio que no querrán ver erradicados definitivamente los problemas de salud. Si nos retrotraemos a los tiempos del llamado «Antiguo Régimen» veremos que la salud se encontraba entonces en manos de las instituciones religiosas, y que estas se encargaban de cubrir las necesidades sanitarias de los más pobres, es un fenómeno que se irá revirtiendo a medida que se vaya desligando del estamento religioso y la salud comience a convertirse en un asunto público y dentro de otras estructuras. Es obvio que no se puede negar muchas contribuciones sanitarias que tienen lugar a lo largo del siglo XIX, especialmente dentro del ámbito de las teorías de los médicos higienistas, que con las recomendaciones relativas al saneamiento de las urbes, hasta entonces foco de epidemias como el cólera entre otras, y que también guardaban relación con las míseras condiciones de vida generadas por el liberalismo y su deshumanizada Revolución Industrial. No será sino a partir de Louis Pasteur cuando el fundamento cientifista se asienta en el ámbito de la salud a partir de la idea de que la enfermedad viene del exterior, estableciendo los fundamentos de la microbiología y la ciencia médica moderna. Con él también se inicia la industria del medicamento, y en consecuencia del negocio que se extiende hasta nuestros días. A partir de entonces se desarrolla una concepción mecanicista e inorgánica de la salud, con una progresiva invasión tecnológica, la misma que desde entonces y a día de hoy se basa en la manipulación permanente de la información y bajo una serie de conexiones de naturaleza política, económica y mediática.
El derecho a la salud, por ejemplo, contemplado en el artículo 43 de la Constitución española del decadente régimen del 78, establece lo siguiente: «Se reconoce el derecho a la protección de la salud. Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. La ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto», lo cual implica que no somos dueños de nuestra salud, y que esta viene tutelada por los poderes públicos, de tal modo que no somos poseedores ni de los medios ni de las decisiones para poder preservarla en función de nuestro propio criterio. Es el Ministerio de Sanidad quien decide cómo curarla y los productos químicos a administrar para tal fin. Es una experiencia común acudir a la consulta médica ante cualquier problema de salud y que el médico se dedique exclusivamente a prescribir el fármaco correspondiente a una determinada sintomatología sobre la base de datos que maneja en un ordenador. Pues el sistema de salud decide por nosotros qué debemos tomar para estar «sanos», así como también nos dice qué debemos de comer y de ahí que bajo la perversa «Agenda 2030» y el eufemismo de «transición ecológica» ya se esté hablando del fin de las explotaciones ganaderas y el consumo de la carne sintética, todo edulcorando los verdaderos propósitos con la excusa de «frenar el cambio climático».
Sin embargo, estos temas no aparecen reflejados en el debate público, como era de esperar, y en las diatribas izquierda vs derecha tan características del sistema partitocrático (aunque podríamos calificarlo también de plutocracia y oclocracia) bajo el que vivimos el discurso se limita a enfrentar una «sanidad pública» frente a una «sanidad privada», cuando el problema más que de gestión está en la mercantilización de la propia salud, y el sometimiento de esta a los criterios de negocio y ganancia del sector farmacéutico. De modo que no podemos considerar a la sanidad como un «servicio público» en la medida que estos entes, las multinacionales farmacéuticas, son las que marcan las políticas sanitarias en todo el mundo.
Obviamente, a medida que el proceso de Globalización y uniformización a nivel mundial ha ido avanzando, con la consecuente destrucción de los particularismos y pluralidad de formas en todos los ámbitos, la manipulación y la construcción de la realidad paralela, profundamente falseada y guiada por objetivos perversos, y la crisis del último año es el mejor ejemplo, los grandes intereses de las oligarquías son los que ya prevalecen de forma absoluta a través de sus cenáculos y organizaciones pantalla por todos conocidas (Comisión Trilateral, el CFR etc). En este sentido no nos debe extrañar, ni tampoco es fruto de una mera coincidencia, que las leyes de eutanasia y aborto, que también forman parte del ámbito de la Salud, se hayan convertido en «derechos» o «formas de progreso» cuando realmente camuflan formas de eugenesia que han reducido la natalidad por debajo del reemplazo generacional en el caso del aborto y sirven para eliminar a ancianos y enfermos crónicos o terminales en el caso de la eutanasia. Es uno de los frutos podridos de una Europa occidental y moderna totalmente degenerada, amparada en la idolatría a la tecnología, a la fetichización de la ciencia y la deshumanización más absoluta.
En estos momentos nos encontramos viviendo de lleno la distopía, y esta se refleja en la propia idea que la masa ignorante tiene respecto a las enfermedades y la salud en general, que se acerca a la mentalidad de los pueblos primitivos (que no tradicionales, sino un producto degenerado de estos últimos) en la que el médico (chamán) es capaz de desterrar o eliminar la enfermedad mediante conjuros y ritos mágicos. El médico representa una autoridad infalible cuyo poder es incontestable, y a cuyas opiniones, en muchos casos mediatizadas por su adhesión a los intereses de la industria farmacéutica, que gasta ingentes cantidades de dinero en generar artículos científicos favorables a sus intereses y en comprar a médicos y sanitarios de todo el mundo. Amplios sectores de población confían en este sistema de salud de medicalización que implica miles de millones de euros de gastos, y que implican, como ya venimos insistiendo, un negocio con beneficios sin fin para la industria del medicamento, de ahí que el coste sanitario no haya parado de crecer, al margen de otros condicionantes como el envejecimiento de la población.
Está claro que cuando la ciencia médica y sus herramientas se consagran a la ganancia y al negocio, algo que, como decíamos, se puede hacer extensivo al control de los servicios sanitarios, a la investigación o a la propia información que se filtra a través de los mass media, implica que la población se convierte en los conejillos de indias para todo tipo de experimentos, muchos de ellos profundamente aberrantes, y creemos que no es necesario poner ejemplos con lo que estamos viviendo en nuestros días. Y es que desde los años 40-50, las vacunas se han convertido en parte de nuestras vidas, y todos hemos sido vacunados nada más nacer contra tétanos, tosferina y otras enfermedades, algo que se volvía a repetir en su día con el servicio militar, vacunas contra alergias, el uso masivo de antibióticos, y en muchas ocasiones con fármacos que tras un uso masivo durante décadas han sido posteriormente retirados del mercado al comprobarse que provocan graves efectos secundarios. A este modelo de salud vienen aparejados una serie de fenómenos que no creemos que le sean ajenos en absoluto, como son las dificultades de las madres para amamantar a sus hijos, el aumento de cesáreas, la baja calidad del esperma del varón y las dificultades reproductivas o la progresiva evolución de enfermedades crónicas debido a la represión sistemática del sistema inmune a base del uso de fármacos. En este sentido también podríamos hablar del cáncer y de las terapias que pretenden tratarlo como la quimioterapia, por ejemplo, donde contamos con estudios desde hace un cuarto de siglo con seguimientos a pacientes que se sometieron a este tratamiento y tuvieron una esperanza de vida de tres años y medio frente a los que no hicieron absolutamente nada y que vivieron una media de doce años más. De hecho, los intereses (económicos, naturalmente) que se han generado en torno al cáncer han bloqueado investigaciones y terapias alternativas con el consecuente descrédito, amenazas, denuncias y encarcelamiento de médicos e investigadores que disentían del enfoque oficial, todo para proteger los intereses del negocio y de los enfermos que nunca curan.
De este modo la industria Farmacéutica bajo la excusa de tratar de combatir a microbios y bacterias, y bajo la amenaza de colapso difundida por la OMS en su día de «una era postantibiótica en la que muchas infecciones no tendrán cura y volverán con toda su furia… Esto está marcando el fin de la era de la medicina segura…», es decir, la hipotética amenaza de nuevas epidemias incontroladas ante las cuales no se pueden desarrollar nuevos antibióticos alimenta el negocio a través del miedo, como bien sabemos una herramienta muy útil para el control social. Además con la ventaja de que se puede descargar la culpabilidad sobre un hipotético virus y la necesidad de erradicarlo implica el lanzamiento de todo tipo de fármacos, y especialmente vacunas, a través de investigaciones permanentes, utilizando a la población como conejillos de indias.
Detrás de todos estos intereses de negocio no debemos obviar que también hay objetivos y fines claramente vinculados al transhumanismo, a la idea del «progreso» a través del uso de la ciencia y la tecnología hasta el punto de alterar la propia naturaleza humana a nivel orgánico y la construcción de un mundo artificial en el que todo dato humano, hasta el más insignificante sea medible y cuantificable, y por tanto previsible. No en vano, para René Guénon la ciencia moderna era el reino de la cantidad, empecinada en el dato y en la mera estadística y amparada por el racionalismo cartesiano como matriz del materialismo moderno. Comte, el padre del positivismo, ya dijo en su momento que la ciencia funciona estrictamente como una forma de religión, en el sentido de dogma de fe, y nosotros añadimos, que pretende dar respuestas globales y pretendidamente objetivas.
Dentro de este contexto la clave está a finales de los años 1930 y especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando aparecen los llamados Centros para el Control de Enfermedades en USA, bajo el acrónimo CDC, integrado en el servicio de salud pública y como parte de una amenaza de «guerra bacteriológica» que nunca se produjo. Pese a todo recibió desde primera hora ingentes cantidades de dinero que justificaban la amenaza, real o imaginaria, de nuevas epidemias, que venían siendo fabricadas con la manipulación de datos y múltiples falsedades. Esta institución, cuyo personal está integrado por diferentes especialistas de la salud, tiene un rango militar y sus agentes se encuentran vinculados a instituciones y puestos clave como fundaciones, compañías farmacéuticas, medios de comunicación, universidades, departamentos de salud y otras instancias de poder. Entre estas organizaciones podemos citar la OMS o la Fundación Rockefeller entre otras muchas. Podríamos citar también otras organizaciones como la FDA, «Administración de medicamentos y alimentos» en español, que en USA cumple la función de «proteger» la salud pública en lo relativo al uso de medicamentos, productos de todo tipo y alimentos. Y respecto a la OMS (Organización Mundial de la Salud) nació en 1974 con la intención de coordinar campañas mundiales de salud, trasladando las conclusiones del llamado Informe Flexner a su acción proselitista financiada por Rockefeller, que incluían la vacunación masiva de niños, en una acción compartida con el Banco Mundial, la Fundación Rockefeller y la propia ONU, que a partir de 1989 aprobaría la convención de los Derechos del Niño con la inclusión de una política de vacunación. No creemos que sea necesario seguir insistiendo en las actividades de muchas de estas organizaciones pantalla del globalismo, que bajo el pretexto de salvaguardar la salud, promueven los grandes intereses de las Farmacéuticas sin el menor escrúpulo. Para concluir señalaremos que con los precedentes enunciados, no nos parece extraño que dos grandes grupos de inversión estén detrás de las vacunas y los fármacos: Blackrock (que gestiona más de 8 billones y medio de dólares en activos y controla en España gran parte de las empresas del Ibex 35 y los principales medios de comunicación y el Grupo Vanguard, que tiene gran influencia sobre el Banco Central Europeo y la Reserva Federal, las principales petroleras, Monsanto, Pfizer y General Motors y grandes gigantes mediáticos. Es la prueba inequívoca de que estamos en manos de una plutocracia globalista y deshumanizada que ha convertido la salud en un negocio y en una forma de conseguir sus perversos objetivos de control social y sometimiento de la población mundial.