
La génesis del capitalismo
La crítica al materialismo y la degradación de la naturaleza espiritual del hombre ha ocupado gran parte de nuestras preocupaciones a lo largo de nuestros escritos. La primacía de los valores del espíritu sobre aquellos del materialismo son una premisa fundamental para que cualquier sociedad se mantenga apegada a sus raíces y a su verdadera naturaleza. Sin embargo, y siendo realistas ante los retos que nos plantean los tiempos que nos ha tocado vivir, el capitalismo y la sociedad del dinero han conseguido conquistar el mundo, y con éstas conquistas ha transferido a aquellos espacios en los que ha triunfado su modelo de vida, de pensamiento y la concepción antropológica que le caracteriza. Incluso aquellos espacios a priori más alejados y herméticos frente a la mentalidad moderna, como es el caso de China o Japón, han terminado por sucumbir ante el modelo de vida y de sociedad que el capitalismo y su destructivo materialismo propone, y tal es así que China, por ejemplo, es una de las economías con mayor proyección del mundo, donde las aberraciones y excesos de la mentalidad materialista nos muestran un feroz capitalismo de Estado en el que la rentabilidad económica es más importante que un legado de tradiciones milenarias, aquel que convirtió a este país asiático en la Roma o la Grecia de Asia. En el caso de Japón encontramos el mismo fenómeno, especialmente después de 1945, con el denominado «milagro japonés», que ha erosionado el legado tradicional de un país con una idiosincrasia particular, moldeada en la lucha entre clanes bajo el shogunato y un desarrollo de su cultura y tradiciones totalmente autárquico hasta la Era Meiji, que supuso la incorporación del país nipón a la Modernidad. En Europa, especialmente en su parte Occidental, el triunfo de la mentalidad materialista y la sociedad del dinero se traduce bajo unos parámetros ideológicos que todos conocemos: dinero y poder van en paralelo, son conceptos que se retroalimentan y, junto a éstos, la tiranía de la alta finanza y el poder inexpugnable de la Banca, grandes corporaciones y órganos de poder transnacionales. El dinero no solo define el estatus social de quien lo posee o determina el lugar a ocupar dentro de la estructura social, sino que el propio poder político, la mentalidad o la visión del mundo viene regulada por éste.
Con frecuencia escuchamos aquel viejo y manido dicho de que «el dinero no da la felicidad, pero ayuda», muy recurrente en cualquier conversación cotidiana sobre el estado de las cosas. Y es que todo el mundo tiene derecho a vivir dignamente, de tal forma que pueda procurarse el sustento y no se vea abocado a una existencia miserable. Nadie duda de ello, pero lo cierto es que el capitalismo ha suscitado unos cambios profundos en las estructuras mentales del hombre moderno, y ya no se trata de asegurar el sustento, no hablamos de comer tres veces al día, ni de disponer de una fuente de ingresos en base a las propias capacidades y habilidades, sin tener que someterse con ello a las arbitrariedades de los dadores de trabajo, sino que hablamos justo de lo contrario: de la explotación del hombre por el hombre y de las incesantes necesidades artificialmente generadas para poseer cada vez más objetos inservibles o acumular dinero, todas ellas dentro de una tendencia absurda y autodestructiva al consumismo y unidas a una insatisfacción permanente. La acumulación del capital, la extensión del mercado, de la banca y de la finanza, de los datos macroeconómicos y de la cosificación del hombre, concebido como productor, y su consideración desde la perspectiva material y su eficiencia. Estas son las premisas fundamentales bajo las que el hombre actual es considerado por el capitalismo y la forma en la que se ve a sí mismo.
El mundo moderno, donde las grandes formas de espiritualidad han terminado por ser arrinconadas o prácticamente aniquiladas, es el ámbito donde el materialismo y sus indeseadas derivaciones ideológicas han tenido su caldo de cultivo. En los dos últimos siglos de la Europa premoderna, donde la casta de los burgueses ya habían comenzado a prosperar bajo el impulso del capitalismo mercantil, alimentado por los grandes descubrimientos geográficos, los primeros imperios coloniales y, en consecuencia, por la expansión hacia nuevos mercados, y con éstos de nuevas oportunidades de negocio, es evidente que se está produciendo una reorientación del pensamiento europeo, de sus erosionadas bases tradicionales y de la propia herencia espiritual del Medievo. El llamado Siglo de las Luces, con la Ilustración, es el punto de inflexión, la revolución dentro del plano sociopolítico que la casta de burgueses enriquecidos necesitaba para conquistar el poder político y despojarse de la vetusta estructura del Antiguo Régimen, convertido en una rémora para los intereses de una casta venida a más gracias a la acumulación de ingentes capitales.

No es necesario incidir en el hecho de que la construcción de los estados liberales en toda Europa, en el contexto del derecho político, se cimentó sobre el voto censitario, o lo que es lo mismo: la limitación del sufragio a determinadas rentas, las más altas, que eran las únicas a las que estaba permitido participar en el juego demoliberal. Obviamente era la casta burguesa la que acumulaba no solo el poder económico, sino también el poder político merced al primero. No obstante, el paso previo para lograr el triunfo del libre mercado y las democracias liberales tuvo que provocar una ruptura de conciencias y una crisis para superar el mundo precedente. Y como es bien sabido toda crisis encierra un principio de rebelión y negación de un orden dado, que en este caso nos remite al modelo orgánico de la sociedad estamental que existía con anterioridad. La revolución de las conciencias marca una transformación de carácter antropológico, de la concepción del hombre, que como tal se considera liberado de todas las pretendidas ataduras y cadenas que la religión, el gremio o cualquier idea filosófico-jurídica a la que pudiera atenerse bajo el paraguas del Antiguo Régimen. La sociedad considerada como un ente orgánico, con la participación de las distintas partes en un todo, desde la concepción jerárquica y unitaria que parte del sujeto individual hasta culminar en el Estado, pasando por los cuerpos intermedios, desaparece para dejar al sujeto individual sólo, en una falsa libertad que lo somete a la arbitrariedad del mercado y la tiranía del dinero, para reducirlo a mano de obra en las fábricas de la Primera Revolución Industrial, condenado al hacinamiento, a los salarios miserables y al desarraigo. Esta es la consecuencia inmediata de aquella «liberación» del cuerpo orgánico de la nación premoderna y sus leyes consuetudinarias. El hombre pasa de la seguridad de la colectividad organizada de acuerdo con el derecho natural de los pueblos, con unas jerarquías dadas y un ordenamiento orientado hacia lo alto para decaer en el agregado de «individuos libres», sin cualidad ni personalidad y sometidos a la tiranía del dinero, los mercados y el capital.
Debemos insistir en que a nivel filosófico y existencial la Modernidad marca ese camino al hombre, que se convierte, en teoría, en el sujeto histórico fundamental frente a cualquier forma de Comunidad. Sus derechos y su libertad se encuentran por encima de cualquier institución pública, y con éstos su propio ego prometeico, que no conoce más jerarquía que la establecida por el dinero. Este es el hombre que nace del desarraigo y del nihilismo, que ya no pertenece a una Comunidad propiamente dicha, sino a un agregado de individuos, pretendidamente «libres e iguales», que debe hacer prevalecer necesariamente su interés individual, y con éste su concepción pragmática de la vida, la abstracción permanente al ser ajeno al principio de organicidad, y en última instancia el culto al dinero y a la riqueza como medio de realización personal. Es obvio que para este tipo humano que propone la burguesía triunfante de las postrimerías del siglo XVIII y todo el siglo XIX, los valores del espíritu no tienen importancia alguna, y al final cualquier concepción metafísica, esotérica o religiosa es reducida a la ya clásica y manida moral pequeñoburguesa, a un conjunto de prejuicios guiados por una moral hipócrita y clasista que, para variar, vuelve a tener su punto de referencia en el dinero, en las falsas cualidades otorgadas por éste. Y de hecho el dinero se ha convertido en la nueva religión de la humanidad moderna.
Cualidad y simbolismo del dinero
Pero tratemos de reflexionar acerca del papel simbólico del dinero, aquello a lo que nos remite en origen el vil metal: en un principio todos podemos reconocer, al margen de otras implicaciones, que el dinero es una unidad de cambio. Se trata de dimensionar aquellas relaciones económicas y comerciales que se producen de forma natural entre las personas o las naciones. Se trata de utilizar un mismo plano para que, más allá del trueque, podamos establecer una medida de valor homogénea en el intercambio de bienes y servicios. En un principio la invención del dinero parece recurrir a una exigencia lógica, a una medida de intercambio para regular el flujo de relaciones económicas que se generan en la interacción entre las personas, empresas o sociedades. Sin embargo, el dinero tiene una cualidad que, desde su origen, lo convierte en un elemento inorgánico y promotor de ideas disgregadoras desde un punto de vista tradicional. El dinero es portador una tendencia igualitaria que elimina contrastes, nivela y contribuye a la abstracción ignorando la cualidad intrínseca y concreta de la que cualquier bien o servicio es acreedor. De hecho la cualidad que per sé pueda poseer cualquier bien es intrascendente o incluso contraria al valor de mercado que pueda serle asignado, porque es la relación oferta-demanda la que fija su valor, que es un criterio puramente económico. Otro elemento al que se ha venido asociando el dinero es a un principio deshumanizador básico, aquel que convierte a las personas en objetos y les atribuye un valor de mercado, en lo que sería un acto de cosificación, ignorando sus cualidades humanas y valorándolas en función de su rendimiento y eficiencia productiva. Es frecuente escuchar en las noticias o leer en los periódicos aquello de que «los españoles no somos productivos», haciendo hincapié en ese materialismo abstracto que sólo considera al hombre desde los criterios de eficiencia económica.

Hay otro aspecto importante que resaltar del dinero, y es que éste está ligado a una concepción del tiempo en continuo movimiento, al tiempo como devenir, como un sucederse frenético que, como el dinero, se mueve en un ámbito subpersonal. Devenir y materia representan lo indeterminado, incapacidad de poseerse a sí mismo. Por lo tanto el dinero es un elemento que escapa a la ley y a la norma para abrir caminos oscuros e invertidos, como el que poder demoníaco que representa la finanza internacional capitalista, con su rostro anónimo y la monstruosa y desproporcionada capacidad de actuar sobre el mundo, al margen de la voluntad de las personas.
Con lo cual el papel accesorio o auxiliar del dinero es más que una quimera, es una absoluta falsedad. El dinero hace mucho tiempo que dejó de cumplir esa función de intermediario en las relaciones económicas para convertirse en un medio de poder y un instrumento de dominación.
La idolatría hacia el dinero y el mercado convierte todo —objetos, personas e ideas— en susceptibles de ser mercantilizados, y aquellos valores trascendentes e inmateriales pasan a ser ridiculizados y condenados al ostracismo. Ese carácter dinámico del dinero, al que definíamos como frenético y desbocado, es el que provoca que la acción del capitalismo trate de perpetuarse en el tiempo y el espacio mediante la especulación y comercialización de todo aquello que pueda producir ganancia. Las consecuencias de la actividad especulativa y la explotación derivada del dinero y del orden capitalista es la ruina de los pueblos, la expoliación de los recursos y continuos sacrificios que deben mantener viva la lógica infernal que mueve a la sociedad del dinero. Lo vemos con los efectos de las crisis actuales generadas de forma deliberada por las oligarquías globalistas y a través de la acción de la Finanza internacional, la misma que esclaviza a naciones e hipoteca el destino de generaciones a una deuda impagable. Y es que la economía global, aquella que gobierna nuestras vidas, se basa desde hace muchas décadas en la especulación y en la acción de los mercados, y no en una economía productiva que realmente genere riqueza y prosperidad.
La economía precapitalista
Dentro de esa obsesión por la acumulación de grandes capitales y el sometimiento de la política a la agenda marcada por el dinero, y más concretamente por la alta finanza especulativa, deviene al mismo tiempo la idea del hombre como un instrumento al servicio del dinero, lo cual entraría, en teoría, en conflicto con los grandes ideales en los que se funda la Modernidad, los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que tan pomposamente nos han vendido en la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano de 1789. Quizás sea en Estados Unidos, el estandarte del capitalismo mundial en nuestros días, donde podemos ver con mayor claridad las contradicciones entre la teoría, que tiempo después pretendería implementarse mediante otra declaración, igualmente hipócrita y desfiguradora, como aquella de los Derechos Humanos de 1948, y la práctica de un capitalismo salvaje y depredador que genera pobreza y miseria, y donde la única forma de medrar socialmente es ser exitoso en alguna actividad económica de suficiente calado, que genere beneficios y ganancias materiales. Este mismo patrón es extrapolable a cualquier sociedad capitalista, donde ningún principio o valor está a salvo en la medida que sea capaz de generar algún tipo de interés económico. El dinero es enemigo acérrimo de cualquier principio o valor de carácter orgánico, que extraiga la fuerza y autoridad de su propio Ser, y que sea autosuficiente al margen de las estructuras materiales de la sociedad en la que arraigue. Un principio básico de todo sistema orgánico es la colaboración entre las distintas partes que componen un mismo objeto, de modo que viene a ser como una especie de piezas que encajan para componer un puzzle, que por separado dejan de tener sentido. La sociedad del dinero, por el contrario entraña competencia, además de forma salvaje y despiadada, de tal manera que los distintos polos de poder económico buscan concentrar el mayor capital posible a costa de otros centros similares y además sin la pretensión de que esa riqueza-poder pueda ser compartida por quienes la producen, o sirva a un fin colectivo.
Con anterioridad al advenimiento del sistema capitalista, en el contexto de lo que podríamos denominar como una economía de subsistencia, el hombre era el centro de todas las preocupaciones. De tal modo que al igual que el resto de asuntos humanos tenían como fin último servir a los intereses y a la necesidad del hombre. La economía no era un fin en sí mismo, sino un medio para procurar la supervivencia del hombre y abastecer sus necesidades, siempre en una relación de subordinación respecto a éste último. Es lo que el historiador económico Werner Sombart denomina la «economía de erogación». Es necesario que todo elemento de la esfera material se someta a la norma, a la medida y se evite cualquier forma de innecesaria sobreabundancia o tendencia a la desproporción, algo que ya aparece reflejado en el propio espíritu tomista (Santo Tomás de Aquino). Y es que en el espíritu de la economía precapitalista lo esencial era regular la entrada y salida de bienes de acuerdo con las necesidades, y sin el menor atisbo de afán acumulativo. Este sentido de la medida entre lo consumido o necesario para vivir y lo necesario para producirlo es una idea que se refleja en las mentalidades de campesinos y artesanos en el devenir de los siglos. Hombres crecidos bajo robustos sistemas orgánicos en el seno de los pueblos, con un ligamen profundo y místico con aquellas tierras que trabajaban y con los oficios que desempeñaban. Y lo que estas corporaciones, gremios y trabajo agrícola produce no son bienes de intercambio sino bienes de consumo, que se distinguen por criterios cualitativos y no cuantitativos.
El campesino o el artesano concibe su trabajo desde un punto de vista espiritual, casi metafísico, imprimiendo toda su habilidad y arte en aquel objeto que modela con sus manos, toda su personalidad, lejos de los bienes estandarizados y anónimos que la moderna industria capitalista produce para el consumo de masas. Al mismo tiempo el desarrollo de la actividad económica era lento, pausado y en absoluto reglamentado. Lejos de las exigencias productivas del mercado capitalista, de sus horarios de trabajo regulado y de sus mecanismos que absorben y alienan al individuo hasta límites destructivos, en el ámbito precapitalista encontramos justo lo contrario, la actividad económica no era objeto de ningún tipo de reglamentación estricta, ni existía una «cultura del trabajo» tal y como entendemos hoy día. El producto era el que se adaptaba a las exigencias naturales del trabajador, y no a la inversa. En este contexto el mercado y la ganancia económica tienen un papel absolutamente secundario. Nada es dejado a la improvisación, la forma de actuar, de producir y mantener la actividad económica toma como referencia lo enseñado y transmitido, de tal manera que los usos y las formas se corresponden con las utilizadas en experiencias precedentes. Y lo vemos cuando este hombre tradicional y precapitalista debe tomar una decisión de carácter normativo, que nunca lo hace fuera de ese marco orgánico en el que la acción de las generaciones que lo precedieron son la continua referencia a seguir. Aquello que en el pasado fue válido lo es en el presente, y mediante el ejercicio de la repetición y la experiencia se convierte en costumbre. En este marco de certidumbres que no solo se aplicaba a la actividad económica, sino a todos los órdenes de la existencia, no se buscaba la novedad, aquello que nace desligado de la Tradición, sino perfeccionar lo antiguo.
Obviamente el espíritu del capitalismo y de la sociedad del dinero representan una antítesis irreconciliable respecto a la economía precapitalista o tradicional. Se trata de un espíritu terrenal y mundano, absolutamente profano y sin las raíces profundas que entroncan con el alma de los pueblos. Aparece como un rodillo capaz de aniquilar las jerarquías naturales, los vínculos y las antiguas barreras. El capitalismo da vida a nuevas y artificiosas formas, aparta a los hombres y a los pueblos de cualquier modo de vida orgánica, lo aleja de las certezas del modelo de vida comunitario y le insufla el espíritu de Fausto, de la inquietud y la agitación permanente en un ir hacia delante desbocado sin la seguridad de unas raíces fuertes y sólidas. Las aspiraciones del nuevo hombre moldeado por el capitalismo plutocrático son tan infinitas y desproporcionadas que rompen las barreras de una economía feudalizada, estática, artesanal y de consumo para cimentar un nuevo patrón económico basado en la ganancia y la acumulación de capital desde el espíritu de empresa y conquista material. El dinero ocupa el lugar de las antiguas estructuras orgánicas y desde las cualidades abstractas ya descritas ya no aspira a nada concreto dentro de una dimensión espacio-temporal, ni a la satisfacción de esas necesidades básicas de consumo. Ahora el dinero no sirve sino que es servido, desde el sometimiento del hombre y todo el orden material a sus oscuros designios. El hombre pasa de ser un sujeto, activo y consciente en el desarrollo económico, para convertirse en un objeto pasivo y sin voluntad, explotado y sin dignidad. La materia es portadora de un fermento oscuro y desfigurador, y si no se somete a un principio orgánico y a la primacía de lo espiritual termina por desencadenar fuerzas subpersonal, vinculadas a lo infrahumano y demoníaco.
A la abstracción del dinero desde una perspectiva simbólica debemos añadir el paradójico contraste de la exactitud matemática de las cifras, la contabilidad y el cálculo. El espíritu burgués, que durante siglos había ejercido una influencia cada vez más importante en las relaciones económicas y de poder, especialmente con el desarrollo urbano durante la Baja Edad Media, traspasa sus propios límites, aunque el espíritu y las estructuras psíquicas que genera este cambio y abandono del modelo de economía tradicional son bastante más complejas que el propósito de este artículo, que al fin y al cabo es un bosquejo de reflexiones e ideas que pretende transmitir nuestra postura frente a un fenómeno tan decisivo en el desarrollo del mundo moderno.
En resumen, la Modernidad se ve afectada en todos sus puntos de vista por una concepción materialista de la vida, por la primacía absoluta de los valores del dinero, que han construido un ideal de vida, un modelo social y una concepción del mundo. En el mundo moderno un santo o un asceta es un loco o un imbécil, un paria incapaz de representar un ideal de vida aceptable, no es asimilable por estructura social alguna y su concepción del mundo causará risa, rechazo y, lo que es más importante, será un objeto inasimilable al engranaje de producción capitalista. Sin embargo, bajo el prisma de una mentalidad tradicional se verá en el santo o el asceta una figura importante y fundamental, una cúspide de la vida contemplativa y un ejemplo de autoridad espiritual. El hombre moderno jamás podrá entender el valor de lo inmaterial, y la importancia de las cualidades intrínsecas vinculadas al hombre, el valor de sus experiencias colectivas o la grandeza del universo simbólico y trascendental de sus creaciones.