El solsticio de verano describe el fenómeno a partir del cual la Tierra alcanza su máximo punto de inclinación respecto al ecuador terrestre y marca el comienzo del verano. Este momento está simbolizado en el mundo tradicional por el matrimonio entre el Sol y la Luna, el principio heroico, masculino y espiritual en el primer caso, y el pasivo, femenino y material en el segundo, de hecho ambos cultos guardan una relación simbólica muy particular desde tiempos muy remotos.
Este día, cuya fecha ha variado según los calendarios entre el 19 y el 25 de junio, era considerado un tiempo sagrado en las tradiciones precristianas, aún hoy celebrado por la religiosidad popular con una fiesta que cae unos días después del solsticio, el 24 de junio, cuando en el calendario litúrgico de la Iglesia latina se recuerda la Natividad de San Juan Bautista. Es una fiesta muy antigua que ya San Agustín la asocia a la Iglesia latino-africana. Pero en Oriente se celebraba en otras fechas: el 7 de enero entre los bizantinos, el domingo antes de Navidad en Siria y Rávena.
La fecha del 24 de junio está íntimamente ligada a la Navidad romana: cuando se fijó el octavo día de las calendas de enero para la Natividad de Cristo, es decir, el 25 de diciembre, y en consecuencia la Anunciación nueve meses antes, era fácil deducir, basándose en en los Evangelios, la fecha del nacimiento del Bautista, que en realidad no debería haberse celebrado porque, como es bien sabido, el dies natalis de los santos es el de la muerte. Esta excepción se justificaba inspirándose en el Evangelio de Mateo (11:10, 11:11), donde se dice que Cristo comenzó a hablar de Juan a la multitud, diciendo:
«Este es de quien está escrito: He aquí, que yo envío a mi mensajero delante de tu faz, que preparará tus caminos delante de ti. En verdad les digo que entre los nacidos de mujer no se ha levantado nadie mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él».
Lucas cuenta que María fue a visitar a Isabel cuando estaba en el sexto mes de embarazo, en los días siguientes a la Anunciación. Por tanto, era fácil fijar la fiesta del Bautista en el octavo día de las calendas de julio, seis meses antes del nacimiento de Cristo.
En la antigua religión griega, los dos solsticios se llamaban «puertas»: el invierno «puerta de los dioses», el verano «puerta de los hombres». En la Odisea, Homero describió la misteriosa cueva de la isla de Ítaca en la que se abrían dos puertas: «una que da a Bóreas, es la bajada de los hombres, la otra, en cambio, que se vuelve hacia Noto es para los dioses y los hombres no la atraviesan, pero es el camino de los inmortales». El poeta explica que la puerta de los hombres mira hacia el Bóreas, es decir hacia el norte porque en el solsticio de verano el sol está al norte del ecuador celeste; mientras que el de los dioses e inmortales mira hacia Noto, o sea, hacia el sur, porque el astro en el solsticio de invierno se encuentra al sur del ecuador.
Los solsticios eran por tanto símbolos del paso o frontera entre el mundo del espacio-tiempo y el estado del espacio y la atemporalidad. Por la primera puerta solsticial, la de verano, se entraba en el mundo de la génesis de la manifestación individual, mientras que por la otra se entraba en los estados supraindividuales. Pero no era una idea propiamente griega, sino que forma parte del conocimiento tradicional, de la Tradición Perenne, tal y como nos explica el propio René Guénon:
«Que se refiere a una realidad de orden iniciático, y precisamente en virtud de su carácter tradicional no tiene ni puede tener ningún origen cronológicamente asignable. Se encuentra en todas partes, fuera de cualquier influencia griega, y en particular en los textos védicos, que ciertamente se remontan mucho al pitagorismo; es una enseñanza tradicional que se ha transmitido continuamente a lo largo de los siglos (…)».
En la Tradición romana, el Custodio de las puertas, incluidas las solsticiales, era el misterioso Ianus (Janus), señor de la eternidad. (…) Janus sostiene un bastón, o un cetro, en su mano derecha y una llave en su izquierda. El primero es un emblema del poder real, el segundo del poder sacerdotal: juntos simbolizan la función real sacerdotal del dios a quien Ovidio le hace decir en los Fastos: «Solo yo guardo tu universo y el derecho de orientarlo sobre los puntos cardinales está por completo en mi poder». Es por tanto quien gira sobre su tercera cara oculta e invisible, el eje del mundo, que remite al simbolismo solsticial.
La etimología de su nombre revela esta función: Ianus deriva de la raíz indoeuropea * y-a, de donde proviene el sánscrito yana (vía) y el latín ianua (puerta). Él es Aquel que conduce de un estado a otro, y por lo tanto también el Iniciador. Por eso los ianos tenían la función catártica de eliminar todas las impurezas en quienes pasaban por ellos. En el Cristianismo Jano fue interpretado como la imagen profética de Cristo, Camino y Señor de la Eternidad.