Recientemente, el pasado 25 de noviembre, se cumplió el 46 aniversario de la muerte de Yukio Mishima (三島由紀夫). Tal día como ese, en el año 1970, tomado el cuartel general de Ichigaya, en el mismo corazón de Tokio, Yukio Mishima cumplió el acto final de su existencia terrena. Después de haber resuelto una serie de cuestiones pendientes, como redactar las últimas voluntades testamentarias, dar indicaciones con una exactitud milimétrica acerca de cómo debía ser ataviado su cuerpo para el acto fúnebre, luciendo el uniforme militar, con guantes blancos y con la katana en una de sus manos. El último paso del ritual no sería otro que el de la cremación. Igualmente, pide, a través de una carta a sus progenitores, que sea incluido el ideograma 武 (bu) de guerrero. Asimismo envió su última obra a su editor para su publicación póstuma. En este último acto de su existencia invita a dos periodistas para que lo acompañen en su suicidio ritual. Mishima viste con el traje de la organización fundada por él mismo. Se encuentra delante de su propia casa con cuatro miembros de la Sociedad de los Escudos, los cuales han sido seleccionados previamente para participar en tal evento.
La comitiva es recibida por el general Masuda Kanetoshi, comandante de la Armada Oriental, al cual el propio Mishima le ofrece su espada, en lo que constituye un raro objeto de valor, en cuyo manejo es un maestro consagrado. El comandante observa la hoja de la espada con desagrado al comprobar que, en contra de lo previsto por la ley, el filo está perfectamente afilado y funcionando. Antes de que pueda darse cuenta yace inmovilizado en una silla al tiempo que la puerta de acceso a su oficina es cerrada. Mishima reclama, amenazando con quitarle la vida a su rehén, una reunión al mediodía en el mismo patio del cuartel con la presencia de todos los reclutas. A estos reclutas se unirán una cuarentena de miembros de la Sociedad de los Escudos (楯の会 tate-no-kai).
Entre los acontecimientos que se han preparado está un discurso de media hora del propio Mishima, el cual deberá ser escuchado en silencio por los soldados. Acto seguido habrá una tregua de unos cuarenta minutos, a lo largo de los cuales no se intentará atacar o dañar a los miembros de su grupo. Posteriormente Mishima deberá dar lectura a los panfletos que han sido lanzados entre la propia guarnición militar, donde figura el Manifiesto de la Sociedad de los Escudos.
Finalmente, y en contra de lo previsto, solamente puede hablar durante cinco minutos, dado que el ruido de los helicópteros y de las sirenas hace que el ambiente sea ensordecedor. A todo este ruido y escándalo contribuyen los propios soldados que se dedican a mofarse e insultar a Mishima. Éste último, tomando en cuenta la situación, se retira a la oficina del comandante Masudo, y después de augurar «Larga vida a la Majestad imperial» da comienzo al suicidio ritual por destripamiento y decapitación.
En todo momento llevaba sobre la frente el conocido como 鉢巻 hachimaki, una cinta blanca con el sol naciente, símbolo nacional del Japón imperial, y un fondo blanco sobre el que figuran frases que son una llamada al combate, a la voluntad de triunfo y sacrificio, los mismos que llevaban los pilotos suicidas japoneses, los conocidos como Kamikazes, en sus acciones sacrificiales en los momentos más críticos de la guerra en el Pacífico. Con lo cual éste representaba un simbolismo heroico-viril, de protección y, especialmente, servía al sentido ritual y sagrado al que los combatientes nipones se entregaban en sus acciones de guerra.
Esto sucedía en un país con una tradición milenaria, muy sensible a una determinada ritualidad y a los gestos, aquellos que siempre han formado parte de la sociedad japonesa. De hecho, dentro de estas tradiciones, aquella correspondiente a la tradición militar conforma la base fundamental, y más dentro de un contexto de continuidad que comprende una base milenaria.
Aquel gesto lejano, consumado ya hace 46 años, constituye un ejemplo actual para todos aquellos que se consideran depositarios de los valores defendidos por Yukio Mishima, y que, desgraciadamente, no han gozado de una continuidad en las últimas décadas. No se trata ya de una cuestión relacionada con las particularidades que caracterizan a la cultura y tradiciones japonesas, o a la Cosmovisión propia de los pueblos Extremo-Orientales, sino del propio signo de los tiempos y la decadencia y degeneración que caracteriza a Occidente, y por extensión al resto de países y pueblos que forman parte del orbe liberal y capitalista.
Para entender el sentido y la trascendencia del gesto es necesario operar desde una mentalidad y un estado ontológico totalmente antitético al imperante en el mundo actual. La solemnidad del acto, con un desarrollo completamente ritualizado, frente a las burlas y las mofas, manteniéndose incondicionado en relación a todo un espectáculo que no era más que accidental en relación al acto culminante. El escritor japonés había preparado todos los detalles con total exactitud, sin dejar nada al azar, poniendo en juego su propia vida y sacrificando todo aquello que había construido con todo el esfuerzo y abnegación. Existía un claro contraste entre la realidad externa, la de un Japón sojuzgado, aquel del llamado «milagro económico» que en las décadas posteriores a la derrota de 1945, y ante el ocaso del antiguo y tradicional modelo del Japón Imperial, y una realidad interna, incontrastable con aquella exterior, en los altos valores e ideales, los únicos capaces de devolver plena dignidad a la existencia de la nación del Sol Naciente.
Es difícil comprender desde la mentalidad occidental una acción como la que el literato japonés emprendió aquel 25 de noviembre, especialmente desde la perspectiva y la idea que se tiene de la muerte aquí, en una Europa totalmente desacralizada y donde cualquier acción está al servicio de intereses personales, de la egolatría asociada a una mentalidad totalmente materialista y profana. Para Mishima la idea de la muerte no era extraña, como tampoco lo es en Japón, incluso en la actualidad, con una elevada tasa de suicidios anual, una de las mayores del mundo. En sus escritos había declarado, con relativa frecuencia, su atracción romántica hacia la idea de la muerte. No en vano se acogía a los preceptos y normas asociados al 武士道 bushidō, como heredero de los códigos de honor asociados a los antiguos samurais, una suerte de aristocracia guerrera japonesa. En este sentido la necesidad de mostrar entereza ante la muerte, de evitar cualquier conducta indigna y poco viril, y mostrar incluso cierta indiferencia ante tan fatal desenlace. La muerte es un momento vital, y aunque resulte paradójico es el momento más importante de la vida, en el cual no solamente se debe mostrar dignidad y estar a la altura del mismo, sino que está sujeto a un ritual muy particular. El autocontrol, la templanza y el dominio de sí mismo son otros elementos que entran en juego en esos momentos en los que la autodestrucción total se cierne ante el horizonte. Para conseguir ese control de la situación y de los propios impulsos es evidente que se precisa de una educación y de unos preceptos y normas, los cuales deben ser interiorizados, integrados en el propio Ser y servir de guía en el transcurso de la propia existencia. Es una idea que forma parte de cualquier forma de metafísica extremo-oriental y que, de hecho, se convierte en la piedra angular de la misma. La idea de despersonalizar todas las acciones y purificarlas de todo ego. Se trata, en definitiva, de superar formas de existencia condicionada, y a esta lógica se acogen tanto la doctrina budista de los orígenes, de indudable naturaleza aristocrático-guerrera, como el cristianismo gnóstico de Meister Eckhardt.
El samurai tiene a la muerte siempre presente, es una realidad cotidiana, y lejos de amilanarse ante ésta o de buscar las comodidades y la vida fácil de una falsa aristocracia vendida a las comodidades burguesas, éste busca desafiar a la muerte incesantemente. Yukio Mishima compartía, de alguna manera, una doble vertiente en su personalidad, o en su forma de ser y actuar en el mundo. Dentro del terreno artístico-literario hay tendencias hacia cierto narcisismo y, en muchas ocasiones, un cierto diletantismo. Simultáneamente encontramos a un Mishima fascinado con un mundo heroico-viril y aristocrático, en el que predomina la exaltación de la fuerza, las grandes gestas y toda el imaginario del Japón tradicional que viene exaltado por el gobierno imperial de Hirohito.
En este contexto no debemos olvidar el papel que jugó el 葉隠 Hagakure para Mishima, un pequeño opúsculo cuya autoría corresponde a Yosho Yamamoto (山本 常朝), y que estaría inspirado en el propio Bushidō. Solamente debemos leer unos pocos párrafos para entender la concepción de la vida y la muerte contenida en este breve escrito, y que sería considerado por nuestro autor como el más importante y trascendental de toda su vida. Yamamoto dice así en los primeros párrafos de su escrito:
He descubierto que la vía del samurai reside en la muerte. Durante una crisis, cuando existen tantas posibilidades de vida como de muerte, debemos escoger la muerte. No hay en ello nada de difícil; solo hay que armarse de valentía y actuar. Algunos dicen que morir sin haber acabado su misión es morir en vano. Este razonamiento es el que sostienen los mercaderes hinchados de orgullo que merodean por Osaka; no es más que un razonamiento sofisticado a la vez que una imitación caricaturesca de la ética de los samuráis.
Las referencias a la muerte en la vía del guerrero representado por el samurái son una constante. Del mismo modo hay una voluntad de combatir los signos de degeneración que van emergiendo, y que amenazan con destruir el ideal de virilidad, aquel que es propio del principio aristocrático que vertebra la vida de los samurai. La necesidad de asumir un principio activo de existencia, conducir la vida bajo un principio de objetividad, de rectitud. Se trata de breves reflexiones, en muchos de ellos predomina cierto estilo aforístico, que dan una visión global de la vía a seguir por aquellos que pretenden purificarse interiormente, y bajo las premisas de una ética trascendente, en la vía del guerrero.
Atendiendo a los principios y razonamientos precedentes, la vía a la que aspira Yukio Mishima no es otra que a la de la armonía y la síntesis de los contrarios, a la destrucción del demonio de la dialéctica que domina la Modernidad, y con éste, el equilibrio interior, la consagración de una vía iniciática. En este sentido, aferrarse a la vida, aún cuando ésta pueda resultar inconsecuente, yerma o sin sentido, no es precisamente la mejor opción para alguien que ha elegido la vía marcada por el Bushidō, donde el ideal de sacrificio, dolor y muerte se anteponen a los placeres de la vida banal. De hecho la misma muerte representa la síntesis y fin definitivo de todos los procesos dialécticos desencadenados en el devenir de la vida, la muerte no es un proceso negativo, de mera extinción, sino que es capaz de transformarse en lo contrario, en una especie de catalizador de toda oposición desgarradora.
Por otro lado, las antítesis generadas por el mundo moderno se multiplican por doquier, producen vidas disolutas y disarmónicas, hastiadas de sí mismas, ajenas a cualquier principio espiritual y consagrada a la materialidad en su sentido más burdo y brutal. La propia naturaleza enfermiza del mundo moderno es la que genera estas dicotomías y fracturas internas en personalidades activas y sobresalientes, absolutamente ajenas a su tiempo, y consagradas a la vía heroico-viril y aristocrática que la compleja personalidad de Yukio Mishima representaba.